Y Mambrú volvió de la guerra. Las
guerras no se ganan, se acaban. Toca restañar las heridas, barrer los escombros
para olvidar la barbarie; regresar a la vida normal. Recordar qué era un paseo,
cruzar la calle sin correr, sumergir las manos en los bolsillos, detenerse en
un escaparate... Pero ni los vencedores estaban convencidos de la victoria ni
los perdedores de su derrota. Nadie gana, solo se presume, unos del triunfo,
todos, de seguir vivos.
En los
aledaños de su ciudad, cuyo cartel de entrada oxidaba las escamas de los
balazos, Mambrú deshizo su petate y amontonó sus ropas militares. Tan solo las
botas con la costra de cien trincheras se mantuvieron en sus pies. Un viejo
abrigo y unos pantalones de cocinero coronados por un gorro de orejeras eran
ahora su nueva indumentaria. La fragancia de la pólvora quedaba así enterrada
en la montonera de prendas verde oliva.
Los bombardeos
no habían sido severos con su barrio y era fácil reconocer las calles a pesar
de la viruela de las fachadas por el fuego de las ametralladoras. Las tiendas
de verduras, antaño bulliciosas, ahora eran tenderetes a pie de calle donde el
género escaseaba y el existente mostraba su rancia caducidad con hojas lacias y
pieles tumefactas. La gente parecía vestir tallas grandes en cuerpos huesudos y
las compras de estraperlo se escondían entre los abrigos como quien guarece a
un cachorrillo del frío.
La estampa de
desolación de una ciudad que otrora fuera ejemplo de prosperidad sumía en una
tristeza despreciable a quienes se habían retirado a sus residencias en las
montañas durante los días previos a la gran batalla final y, ahora, a su
regreso, caminaban entre humeantes cascotes para comprobar que nada quedaba de
sus propiedades salvo la vida propia que, por longeva y dichosa, la
despreciaban como valor.
Alejado de esa
zona de palacios derruidos, Mambrú fue recorriendo cadencioso cada tramo de
empedrado donde quince años atrás una pelota le precedía rodando a puntapiés
hasta la misma puerta de la escuela. Sobre el establecimiento todavía colgaba
la cruz roja pintada en una sábana tensada por cuerdas unidas a los barrotes de
las ventanas. Como hospital improvisado, los camastros ganaron las aulas y los
pupitres se acumularon en una esquina junto al campo de futbol formando un
ovillo de patas y cantos de madera hinchada por las lluvias. Un grupo de
voluntarios se encargaba de trasladar a los heridos más leves a la bandeja de
una camioneta que esperaba en marcha a que alguien golpeara su cabina para
llevarlos a la clínica militar de las afueras.
La guerra
enseña al soldado a mirar al frente, buscando la amenaza antes de que ésta
llegue en forma de plomo. El brillo de un fogonazo se descubre un instante
antes de que silbe la bala, justo antes de que llegue el trueno de la
detonación. Los francotiradores usaban trapos en sus primeros disparos para
evitar errar cuando eran tropas de élite sus objetivos. Mambrú era capaz de
distinguir de entre las personas que se iba cruzando a quién había estado en
combate sólo por su forma de mirar mientras camina. La mayoría eran ciudadanos
de refugio, de apretarse en sótanos mientras la luz desfallece y el polvo se
cuela por las rendijas del techo que las bombas sacuden. Las sirenas advertían
de la llegada de panzas volantes repletas de horror. Una lotería gravitatoria,
un azar, como la simiente que reparte el labriego de un fuerte revés sobre la
tierra labrada. La que cae en el surco medra, la de la linde quedará a la vista
del pájaro. Las carreras se suceden buscando el cobijo. El instinto encoge la
nuca. Recurso inútil ante la fuerza de un simple kilotón. Gesto humano de querer
seguir viviendo. Nadie habla. Las manos aprietan los oídos, las bocas se abren
para evitar que las ondas expansivas implosionen las entrañas. Esas son las
miradas con las que se cruza. La de los espectadores de la guerra, las de los que
temen a todos los bandos, las de la gente pacífica.
