jueves, 20 de marzo de 2014

Las nochebuenas de Ana


         La nochebuena de 1987, Ana Lago, como premio a su condición de novata, cubría el turno en su garita del peaje de la autopista del norte. Una lengua de asfalto entre bosques y acantilados que acortaba los trayectos a causa de unas carreteras comarcales casi siempre afectadas por un mar embravecido y que se volvían imposibles cuando el temporal arreciaba. Una radio, una bolsa de peladillas y un cuaderno de crucigramas prometían doblegar el aburrimiento en el servicio más tranquilo del año. Delgada como toda veinteañera sujeta a las dietas tiranas que las revistas de moda estampan en su hojas finales, tenía la fea costumbre de mordisquearse la puntas de su cabello cuando los nervios la traicionaban y nadie la observaba. Esa noche, en la soledad de su cabina, rumió un mechón tras otro pues había quedado con Carlos, el chico perfecto para estrenarse, el bombero elegido para extinguir sus llamas.
         En la velada más importante de la navidad, las luces de las ciudades se multiplican anunciando vigilias apuntaladas por el canto de los villancicos. Las gentes se recogen temprano para preparar una cena tan ansiada como indigesta por su abundancia, y con esa pesadez terminan desplomándose en el sofá que los reúne dispuestos a vencer el sueño al son de panderetas.
Carlos esperó no más de diez minutos pasadas las doce a que su abuelo cerrara los ojos. Patriarca aglutinador de tradiciones, el viejo exigía los modales en la mesa y el cumplimiento de ciertos rezos al brindar por los ausentes. Luego, su sillón favorito le esperaba y desde él fruncía el ceño, feliz de ver a sus nietos tropezarse borrachos de cansancio. En cuanto dio el primer cabezazo, Carlos acudió al baño a peinar los mechones objeto de juego de sus sobrinos. Para cuando el agua ya había domado los remolinos el abuelo dormitaba entre el follón. Se despidió de hermanas y cuñados, lanzó un beso al aire, que los niños replicaron con el mismo gesto, y se largó con las llaves del utilitario girando en su índice. Todos, a excepción del abuelo, sospechaban que una chica era el motivo del estreno de sus camisas y del brillo de sus zapatos, pero nadie había conseguido arrancar una palabra al enamorado sobre la identidad de la joven. La discreción fue la premisa que ella le exigió cuando comenzaron a intimar, aunque él hubiera gritado su nombre a los cuatro vientos tras la primera cita.
Ana supo de su hechizo cuando sorprendió a Carlos mirando el tirante de su lencería que un botón traicionero dejó entrever. Pudo ser un usuario más, impaciente por el cambio y la luz verde que retira la barrera, uno de los muchos y habituales que franquean casi a la misma hora el peaje de la autopista y que la observan mientras ella procede con los recibos, las tarjetas o las monedas. Pero el rubor de Carlos fue de los que delatan; debilidad confirmada si, además, el vehículo se cala y la precipitación acciona limpiaparabrisas y el cambio se pierde entre las ruedas. Ella supo que coincidirían de nuevo en el turno de mañana y cuando lo descubrió en la cola garabateó en una nota sus condiciones de reserva, la hora de finalización de su jornada y un lugar recóndito donde encontrarse. Cuando llegó su turno se la adjuntó al recibo.
Los dos besos que él consiguió robarla en el tercer encuentro fueron furtivos y logrados porque ella simuló sorprenderse mirando la hora de irse. Encuentros fugaces con motores arrancados en lugares alejados de la curiosidad. Carlos asumió que con paciencia lograría su paseo del brazo o una tarde de palomitas y cine, y que, con mucha suerte, una de sus manos, o las dos, algún día, terminaría con la tensión del tirante de su sonrojo.
         Ana lo tenía todo previsto en su propósito por estrenarse y a pesar de que el escenario no parecía el ideal por ella soñado, la excepción nocturna de ese día del año le permitiría abandonar durante unas horas la estrecha cabina y ganar las sombras donde un asiento trasero la esperaba.
         Él llegó a la hora convenida, estacionó junto a la verja que acotaba las oficinas del peaje y apagó el motor. Al instante la cancela se abrió y, Ana, envuelta en un abrigo ártico, gorro y manoplas, surgió tras ella, exigió que la franqueara, la cerró y se montó detrás con la prisa de los ateridos. Antes de que Carlos soltará la objeción propia de quien encuentra distancia cuando soñó con roce ella le indicó un camino paralelo a la autopista.
—Hay cámaras en el recinto —dijo al retrovisor mientras Carlos iniciaba la maniobra.
A doscientos metros un pinar y el rumor de la olas los recibió para ahogar el chirrido de los frenos y el gorgoteo final del motor al apagarse. El silencio se apoderó del habitáculo y la vista se fue acostumbrando a la nueva oscuridad. Bandeja, respaldos, volante y salpicadero comenzaron a descubrir sus perfiles por el tenue brillo de un cielo raso de invierno que las abiertas acículas filtraban.  Carlos se giró sobre su asiento y se encontró a Ana cubriendo su boca con su mano cerrada y, en ella, un haz de su melena dispuesto a ser devorado.
—Júrame que nadie sabe lo nuestro. 
—Lo juro —respondió Carlos con presteza, alargando su mano que no alcanzó la pretendida pues ésta se batía en retirada para unirse a la otra, junto a la boca y el mechón.
Carlos se quedó contemplando a su temblorosa virgen que parecía dudar entre abalanzarse sobre él o salir corriendo y perderse entre los pinos. Y ya se planteaba iniciar alabanzas y menciones sobre la dulce seguridad de sus abrazos cuando ella le interrumpió el arranque.
—Te creo. Ahora gírate, necesito retirarme esta ropa.
Carlos obedeció mientras su sonrisa se estiraba como sus ojos se agrandaban hacia el retrovisor.
La nochebuena del año siguiente, Ana, aunque podía haber elegido librar decidió repetir. El recuerdo imborrable de su primera vez se identificaba con la fecha y casi alcanzaba el éxtasis con solo rememorarlo. Por esa razón organizó de nuevo el encuentro y reprodujo los mismo pasos que en aquella ocasión. Cancela, abrigo, gorro, manoplas y paseo en coche hasta el pinar ocupando el asiento trasero. La excepción: él. Los nervios, la pasión habían desaparecido y sintió cierto vacío cuando su cuerpo dejó de moverse.
Salvo un año, a causa de unas fuertes nevadas, los siguientes recreó la escena en tan señalado día pero nunca encontró el placer como con el que Carlos la arrebató la primera vez.
La concesionaria quebró en el 2007 y la empresa que la absorbió decidió despedir al personal más veterano. Ana asumió sin pestañear su situación de desempleada, pero aún se dejó caer unos días más por las oficinas para despedirse de los supervivientes y desear suerte al reemplazo. Tras veinte años trabajando en el mismo puesto, sustraerse no resultaba sencillo y se comparaba con esos presos acostumbrados a las distancias de su patio y que, una vez recuperada la libertad, se sienten incapaces de alargar su recorrido aún en medio de una pista de aterrizaje.
La nochebuena de ese mismo año y por primera vez en los últimos veinte, un joven licenciado ocupaba la cabina del peaje de la autopista del norte. Armado con una Nintendo y un móvil con auriculares se enfrentaba a la noche más tranquila del año, aunque la franja horaria más tediosa, esa en la que ni un alma circula al volante, se había estrechado a menos de tres horas. Las comprendidas entre las 02:30 y las 05:30. La pasión cristiana por la celebración y las tradiciones por una velada en familia habían muerto con los patriarcas, y el día de Navidad suponía una jornada libre más salvo por esa particular predisposición a la cordialidad que se respira en los encuentros.
A las horas más brujas, unos Jóvenes, encerrados en el infernal volumen de su música, dirigiendo sus faros a las discotecas de la provincia, apoquinaron el peaje, pero a eso de las tres treinta de la mañana una cuarentona conduciendo un vetusto utilitario se detuvo en el arcén que lindaba con el ramal de la cabina y se empleó a fondo con el claxon y las ráfagas de sus faros. El joven licenciado dudó antes de decidirse a abandonar su puesto. Con el poco abrigo que otorga el chaleco reflectante que colgaba de su respaldo se dirigió al trote hacia el vehículo. Allí reconoció a Ana quien, ante el pasmo del joven, decidió presentarse como antigua empleada antes de explicar su anómalo comportamiento: una indigestión le llevó a la nausea y poco después al mareo, razón por la que se despidió de sus amigos y tomó la autopista, pero al poco de iniciar el trayecto se sintió peor y a duras penas había conseguido llegar hasta allí.
—¿En qué puedo ayudarla? —preguntó el joven nada convencido del relato que acaba de oír.
Ella guardó silencio a cuenta del mágico ofrecimiento de aquellas precisas palabras.
—Sí, claro que puedes ayudarme —dijo tanteándose la largura de su media melena—. Sin ninguna duda eres la única persona que puede ayudarme.
Poco antes del amanecer Ana se pegaba una ducha y tras una taza de café decidió vestirse con las mismas ropas de la noche anterior y esperar sentada en su sofá. Estimó que antes de que expirara el día vendrían a recogerla.
A unos treinta kilómetros de su casa, en la cabina del peaje de la autopista norte, una chica, relevo del joven licenciado, se veía separada de su puesto de trabajo por una caravana de coches cuyos conductores esperaban con cierto enfado a que alguien de la contrata les franqueara el paso. Tras soportar los abucheos y unos cuantos insultos a cuenta de su uniforme, la joven abrió la barrera mientras trataba de encontrar por teléfono a alguno de sus jefes y comunicar la desaparición de su compañero.
Los inspectores de la Brigada de homicidios llevaban dos décadas sin celebrar la nochebuena. Diecinueve jóvenes de la región se habían esfumado en esa fecha tan señalada y la única coincidencia entre ellos es que la noche de su desaparición se habían citado con alguien de quien no habían dado referencia a sus allegados. Pero con la vigésima chincheta que taladraba el mapa de la brigada surgió la excepción. Cuando enviaron los perros al peaje donde fue visto por última vez, la ansiedad husmeadora de los canes les llevó a la zona vallada que separaba la instalación de otros bosques y de otros acantilados. Tras un leve titubeo en sus hocicos terminaron ladrando al mar que a medio centenar de metros de su inquietud rompía contra las rocas.


miércoles, 12 de marzo de 2014

El Marqués de Cazorla


         Soy un aguador de chaflán, advierto golpeando un canalón cuando algún desconocido entra en nuestro territorio. Se gana una mierda pues nunca tocas mercancía, pero en las redadas te evita visitar los calabozos y tu paisaje esposado se reduce a la chapa interior del furgón y al banco de la comisaría, donde, apurado el relevo, te los retiran de mala gana. Te largan con una cita para dos días después en el juzgado y a lo sumo te obliga el juez a acudir a unas charlas o a un seguimiento psicológico.
Además de ser un ayudante leal cumplo con mi horario, razones por las que han descartado ascenderme, dicen que no encontrarían sustituto mejor, alabanza que desprecio pero que al mismo tiempo agradezco pues no tengo mayores pretensiones en el negocio. Me gusta trabajar solo, sin chácharas a mi lado, en silencio, y así poder divagar con uno de mis hemisferios mientras el otro dedica toda su atención al entorno que vigilo.
Mi puesto se encuentra junto a un portal sin bisagras de un bloque en ruinas de San Cosme, uno de los más de media docena que concentra la zona, antaño, pasto de ocupas y grafiteros, ahora reconvertido en fortaleza de narcos, distante a unos doscientos metros de la bulliciosa avenida principal.
En mi esquina, un corro de desperdicios acostumbra a arremolinarse a mis pies a causa de las disposición de las callejuelas. El viento lo selecciona de las basuras que espolvoreo por las calles adyacentes. Botellas, cáscaras y cartones me sirven de chivatos cuando alguien se acerca, cuando en las horas de plantón me entretengo a observar el ascenso de las volutas de mis cigarrillos, cuyas colillas, en la última calada, antes de caer, ya han dado lumbre al siguiente.
Es mi única adicción y sé que a largo plazo acabará conmigo. Nada que ver con la visión cortoplacista de los clientes que acuden como zombis al interior del portal que custodio. Algunos me saludan por la fragilidad del momento. Disponen del dinero pero sin las suficientes fuerzas para pelear su custodia. Un triste sopapo y el mundo instantáneo en el que sobreviven se torna imposible si no obtienen de inmediato el paraíso que se inyectan y ya olisquean. Edén que se diluyó en las primeras dosis para convertirse en una ancla sujeta al cuello que apenas les permite asomar la nariz por la superficie de un mar de galernas donde la calma aparece cuando la heroína les desmaya y les aleja de la realidad.
La semana pasada cumplí un año como aguador. En ese tiempo he visto la transformación de los enganchados y cómo su mirada pasaba del desprecio hacia mi figura a la súplica por unas monedas con las que negociar su dosis. Son muchos los que se desmejoran en pocos meses pero el Dandi, así decidí llamarlo, me impactó por la precisión con la que su rostro fue marcando su declive en el breve espacio de tiempo de dos semanas.
Conviene advertir que mi oído es excelente, razón por la que fui elegido para mi recóndita responsabilidad. Distingo con facilidad cada vehículo que estaciona en las inmediaciones sólo por el ronroneo de su motor, el temblor de su escape o el chirrido de sus puertas. La rutina de las mañanas laborales trae a mis tímpanos la furgoneta de la floristería, el autobús en su parada, las madres colocando a sus chavales en el coche y sus tercos lloros al ver sujeta su vitalidad por un arnés opresor; las puertas de los garajes, persianas de las tiendas y sirenas de las obras cercanas. En definitiva, toda esa sinfonía particular que un urbanita acostumbrado a su barrio asimila sorda como un campesino al trinar con el que se despierta cada mañana.  
El Dandi conducía un Porsche 911 turbo del 99 que estacionaba en la avenida. Su bolsillo guardó las llaves la primera semana de visitas. En la siguiente, durante tres días, llegó en taxi. A partir de entonces vino andando, y del traje italiano que vistió al inicio, ese ceñido que indicaba su asistencia al gimnasio, pasó en menos de veinte d,isimulabao.n el negocio. Me gusl Marqu noche nuncahorasero el blanco y negroha sido y convencer que detrdo.n el negocio. Me gusías al chándal holgado que disimulaba su extrema delgadez.
Siempre me mantuve alejado de las historias de aquellos peregrinos. Todas se salpicaban de excusas y fatalidades, y parecían discursos calcados, como si las asumieran propias, y mejores a las vividas; confesiones declaradas en las terapias de grupos conspiradas en las trastiendas de las parroquias. Sin embargo, con el Dandi, mi curiosidad por su persona se vio acrecentada gracias a las corrientes de aire.
La casualidad quiso que una hoja suelta de periódico envolviera una de mis botas. La quietud, gran aliada del frío que anida en el suelo, me obliga a calzarlas. Al tratar de desprenderme de ella con una fuerte sacudida, que tuve que repetir, reparé en el arrugado retrato de un rostro conocido bajo el titular de un requerimiento.
El Dandi, con aspecto saludable y una pajarita ajustando su cuello, escoltado por dos jóvenes vestidas como la nobleza acostumbra en las recepciones oficiales, miraba a la cámara con una sonrisa ya imposible con los dientes que le restaban. Mi apodo no iba muy desencaminado una vez confirmada su identidad: Marqués de Cazorla, nada menos. Según rezaba la noticia le daban por desaparecido desde hacía dos meses y sus familiares ofrecían una atractiva recompensa por su paradero.
Inútil cebo para mis pretensiones en la vida, pensé, mientras en la misma hoja, junto a la noticia, los reclamos publicitarios ofertaban delicias, viajes y electrónica a precios de ganga. Me entretuve en sumar los chollos con el fin de restarlos al montante del premio y así pasar un rato entré cálculos. Imaginé aquellos objetos en su embalaje original poblando el escaso suelo de mi pensión y, sobre mi cama, junto a un grueso fajo de euros, los billetes de una aerolínea con destino a la sombra de una palmera.
Cobrar la recompensa me complacería ¿Cuánto? ¿cuatro meses? ¿Y luego? Luego habría perdido la confianza de mis jefes. Se acabarían los chaflanes, las esquinas, tendría que empezar de nuevo con otra gente, rivales, no me aceptarían o me pondrían a prueba con sangre de mis compañeros, me convertiría en un paria para ambos, y, un día, cualquier día, en abono para gusanos.
Escupí la idea y con ella voló mi pitillo. Premié con nuevas arrugas la noticia y dejé que se uniera al corro de la esquina al tiempo que un nuevo cigarrillo prendía en la sobaquera del interior de mi abrigo.
En la primera calada, una botella de ginebra, convenientemente dispuesta como falso adoquín, me advirtió de la cadencia irregular de un cliente habitual. Si el diablo creó el fuego que recorre las venas de estos tipos también puso en la lista de las tentaciones al Marqués de Cazorla quien, en ese momento, doblaba la esquina arrastrando los bajos de su chándal ennegrecido y se dirigía hacia mí demacrado como un difunto.
Me aparté de su paso y él prosiguió su penoso camino como siempre, cabizbajo y en silencio, dejando al aire sus pronunciadas cervicales y la peste del abandono en el ambiente.
La noticia acerca de su abolengo me llevó a elucubrar sobre sus modales. A diferencia del resto de yonquis, que se picaban en los bajos y en la trasera del edificio con la urgencia de una primeriza demandando la epidural, el Dandi, quizá por vergüenza o por tranquilidad, acudía a la ruina de enfrente donde, salvo por alguna que otra rata, poca compañía podía esperar. Lo cierto es que me asombraba que un personaje con sus posibles no sólo frecuentara esta vida de perdedores sino que parecía querer batir un récord en extinguirse.
Por delante de mi vigilancia habían pasado ejércitos de adictos y casi por su aspecto podría aventurarme en apostar el tiempo que llevaban consumiendo, y el que les restaba antes de que su agonía dejara paso al adiós definitivo. Sin embargo, lo del Marqués parecía un castigo, como si se culpara de un sufrimiento causado y buscara el mismo final irremediable infligiéndose el mayor de los daños y la más fuerte de las desesperaciones. ¿Una hija o un hijo, una hermana, tal vez? ¿Alguien de la foto? Me había convencido de que se achacaba un descuido o una negligencia con un ser querido malogrado.
Me alejé del canalón. Todo un acontecimiento en mi intachable trayectoria como centinela, pero recuperé la bola de papel y la extendí ante mis ojos con el fin de identificar a las acompañantes del Dandi, por si alguna de ellas mercadeó con su salud por mis dominios. Obviamente, tendría que dar rienda suelta a mi imaginación y despojarlas de sus recogidos, tiaras, palabras de honor, colgantes, tacones, pendientes y, sobre todo, de esa sonrisa perfecta que estiraban a pesar de las arrugas que la fotografía soportaba.
Para inspirarme pensé en la caracterización de la Terón en su papel de prostituta, asesina múltiple para más señas. Todo un arte el maquillaje del cine y un reto conseguido convertir a un bellezón como la sudafricana en un ser vomitivo. Acabaron por premiar a Charlize con un Óscar por parecer lo contrario de lo que siempre ha sido. Pero a pesar del ejercicio de dispersión, y pasar un buen rato restando atributos a aquellas damas que acompañaban al Dandi, concluí que nunca frecuentaron los suburbios por donde me movía.
En esa recapitulación me encontraba cuando el ilustre Marqués surgió a mi espalda con la intención de perderse entre sus habituales escombros. Mi mirada se depositó en el brazo escuálido que ya arremangaba. ¿Para qué tanto esfuerzo, tanto sufrimiento? Todo podía acabar allí mismo, tenía vía libre hasta la azotea, tan sencillo como salvar unos cuantos ladrillos sueltos. Un paso más del necesario y ocho pisos le separaban del fin de su martirio. ¿A quién se lo debía? ¿Por qué, por quién se castigaba?
Al día siguiente regresó y me costó creer que una persona pudiera desmejorar tanto en 24 horas. Ni un naufrago un lustro soñando con su rescate acumularía el dolor de la desolación que aquel rostro marcaba. Pena, una enorme pena se adivinaba en sus facciones que parecían derramarse en grumos como las secas lágrimas que engordan los candentes y gruesos cirios al final de su servicio.
—Te conozco —dije interponiéndome en su camino.
No hubo quejas, ni siquiera una respiración forzada, tan solo frente a mí un tipejo de hombros angulosos que, impertérrito, como colgado de una percha, asumía imposible sortear mi presencia sin empujarme.
—Sé quién eres —insistí.
—Después, déjame antes que me mate otro poco —respondió, mirándome con los ojos de quien agota su salud con un infinito llanto interior.
Confieso que no había planeado pararle, fue un pronto, yo era el primer sorprendido de mi arrojo y fruto de mi improvisación mi discurso posterior no existía, se basaba en revelarle su identidad y esperar una especie de rendición, un sobresalto, algo diferente, respuestas. Pero a la vista de su impasible determinación por alcanzar su propósito de envenenarse de nuevo resultó toda una soberana estupidez mi reflexión. Me sentía tan ridículo que me aparté. Tan molesto como abochornado mis puños emblanquecieron apretándose en los bolsillos y me quedé mirando a su enclenque silueta perderse por el vestíbulo de nuestro ruinoso cuartel.
No tardó en salir con la misma prudencia de siempre y con idéntico destino al de costumbre, como si mi asalto anterior hubiera acontecido en nuestra remota infancia y formara parte del olvido. Y ya se arremangaba el brazo cuando mi voz le detuvo. Quizá fuera por llamarle Marqués o tal vez porque comprendía que no le dejaría en paz, o puede que asumiera la posibilidad de perder la dosis que ya saboreaba. Lo cierto es que me miró y me invitó con un gesto a acompañarle.
Ningún régimen disciplinario me obligaba a permanecer a menos de un palmo del canalón que, bien golpeado, llevaba su retumbe hasta la penúltima planta donde, según fui sumando por los retales de conversaciones distintas entre compañeros de paga, se cocinaba buena parte del veneno de la región. No obstante, alejarme una veintena de metros y penetrar en un rincón donde una moqueta de jeringuillas iba a ser la testigo de una conversación con un desdentado Marqués suponía un riesgo que mi curiosidad peleaba por asumir.
Abrir la boca mejora la audición y ese gesto fue el último que obré para confirmar la tranquilidad en la zona antes de iniciar la persecución de mi noble yonqui, quien ya ganaba la entrada arrastrando su ansiedad entre esquirlas de cerámica.
Le había perdido de vista pero sus pasos, a pesar del estruendo de mis propias pisadas quebrando el ripio, indicaban su posición a dos tabiques de distancia, cerca de un cuarto sin ventanas que engullía la penumbra. Para cuando llegué al umbral de aquella habitación, con los brazos extendidos en prevención hacia el inminente tropiezo, una luz artificial me sorprendió. Gané la claridad y descubrí, próximo a una lámpara de gas sobre una mesa plegable, sentado en una silla de campamento, a mi Marqués de Cazorla.
Ajeno a mi presencia, el Dandi me daba la espalda y se volcaba en abrir un estuche, apoyar un espejo entre la pared y la mesa para deleitarse en contemplar su rostro.
—No tardaré —dijo sin mirarme, mientras desplegaba un manta de utensilios sujetos por fundas de costura.
Reguló la intensidad de la luz y el fulgor me permitió reparar en un maletín abierto a sus pies. De él sacó otra lámpara, que posicionó en el otro extremo del tablero, y las sombras de su cara desaparecieron. Ignoro qué producto se aplicó en el rostro pero en un pispas manchas, heridas, bultos y distorsiones desaparecieron con el algodón mostrando parte de su verdadera faz. La falsa dentadura le siguió después, la cual guardó en una cajita. Acto seguido se desprendió de las lentillas.  Fue entonces cuando se giró y me miró con el rostro nuevamente sombreado mientras con una toalla se retiraba restos de piel del cuello. Intuí que su verdadera melena se asfixiaba bajo un postizo de ajados trasquilones que renunció a retirarse pues mi cara ya mostraba el efecto esperado.
Paralizado por la sorpresa, mayor fue ésta cuando la luz se desvaneció de súbito y me vi cegado por la oscuridad.  Para cuando quise reaccionar y alumbrarme con mi mechero nada quedaba de aquel actor salvó las huellas en el polvo de una caracterización formidable.
Dirigí mi oído buscando de nuevo sus pasos y distinguí en la lejanía los de unas ruedas, las ruedas de un vehículo pesado y el ruido de sus puertas abiertas, de unas botas de élite, de mis pasos hacia ellas, de mis rodillas doblarse, de unos grilletes en mis muñecas.
Entraron hasta la cocina sin ser advertidos. Sorprendieron a mis jefes junto a los cocineros. A unos contando billetes, a los otros con las probetas. No les dieron tiempo ni a acercarse a la incineradora. El purgatorio del crimen. Supe de su existencia en los calabozos. También me enteré de que mi puesto era la fisura de nuestra fortaleza, eso, y que la avaricia de vender al por menor en el mismo lugar donde se fabrica al por mayor representaba una baliza colocada en los mismos huevos del comisario.
Puesto en libertad pero imputado, visité a mi abogado de oficio quien me facilitó una copia de las diligencias. Busqué los métodos, algo de la investigación pero nada constaba en ellas, sólo ligeros detalles de algunas vigilancias. Quería conocer cómo urdieron el plan para alejarme de mi puesto, pero la cansina redacción de gerundios se reducía a incriminar. En ningún lugar figuraba mención alguna al empleo de infiltrados.
El juicio se celebró al cabo de un año y medio, y aunque salí condenado con la pena más leve de las anunciadas, mis anteriores delitos pesaron y me llevaron a prisión por reincidente. El castigo: dos años en una penitenciaria. No dejaba de ser una mala noticia por aquello de los horarios, las estrecheces, la compañía y el insípido rancho, pero en cuanto al ahorro por alojamiento y manutención, y el subsidio por desempleo, a cobrar una vez en la calle, el panorama se presentaba alentador si conseguía mantener el divorcio de mis dos hemisferios.
Me inscribí en la biblioteca con ese fin. El último libro que había leído y por obligación, veinticinco años atrás y en la autoescuela, nada tenía que ver con los volúmenes colocados en cuatro alturas distribuidos en las numerosas estanterías repartidas por la estancia como piezas de dominó en equilibrio.
Dejé que mi mano guiada como una güija seleccionara mi primer libro. Escogió un tomo de bonita encuadernación y en ese detalle quedó todo mi ánimo. Agobiado por ver tanta letra junta sin una señal de tráfico que la animara, lo retorné a su hueco y paseé como en un laberinto hasta que mi vista acabó recayendo en un rincón donde se amontonaban revistas. Manoseadas como las de una consulta elegí una al azar sin ninguna prisa pues, visto el montón, no habría transcurrido una décima parte de mi condena y ya tendría que volver a hojear la primera.
Deberían prohibir en las prisiones las revistas del corazón por muy viejas que sean. Nada más incitador para una recaída que distraerse en esos reportajes idílicos donde una familia de memos presume de su suerte por haber nacido entre algodones, con el agravante de que en la entrevista aducen sufrir mucho para mantener las empresas que heredaron y para las que se han preparado en las más exigentes universidades del mundo.
Cuando pasé la hoja me plantee charlar durante la comida con el Rufo, un célebre secuestrador que trincaron por enamorarse de su última víctima. Al no creer en las relaciones, ni siquiera en las pasajeras, pensé que esa virtud, para muchos defecto, podría ser una señal y lo mío quizá fueran los raptos. No tardé en olvidarme de mi nuevo proyecto criminal cuando advertí la siguiente fotografía.
El pájaro vestía un esmoquin y las damas, a su vera, una a cada lado, repetían pose, peinado, sonrisa, tiaras, vestidos y tacones. El fondo era el mismo, solo cambiaba la cara del tipo, un canoso cincuentón de cejas pobladas y esbeltez envidiable. El pie de la foto resaltaba a un aristócrata alemán presumiendo de hijas y de dote. Nada del Marqués de Cazorla por ninguna parte.
Durante la comida pasé del Rufo y preferí molestar, bajo la promesa de un cartón de rubio, precio que me suponía reducir mi consumo durante dos semanas a la mitad, a Nicolás, un hacker o como quiera que se diga a estos personajes obsesionados con entremeterse en los ordenadores de los demás. El contrato tabaquero le obligaba a acompañarme a la biblioteca a la mañana siguiente y escuchar mis tribulaciones con el Marqués.
Tardó una semana en pasarme una hoja doblada en ocho pliegues donde nada pude leer salvo la frase: date con un canto. Supuse que mi esfuerzo al reducir mi dosis de tabaco durante ese tiempo me había cambiado el carácter y tras flirtear con la posibilidad de ejercer como secuestrador mis venas me pedían ahora dar rienda suelta a mi oscura alma de sicario asesino de hackers. Tuve que respirar muy hondo en el almuerzo y no levantar la vista del plato para evitar cruzarme con la de Nicolás. Tarea imposible dado que se sentó a mi lado e inició una conversación que logró que el mango de mi tenedor dejara de hundirse en la carne de mi mano.
