jueves, 20 de marzo de 2014

Las nochebuenas de Ana


         La nochebuena de 1987, Ana Lago, como premio a su condición de novata, cubría el turno en su garita del peaje de la autopista del norte. Una lengua de asfalto entre bosques y acantilados que acortaba los trayectos a causa de unas carreteras comarcales casi siempre afectadas por un mar embravecido y que se volvían imposibles cuando el temporal arreciaba. Una radio, una bolsa de peladillas y un cuaderno de crucigramas prometían doblegar el aburrimiento en el servicio más tranquilo del año. Delgada como toda veinteañera sujeta a las dietas tiranas que las revistas de moda estampan en su hojas finales, tenía la fea costumbre de mordisquearse la puntas de su cabello cuando los nervios la traicionaban y nadie la observaba. Esa noche, en la soledad de su cabina, rumió un mechón tras otro pues había quedado con Carlos, el chico perfecto para estrenarse, el bombero elegido para extinguir sus llamas.
         En la velada más importante de la navidad, las luces de las ciudades se multiplican anunciando vigilias apuntaladas por el canto de los villancicos. Las gentes se recogen temprano para preparar una cena tan ansiada como indigesta por su abundancia, y con esa pesadez terminan desplomándose en el sofá que los reúne dispuestos a vencer el sueño al son de panderetas.
Carlos esperó no más de diez minutos pasadas las doce a que su abuelo cerrara los ojos. Patriarca aglutinador de tradiciones, el viejo exigía los modales en la mesa y el cumplimiento de ciertos rezos al brindar por los ausentes. Luego, su sillón favorito le esperaba y desde él fruncía el ceño, feliz de ver a sus nietos tropezarse borrachos de cansancio. En cuanto dio el primer cabezazo, Carlos acudió al baño a peinar los mechones objeto de juego de sus sobrinos. Para cuando el agua ya había domado los remolinos el abuelo dormitaba entre el follón. Se despidió de hermanas y cuñados, lanzó un beso al aire, que los niños replicaron con el mismo gesto, y se largó con las llaves del utilitario girando en su índice. Todos, a excepción del abuelo, sospechaban que una chica era el motivo del estreno de sus camisas y del brillo de sus zapatos, pero nadie había conseguido arrancar una palabra al enamorado sobre la identidad de la joven. La discreción fue la premisa que ella le exigió cuando comenzaron a intimar, aunque él hubiera gritado su nombre a los cuatro vientos tras la primera cita.
Ana supo de su hechizo cuando sorprendió a Carlos mirando el tirante de su lencería que un botón traicionero dejó entrever. Pudo ser un usuario más, impaciente por el cambio y la luz verde que retira la barrera, uno de los muchos y habituales que franquean casi a la misma hora el peaje de la autopista y que la observan mientras ella procede con los recibos, las tarjetas o las monedas. Pero el rubor de Carlos fue de los que delatan; debilidad confirmada si, además, el vehículo se cala y la precipitación acciona limpiaparabrisas y el cambio se pierde entre las ruedas. Ella supo que coincidirían de nuevo en el turno de mañana y cuando lo descubrió en la cola garabateó en una nota sus condiciones de reserva, la hora de finalización de su jornada y un lugar recóndito donde encontrarse. Cuando llegó su turno se la adjuntó al recibo.
Los dos besos que él consiguió robarla en el tercer encuentro fueron furtivos y logrados porque ella simuló sorprenderse mirando la hora de irse. Encuentros fugaces con motores arrancados en lugares alejados de la curiosidad. Carlos asumió que con paciencia lograría su paseo del brazo o una tarde de palomitas y cine, y que, con mucha suerte, una de sus manos, o las dos, algún día, terminaría con la tensión del tirante de su sonrojo.
         Ana lo tenía todo previsto en su propósito por estrenarse y a pesar de que el escenario no parecía el ideal por ella soñado, la excepción nocturna de ese día del año le permitiría abandonar durante unas horas la estrecha cabina y ganar las sombras donde un asiento trasero la esperaba.
         Él llegó a la hora convenida, estacionó junto a la verja que acotaba las oficinas del peaje y apagó el motor. Al instante la cancela se abrió y, Ana, envuelta en un abrigo ártico, gorro y manoplas, surgió tras ella, exigió que la franqueara, la cerró y se montó detrás con la prisa de los ateridos. Antes de que Carlos soltará la objeción propia de quien encuentra distancia cuando soñó con roce ella le indicó un camino paralelo a la autopista.
—Hay cámaras en el recinto —dijo al retrovisor mientras Carlos iniciaba la maniobra.
A doscientos metros un pinar y el rumor de la olas los recibió para ahogar el chirrido de los frenos y el gorgoteo final del motor al apagarse. El silencio se apoderó del habitáculo y la vista se fue acostumbrando a la nueva oscuridad. Bandeja, respaldos, volante y salpicadero comenzaron a descubrir sus perfiles por el tenue brillo de un cielo raso de invierno que las abiertas acículas filtraban.  Carlos se giró sobre su asiento y se encontró a Ana cubriendo su boca con su mano cerrada y, en ella, un haz de su melena dispuesto a ser devorado.