No esperaba
ningún recibimiento. Las comunicaciones, por carta, dejaron de funcionar cuando
las estafetas se convirtieron en objetivo al descubrirse sacas de propaganda
ocultas entre las de la correspondencia. La profesión del cartero pasó a ser
tan perseguida como la del espía. Las familias supieron de sus seres queridos
en el frente, y éstos de sus familias, a través de lo que las radios describían
sobre el estado de carreteras, puentes, vías y abastecimientos. Si la localidad tal o cual todavía surtía
agua potable, sabían que sus gentes seguirían manteniéndose en ella. Era una
forma global de reconfortarse sin tener certeza de nada. Mambrú no estaba
seguro de en qué condiciones su mujer y sus dos hijas podrían encontrarse, pero
a la vista de cómo estaba el barrio, la fachada de su casa, el portal y las
ventanas de su piso, trasluciendo cortinas de buen aspecto, asumía más
información esperanzadora que una carta de bella cursiva, repleta de buenos
deseos, con la firma de su amada, guardada en el pecho y envuelta con el sudor
de cuarenta semanas desde que rasgó su sobre.
Subió las
escaleras con el corazón golpeándole la garganta. Por cada tramo ganado, que le
acercaba al tercer piso, la luz del portal se desvanecía, los escalones se
ennegrecían hasta la oscuridad total en los recodos, pero el brillo del
pasamanos se iba acentuando por un tragaluz que la artillería debió causar. Sin
poder determinar de donde provenía le pareció escuchar el sonido de un piano
tocado sin pedales, sin sostenidos, como el del pulso de un aprendiz que se
atreve por primera vez a presionar las teclas con un solo dedo.
Por fin llegó al rellano que
tantas veces fue testigo de su extenuación, cuando sus prisas de chiquillo le
retaban sí o sí a subir corriendo como si el diablo le persiguiera, cuando
competía con su sombra una vez que había despedido a los amigos del colegio. La
puerta seguía manteniendo la plaquita de sus apellidos justo por debajo de la
mirilla. Colgaba de un tornillo, del otro solo quedaban astillas de su taladro.
Se descubrió temblando cuando alzó la mano para golpear el umbral. Tres toques,
luego otros tres. Al fin, pasos al otro lado acercándose hacia la puerta, aumentando
junto con los crujidos de la tarima.
—Soy yo —respondió Mambrú al
destello de la mirilla mientras se retiraba el gorro y mostraba la maraña de su
pelo revuelto.
Tras unos segundos de dudas la
puerta se abrió. La leve corriente de aire del interior trajo consigo las notas
claras del piano. No había duda, era su casa, pero nunca tuvieron un piano
aunque lo ansiaron. Él estudió solfeo. Fue su sueño, el de él y el de sus
hermanas, disponer de todo un Steinway de cola. No conocía la melodía pero
sonaba triste. Miró a la niña que le había abierto la puerta. Acababa de
retirar la banqueta que le había permitido alcanzar la mirilla y ahora le
sonreía. Mambrú se asustó. Un piano en su casa y una niña desconocida. La guerra
mudada vidas y propiedades sin más registro que instalarse.
—¿Quién es? —preguntó una voz
adulta, de mujer, desde el fondo del pasillo al mismo tiempo que el piano
silenciaba sus cuerdas.
—Soy yo —repitió con la voz
quebrada.
Nuevamente el silencio reinó
durante unos instantes para ser interrumpido de nuevo por las notas del piano
que repetían un do, re, mi, do, re, fa.
—Es el de la foto —gritó la niña.
La melodía se interrumpió. Sonó
el arrastre de un taburete y otras niñas se asomaron al pasillo. El piano repicó
de nuevo, esta vez por manos virtuosas. Y mientras la niñas se acercaban,
mientras sus hijas corrían hacia él, una canción de marchas, de guerras, de
pena y de dudas por un regreso acompañó a la melodía del do, re, mi, do, re,
fa, ya sé cuándo vendrá.
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