Nos fuimos a vivir al campo porque papá tenía una afección
en los pulmones. Eso es lo que dijo mamá cuando me sacaron del colegio a mitad
de curso. Nos instalamos en una granja con dos olmos en la entrada y el curso
de un río seco detrás. Mis amigos a partir de entonces fueron cinco cerdos y un
par de gallinas que, a los dos meses, nos las cenamos pues fueron incapaces de
poner un solo huevo en ese tiempo. Mi madre decía que era por el ruido, que se
estresaban y es que mi padre siempre estaba cacharreando en una especie de
taller que había habilitado en el cobertizo. Comenzó con un tractor que no
tardó en dejar inservible y que se convirtió en el patio de recreo de un grupo
de ratones cuando lo abandonó junto a la valla de la entrada. Pasada la
primavera las zarzas comenzaron a tejer un jersey de espinos a su alrededor y
para el siguiente invierno apenas la cabina quedó al descubierto.
Como el
colegio más cercano distaba a unos treinta kilómetros circulando por tortuosas
pistas forestales mi madre se empeñó en enseñarme las alabanzas de las matemáticas
y de la gramática en la mesa de la cocina. Y así, cada mañana, después de
desayunar y justo hasta una hora antes de comer, se recogía el pelo, desplegaba
varios cuadernos y lapiceros, me sentaba a su lado y me describía símbolos,
números y operaciones. Por la tarde, durante una hora, me enseñaba las letras y
a encadenar sílabas, luego palabras, luego frases y, finalmente, párrafos.
Aquel aprendizaje me sirvió para contabilizar los vehículos que iba
desguazando mi padre y que, cuando habían terminado de entretenerle, los iba
remolcando hasta el barranco de la parte de atrás donde la naturaleza se
encargaba de enmantarlos con enredaderas y pámpanos. La ventana de mi cuarto,
minúsculo ventanuco orientado al norte, daba hacia esa montaña de chasis y de
zarzales que iba cobrando altura y despellejando su metálica pintura hasta
convertirla en una mole de óxido y sarmientos.
Una mañana,
tras escuchar un motor acercarse y una puerta cerrar, unas voces llegaron hasta
el umbral de la puerta. Al principio parecían amables luego se me antojó que
discutían. Ante el tono elevado de las palabras, mamá me condujo al salón y con
un bolero de fondo en el tocadiscos me fue cantando las tablas de multiplicar.
Para cuando se cansó de recitarlas la aguja rondaba el taladro y rompía con su
silente rasgar la calma reinante que pronto mi padre quebró enfrascado de nuevo
en retorcer chapas y destripar motores.
Ayer nos sobrevoló una avioneta. Mi madre me
dijo que era del servicio de vigilancia forestal, de quienes protegen los
bosques contra los incendios y las talas descontroladas. Quise creerla pero
esta mañana la avioneta ha vuelto y, al poco, unos hombres de uniforme han
rodeado nuestra casa. Después de una conversación a gritos con mis padres les
han obligado a tirarse al suelo con las manos en la cabeza. Yo lo he visto todo
desde el soportal y me ha extrañado que mi padre no protestara por permanecer
en esa postura a pesar de sus maltrechos bronquios. También observé cómo
llegaban unos camiones y de ellos descendían hombres con máscaras vistiendo
buzos blancos y botas de goma. Se han llevado a los cerdos y los han enjaulado.
De cebados que están han tenido que auparlos a empellones por una rampa. Más
tarde se ha presentado un grupo, una especie de cuadrilla de leñadores y han
comenzado a desbrozar la montaña de coches con ayuda de una grúa. Al mismo
tiempo, cinco personas con botas de goma y chaquetas con letras han ido
recorriendo la finca anotando todo lo que les parecía de interés. Había una
chica que, como mi madre, llevaba el pelo sujeto y una carpeta con papeles. La
he preguntado si era maestra y si me podía ayudar con las divisiones. Se me dan
muy mal, la advertí. Ella me ha sonreído y me ha acompañado hasta un coche
donde me ha dejado en el asiento trasero. Huele a nuevo y tiene un aspecto
flamante. Espero que a mi padre no le dejen tocarlo. Siempre los estropea
después de acostar a sus dueños junto a los cerdos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario