La nochebuena
de 1987, Ana Lago, como premio a su condición de novata, cubría el turno en su
garita del peaje de la autopista del norte. Una lengua de asfalto entre bosques
y acantilados que acortaba los trayectos a causa de unas carreteras comarcales
casi siempre afectadas por un mar embravecido y que se volvían imposibles
cuando el temporal arreciaba. Una radio, una bolsa de peladillas y un cuaderno
de crucigramas prometían doblegar el aburrimiento en el servicio más tranquilo
del año. Delgada como toda veinteañera sujeta a las dietas tiranas que las
revistas de moda estampan en su hojas finales, tenía la fea costumbre de
mordisquearse la puntas de su cabello cuando los nervios la traicionaban y
nadie la observaba. Esa noche, en la soledad de su cabina, rumió un mechón tras
otro pues había quedado con Carlos, el chico perfecto para estrenarse, el
bombero elegido para extinguir sus llamas.
En la velada
más importante de la navidad, las luces de las ciudades se multiplican
anunciando vigilias apuntaladas por el canto de los villancicos. Las gentes se
recogen temprano para preparar una cena tan ansiada como indigesta por su
abundancia, y con esa pesadez terminan desplomándose en el sofá que los reúne dispuestos a vencer el sueño al son de panderetas.
Carlos esperó no más de diez
minutos pasadas las doce a que su abuelo cerrara los ojos. Patriarca
aglutinador de tradiciones, el viejo exigía los modales en la mesa y el
cumplimiento de ciertos rezos al brindar por los ausentes. Luego, su sillón
favorito le esperaba y desde él fruncía el ceño, feliz de ver a sus nietos
tropezarse borrachos de cansancio. En cuanto dio el primer cabezazo, Carlos
acudió al baño a peinar los mechones objeto de juego de sus sobrinos. Para
cuando el agua ya había domado los remolinos el abuelo dormitaba entre el
follón. Se despidió de hermanas y cuñados, lanzó un beso al aire, que los niños
replicaron con el mismo gesto, y se largó con las llaves del utilitario girando
en su índice. Todos, a excepción del abuelo, sospechaban que una chica era el
motivo del estreno de sus camisas y del brillo de sus zapatos, pero nadie había
conseguido arrancar una palabra al enamorado sobre la identidad de la joven. La
discreción fue la premisa que ella le exigió cuando comenzaron a intimar,
aunque él hubiera gritado su nombre a los cuatro vientos tras la primera cita.
Ana supo de su hechizo cuando
sorprendió a Carlos mirando el tirante de su lencería que un botón traicionero
dejó entrever. Pudo ser un usuario más, impaciente por el cambio y la luz verde
que retira la barrera, uno de los muchos y habituales que franquean casi a la
misma hora el peaje de la autopista y que la observan mientras ella procede con
los recibos, las tarjetas o las monedas. Pero el rubor de Carlos fue de los que
delatan; debilidad confirmada si, además, el vehículo se cala y la
precipitación acciona limpiaparabrisas y el cambio se pierde entre las ruedas.
Ella supo que coincidirían de nuevo en el turno de mañana y cuando lo descubrió
en la cola garabateó en una nota sus condiciones de reserva, la hora de
finalización de su jornada y un lugar recóndito donde encontrarse. Cuando llegó
su turno se la adjuntó al recibo.
Los dos besos que él consiguió
robarla en el tercer encuentro fueron furtivos y logrados porque ella simuló
sorprenderse mirando la hora de irse. Encuentros fugaces con motores arrancados
en lugares alejados de la curiosidad. Carlos asumió que con paciencia lograría su
paseo del brazo o una tarde de palomitas y cine, y que, con mucha suerte, una
de sus manos, o las dos, algún día, terminaría con la tensión del tirante de su
sonrojo.
Ana lo tenía
todo previsto en su propósito por estrenarse y a pesar de que el escenario no
parecía el ideal por ella soñado, la excepción nocturna de ese día del año le
permitiría abandonar durante unas horas la estrecha cabina y ganar las sombras
donde un asiento trasero la esperaba.
Él llegó a la
hora convenida, estacionó junto a la verja que acotaba las oficinas del peaje y
apagó el motor. Al instante la cancela se abrió y, Ana, envuelta en un abrigo
ártico, gorro y manoplas, surgió tras ella, exigió que la franqueara, la cerró
y se montó detrás con la prisa de los ateridos. Antes de que Carlos soltará la
objeción propia de quien encuentra distancia cuando soñó con roce ella le
indicó un camino paralelo a la autopista.
—Hay cámaras en el recinto —dijo
al retrovisor mientras Carlos iniciaba la maniobra.
A doscientos metros un pinar y el
rumor de la olas los recibió para ahogar el chirrido de los frenos y el
gorgoteo final del motor al apagarse. El silencio se apoderó del habitáculo y
la vista se fue acostumbrando a la nueva oscuridad. Bandeja, respaldos, volante
y salpicadero comenzaron a descubrir sus perfiles por el tenue brillo de un
cielo raso de invierno que las abiertas acículas filtraban. Carlos se giró sobre su asiento y se encontró
a Ana cubriendo su boca con su mano cerrada y, en ella, un haz de su melena
dispuesto a ser devorado.
—Júrame que nadie sabe lo nuestro.
—Lo juro —respondió Carlos con presteza, alargando su mano que no alcanzó la pretendida pues ésta se batía en retirada
para unirse a la otra, junto a la boca y el mechón.
Carlos se quedó contemplando a su
temblorosa virgen que parecía dudar entre abalanzarse sobre él o salir
corriendo y perderse entre los pinos. Y ya se planteaba iniciar alabanzas y
menciones sobre la dulce seguridad de sus abrazos cuando ella le interrumpió el
arranque.
—Te creo. Ahora gírate, necesito
retirarme esta ropa.
Carlos obedeció mientras su
sonrisa se estiraba como sus ojos se agrandaban hacia el retrovisor.
La nochebuena del año siguiente,
Ana, aunque podía haber elegido librar decidió repetir. El recuerdo imborrable
de su primera vez se identificaba con la fecha y casi alcanzaba el éxtasis con
solo rememorarlo. Por esa razón organizó de nuevo el encuentro y reprodujo los
mismo pasos que en aquella ocasión. Cancela, abrigo, gorro, manoplas y paseo en
coche hasta el pinar ocupando el asiento trasero. La excepción: él. Los nervios,
la pasión habían desaparecido y sintió cierto vacío cuando su cuerpo dejó de
moverse.
Salvo un año, a causa de unas
fuertes nevadas, los siguientes recreó la escena en tan señalado día pero nunca
encontró el placer como con el que Carlos la arrebató la primera vez.
La concesionaria quebró en el
2007 y la empresa que la absorbió decidió despedir al personal más veterano. Ana
asumió sin pestañear su situación de desempleada, pero aún se dejó caer unos
días más por las oficinas para despedirse de los supervivientes y desear suerte
al reemplazo. Tras veinte años trabajando en el mismo puesto, sustraerse no
resultaba sencillo y se comparaba con esos presos acostumbrados a las
distancias de su patio y que, una vez recuperada la libertad, se sienten
incapaces de alargar su recorrido aún en medio de una pista de aterrizaje.
La nochebuena de ese mismo año y
por primera vez en los últimos veinte, un joven licenciado ocupaba la cabina
del peaje de la autopista del norte. Armado con una Nintendo y un móvil con
auriculares se enfrentaba a la noche más tranquila del año, aunque la franja
horaria más tediosa, esa en la que ni un alma circula al volante, se había
estrechado a menos de tres horas. Las comprendidas entre las 02:30 y las 05:30.
La pasión cristiana por la celebración y las tradiciones por una velada en
familia habían muerto con los patriarcas, y el día de Navidad suponía una
jornada libre más salvo por esa particular predisposición a la cordialidad que
se respira en los encuentros.
A las horas más brujas, unos
Jóvenes, encerrados en el infernal volumen de su música, dirigiendo sus faros a
las discotecas de la provincia, apoquinaron el peaje, pero a eso de las tres
treinta de la mañana una cuarentona conduciendo un vetusto utilitario se detuvo
en el arcén que lindaba con el ramal de la cabina y se empleó a fondo con el
claxon y las ráfagas de sus faros. El joven licenciado dudó antes de decidirse
a abandonar su puesto. Con el poco abrigo que otorga el chaleco reflectante que
colgaba de su respaldo se dirigió al trote hacia el vehículo. Allí reconoció a
Ana quien, ante el pasmo del joven, decidió presentarse como antigua empleada
antes de explicar su anómalo comportamiento: una indigestión le llevó a la
nausea y poco después al mareo, razón por la que se despidió de sus amigos y
tomó la autopista, pero al poco de iniciar el trayecto se sintió peor y a duras
penas había conseguido llegar hasta allí.
—¿En qué puedo ayudarla?
—preguntó el joven nada convencido del relato que acaba de oír.
Ella guardó silencio a cuenta del
mágico ofrecimiento de aquellas precisas palabras.
—Sí, claro que puedes ayudarme
—dijo tanteándose la largura de su media melena—. Sin ninguna duda eres la
única persona que puede ayudarme.
Poco antes del amanecer Ana se
pegaba una ducha y tras una taza de café decidió vestirse con las mismas ropas
de la noche anterior y esperar sentada en su sofá. Estimó que antes de que
expirara el día vendrían a recogerla.
A unos treinta kilómetros de su
casa, en la cabina del peaje de la autopista norte, una chica, relevo del joven
licenciado, se veía separada de su puesto de trabajo por una caravana de coches
cuyos conductores esperaban con cierto enfado a que alguien de la contrata les
franqueara el paso. Tras soportar los abucheos y unos cuantos insultos a cuenta de
su uniforme, la joven abrió la barrera mientras trataba de encontrar por
teléfono a alguno de sus jefes y comunicar la desaparición de su compañero.
Los inspectores de la Brigada de
homicidios llevaban dos décadas sin celebrar la nochebuena. Diecinueve jóvenes
de la región se habían esfumado en esa fecha tan señalada y la única
coincidencia entre ellos es que la noche de su desaparición se habían citado
con alguien de quien no habían dado referencia a sus allegados. Pero con la
vigésima chincheta que taladraba el mapa de la brigada surgió la excepción.
Cuando enviaron los perros al peaje donde fue visto por última vez, la ansiedad husmeadora de los canes les llevó a la zona
vallada que separaba la instalación de otros bosques y de otros acantilados. Tras
un leve titubeo en sus hocicos terminaron ladrando al mar que a medio centenar
de metros de su inquietud rompía contra las rocas.
Bonito relato erotico-psico-killer. Voy por la AP-8 leyendo esto. Estaré atento al ticket.
ResponderEliminarGracias. La AP-8 es inmejorable en la comparación, sus tarifas apuñalan.
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