viernes, 7 de febrero de 2014

Mambrú


Y Mambrú volvió de la guerra. Las guerras no se ganan, se acaban. Toca restañar las heridas, barrer los escombros para olvidar la barbarie; regresar a la vida normal. Recordar qué era un paseo, cruzar la calle sin correr, sumergir las manos en los bolsillos, detenerse en un escaparate... Pero ni los vencedores estaban convencidos de la victoria ni los perdedores de su derrota. Nadie gana, solo se presume, unos del triunfo, todos, de seguir vivos.
         En los aledaños de su ciudad, cuyo cartel de entrada oxidaba las escamas de los balazos, Mambrú deshizo su petate y amontonó sus ropas militares. Tan solo las botas con la costra de cien trincheras se mantuvieron en sus pies. Un viejo abrigo y unos pantalones de cocinero coronados por un gorro de orejeras eran ahora su nueva indumentaria. La fragancia de la pólvora quedaba así enterrada en la montonera de prendas verde oliva.
         Los bombardeos no habían sido severos con su barrio y era fácil reconocer las calles a pesar de la viruela de las fachadas por el fuego de las ametralladoras. Las tiendas de verduras, antaño bulliciosas, ahora eran tenderetes a pie de calle donde el género escaseaba y el existente mostraba su rancia caducidad con hojas lacias y pieles tumefactas. La gente parecía vestir tallas grandes en cuerpos huesudos y las compras de estraperlo se escondían entre los abrigos como quien guarece a un cachorrillo del frío.
         La estampa de desolación de una ciudad que otrora fuera ejemplo de prosperidad sumía en una tristeza despreciable a quienes se habían retirado a sus residencias en las montañas durante los días previos a la gran batalla final y, ahora, a su regreso, caminaban entre humeantes cascotes para comprobar que nada quedaba de sus propiedades salvo la vida propia que, por longeva y dichosa, la despreciaban como valor.
         Alejado de esa zona de palacios derruidos, Mambrú fue recorriendo cadencioso cada tramo de empedrado donde quince años atrás una pelota le precedía rodando a puntapiés hasta la misma puerta de la escuela. Sobre el establecimiento todavía colgaba la cruz roja pintada en una sábana tensada por cuerdas unidas a los barrotes de las ventanas. Como hospital improvisado, los camastros ganaron las aulas y los pupitres se acumularon en una esquina junto al campo de futbol formando un ovillo de patas y cantos de madera hinchada por las lluvias. Un grupo de voluntarios se encargaba de trasladar a los heridos más leves a la bandeja de una camioneta que esperaba en marcha a que alguien golpeara su cabina para llevarlos a la clínica militar de las afueras.
         La guerra enseña al soldado a mirar al frente, buscando la amenaza antes de que ésta llegue en forma de plomo. El brillo de un fogonazo se descubre un instante antes de que silbe la bala, justo antes de que llegue el trueno de la detonación. Los francotiradores usaban trapos en sus primeros disparos para evitar errar cuando eran tropas de élite sus objetivos. Mambrú era capaz de distinguir de entre las personas que se iba cruzando a quién había estado en combate sólo por su forma de mirar mientras camina. La mayoría eran ciudadanos de refugio, de apretarse en sótanos mientras la luz desfallece y el polvo se cuela por las rendijas del techo que las bombas sacuden. Las sirenas advertían de la llegada de panzas volantes repletas de horror. Una lotería gravitatoria, un azar, como la simiente que reparte el labriego de un fuerte revés sobre la tierra labrada. La que cae en el surco medra, la de la linde quedará a la vista del pájaro. Las carreras se suceden buscando el cobijo. El instinto encoge la nuca. Recurso inútil ante la fuerza de un simple kilotón. Gesto humano de querer seguir viviendo. Nadie habla. Las manos aprietan los oídos, las bocas se abren para evitar que las ondas expansivas implosionen las entrañas. Esas son las miradas con las que se cruza. La de los espectadores de la guerra, las de los que temen a todos los bandos, las de la gente pacífica.
         No esperaba ningún recibimiento. Las comunicaciones, por carta, dejaron de funcionar cuando las estafetas se convirtieron en objetivo al descubrirse sacas de propaganda ocultas entre las de la correspondencia. La profesión del cartero pasó a ser tan perseguida como la del espía. Las familias supieron de sus seres queridos en el frente, y éstos de sus familias, a través de lo que las radios describían sobre el estado de carreteras, puentes, vías y abastecimientos.  Si la localidad tal o cual todavía surtía agua potable, sabían que sus gentes seguirían manteniéndose en ella. Era una forma global de reconfortarse sin tener certeza de nada. Mambrú no estaba seguro de en qué condiciones su mujer y sus dos hijas podrían encontrarse, pero a la vista de cómo estaba el barrio, la fachada de su casa, el portal y las ventanas de su piso, trasluciendo cortinas de buen aspecto, asumía más información esperanzadora que una carta de bella cursiva, repleta de buenos deseos, con la firma de su amada, guardada en el pecho y envuelta con el sudor de cuarenta semanas desde que rasgó su sobre.
         Subió las escaleras con el corazón golpeándole la garganta. Por cada tramo ganado, que le acercaba al tercer piso, la luz del portal se desvanecía, los escalones se ennegrecían hasta la oscuridad total en los recodos, pero el brillo del pasamanos se iba acentuando por un tragaluz que la artillería debió causar. Sin poder determinar de donde provenía le pareció escuchar el sonido de un piano tocado sin pedales, sin sostenidos, como el del pulso de un aprendiz que se atreve por primera vez a presionar las teclas con un solo dedo.
Por fin llegó al rellano que tantas veces fue testigo de su extenuación, cuando sus prisas de chiquillo le retaban sí o sí a subir corriendo como si el diablo le persiguiera, cuando competía con su sombra una vez que había despedido a los amigos del colegio. La puerta seguía manteniendo la plaquita de sus apellidos justo por debajo de la mirilla. Colgaba de un tornillo, del otro solo quedaban astillas de su taladro. Se descubrió temblando cuando alzó la mano para golpear el umbral. Tres toques, luego otros tres. Al fin, pasos al otro lado acercándose hacia la puerta, aumentando junto con los crujidos de la tarima.
—Soy yo —respondió Mambrú al destello de la mirilla mientras se retiraba el gorro y mostraba la maraña de su pelo revuelto.
Tras unos segundos de dudas la puerta se abrió. La leve corriente de aire del interior trajo consigo las notas claras del piano. No había duda, era su casa, pero nunca tuvieron un piano aunque lo ansiaron. Él estudió solfeo. Fue su sueño, el de él y el de sus hermanas, disponer de todo un Steinway de cola. No conocía la melodía pero sonaba triste. Miró a la niña que le había abierto la puerta. Acababa de retirar la banqueta que le había permitido alcanzar la mirilla y ahora le sonreía. Mambrú se asustó. Un piano en su casa y una niña desconocida. La guerra mudada vidas y propiedades sin más registro que instalarse.
—¿Quién es? —preguntó una voz adulta, de mujer, desde el fondo del pasillo al mismo tiempo que el piano silenciaba sus cuerdas.
—Soy yo —repitió con la voz quebrada.
Nuevamente el silencio reinó durante unos instantes para ser interrumpido de nuevo por las notas del piano que repetían un do, re, mi, do, re, fa.
—Es el de la foto —gritó la niña.
La melodía se interrumpió. Sonó el arrastre de un taburete y otras niñas se asomaron al pasillo. El piano repicó de nuevo, esta vez por manos virtuosas. Y mientras la niñas se acercaban, mientras sus hijas corrían hacia él, una canción de marchas, de guerras, de pena y de dudas por un regreso acompañó a la melodía del do, re, mi, do, re, fa, ya sé cuándo vendrá.

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