Esa noche, a la luz de una linterna y desoyendo las protestas de mi compañero de litera, apunté el foco al trasluz del folio y recorrí los pliegues donde, de entre sus grises y minúsculas hilachas habían escrito las respuestas a mi curiosidad.
El marquesado de Cazorla no existía, ni tampoco nadie trabajó en mi detención simulando su identidad como policía para distraerme. Vigilaban mi puesto a distancia desde hacía meses y mi descuido no les pilló desprevenidos. La foto, al parecer, fue modificada con un programa de tratamiento de imágenes pues la auténtica retrataba a la familia de un alemán de Baviera. Ningún periódico publicó la ficticia, esa que el viento arrastró a mis pies y quiso enredarse en mis botas. Detalle tan vital en el conjunto del cebo que su casualidad me resultaba imposible de digerir.
Cumplí mi condena con matrícula de honor y tras cinco transbordos de autobús detuve mis pies en el punto exacto donde, antaño, mi canalón iniciaba su ascenso. Mi temor de que aquella zona fuera de nuevo urbanizada se vio cumplido y ahora un parque se extendía con un par de hileras de jóvenes acacias que convergían en una fuente central. Más o menos donde el Marqués de Cazorla había instalado su camerino.
Ensimismado con la recreación de aquel momento de mascarada un joven me sorprendió entregándome una cuartilla con publicidad y con la misma celeridad con la que había surgido se dirigió a una pareja que ocupaba un banco de reluciente factura.
El viento seguía soplando en aquel barrio a pesar de que su levedad era manifiesta comparado con el que, acentuada su fuerza por la estrechez de las callejuelas, durante un año entero despeinó mi flequillo. Sin ningún sitio a donde ir, con la misma obsesión vigente, la que durante mi encierro soñé con aclarar, busqué un café que ahuyentara mi decepción.
El joven repartidor, ya distante, presuroso por desprenderse de los tacos de cuartillas que su mochila almacenaba, aceleraba su paso y las entregaba a todo viandante con el que se cruzaba. Tal era su prisa que en el manejo del siguiente taco la goma que lo sujetaba se escurrió y el viento diseminó su contenido poblando la senda de publicidad como si fuera confeti.
Una de aquellas cuartillas tropezó en mis pies, levanté mi suela y prosiguió su incierto final. Me fijé en cómo, al igual que sus compañeras de imprenta, el azar las desperdigaba según los caprichos de la brisa. Entonces lo entendí, nunca hubo un periódico y ni una hoja suelta que se enredara en mis botas. El jodido Marqués dispersó su patraña con tantas copias que, finalmente, una captó mi atención. Pobló mi callejón de una única noticia, conocía mi desprecio por la fortuna pero sí mi debilidad: mi curiosidad por lo extraño.
Mi reinserción social me obliga a una visita mensual al despacho de un psicólogo forense. La sala de espera se puebla de buscavidas consagrados, de delincuentes avergonzados que con una vestimenta pulcra pretenden dárselas de ajenos al gremio, de víctimas del tráfico rodado y de estafadores de pólizas con un discurso tan asumido que el dolor les invade más allá del cubierto. En mis condenas anteriores estas consultas fueron el único requisito impuesto por el juez y aunque las caras de los reunidos iban cambiando todos teníamos el mismo rostro culpable.
Para cuando dieron las doce la transpiración de los congregados condensaba el único ventanal de la sala y aún cargaba de mayor incomodidad la espera. Puede que formara parte de la formación en algún capítulo escueto del temario de todo funcionario de carrera el hacerse de rogar. Lo cierto es que demasiadas citas coincidían a la misma hora, y a una media de diez minutos mínimo por citado las tripas iban a condicionar el estado de ánimo en el interrogatorio habitual del galeno cuando a éste le diera la gana de llegar. La perspectiva me llevó a abrir la ventana buscando un aire que refrescara mi agobio. La brisa golpeó mi cara y me recordó mis mañanas de aguador. Cerré los ojos y me dejé llevar al chaflán, al canalón, al jazz de los desperdicios correteando por las callejuelas en cada arrebato del viento, al rugido del tráfico de la avenida principal y a, entresacar de él, un motor bóxer del 99 con el chirrido preciso al cierre de su puerta, tan preciso que mis ojos se abrieron para descubrirlo estacionado en el aparcamiento de los juzgados y a su conductor mirando la hora con prisa. Llegaba tarde.