—Júrame que nadie sabe lo nuestro. 
—Lo juro —respondió Carlos con presteza, alargando su mano que no alcanzó la pretendida pues ésta se batía en retirada para unirse a la otra, junto a la boca y el mechón.
Carlos se quedó contemplando a su temblorosa virgen que parecía dudar entre abalanzarse sobre él o salir corriendo y perderse entre los pinos. Y ya se planteaba iniciar alabanzas y menciones sobre la dulce seguridad de sus abrazos cuando ella le interrumpió el arranque.
—Te creo. Ahora gírate, necesito retirarme esta ropa.
Carlos obedeció mientras su sonrisa se estiraba como sus ojos se agrandaban hacia el retrovisor.
La nochebuena del año siguiente, Ana, aunque podía haber elegido librar decidió repetir. El recuerdo imborrable de su primera vez se identificaba con la fecha y casi alcanzaba el éxtasis con solo rememorarlo. Por esa razón organizó de nuevo el encuentro y reprodujo los mismo pasos que en aquella ocasión. Cancela, abrigo, gorro, manoplas y paseo en coche hasta el pinar ocupando el asiento trasero. La excepción: él. Los nervios, la pasión habían desaparecido y sintió cierto vacío cuando su cuerpo dejó de moverse.
Salvo un año, a causa de unas fuertes nevadas, los siguientes recreó la escena en tan señalado día pero nunca encontró el placer como con el que Carlos la arrebató la primera vez.
La concesionaria quebró en el 2007 y la empresa que la absorbió decidió despedir al personal más veterano. Ana asumió sin pestañear su situación de desempleada, pero aún se dejó caer unos días más por las oficinas para despedirse de los supervivientes y desear suerte al reemplazo. Tras veinte años trabajando en el mismo puesto, sustraerse no resultaba sencillo y se comparaba con esos presos acostumbrados a las distancias de su patio y que, una vez recuperada la libertad, se sienten incapaces de alargar su recorrido aún en medio de una pista de aterrizaje.
La nochebuena de ese mismo año y por primera vez en los últimos veinte, un joven licenciado ocupaba la cabina del peaje de la autopista del norte. Armado con una Nintendo y un móvil con auriculares se enfrentaba a la noche más tranquila del año, aunque la franja horaria más tediosa, esa en la que ni un alma circula al volante, se había estrechado a menos de tres horas. Las comprendidas entre las 02:30 y las 05:30. La pasión cristiana por la celebración y las tradiciones por una velada en familia habían muerto con los patriarcas, y el día de Navidad suponía una jornada libre más salvo por esa particular predisposición a la cordialidad que se respira en los encuentros.
A las horas más brujas, unos Jóvenes, encerrados en el infernal volumen de su música, dirigiendo sus faros a las discotecas de la provincia, apoquinaron el peaje, pero a eso de las tres treinta de la mañana una cuarentona conduciendo un vetusto utilitario se detuvo en el arcén que lindaba con el ramal de la cabina y se empleó a fondo con el claxon y las ráfagas de sus faros. El joven licenciado dudó antes de decidirse a abandonar su puesto. Con el poco abrigo que otorga el chaleco reflectante que colgaba de su respaldo se dirigió al trote hacia el vehículo. Allí reconoció a Ana quien, ante el pasmo del joven, decidió presentarse como antigua empleada antes de explicar su anómalo comportamiento: una indigestión le llevó a la nausea y poco después al mareo, razón por la que se despidió de sus amigos y tomó la autopista, pero al poco de iniciar el trayecto se sintió peor y a duras penas había conseguido llegar hasta allí.
—¿En qué puedo ayudarla? —preguntó el joven nada convencido del relato que acaba de oír.
Ella guardó silencio a cuenta del mágico ofrecimiento de aquellas precisas palabras.
—Sí, claro que puedes ayudarme —dijo tanteándose la largura de su media melena—. Sin ninguna duda eres la única persona que puede ayudarme.
Poco antes del amanecer Ana se pegaba una ducha y tras una taza de café decidió vestirse con las mismas ropas de la noche anterior y esperar sentada en su sofá. Estimó que antes de que expirara el día vendrían a recogerla.
A unos treinta kilómetros de su casa, en la cabina del peaje de la autopista norte, una chica, relevo del joven licenciado, se veía separada de su puesto de trabajo por una caravana de coches cuyos conductores esperaban con cierto enfado a que alguien de la contrata les franqueara el paso. Tras soportar los abucheos y unos cuantos insultos a cuenta de su uniforme, la joven abrió la barrera mientras trataba de encontrar por teléfono a alguno de sus jefes y comunicar la desaparición de su compañero.
Los inspectores de la Brigada de homicidios llevaban dos décadas sin celebrar la nochebuena. Diecinueve jóvenes de la región se habían esfumado en esa fecha tan señalada y la única coincidencia entre ellos es que la noche de su desaparición se habían citado con alguien de quien no habían dado referencia a sus allegados. Pero con la vigésima chincheta que taladraba el mapa de la brigada surgió la excepción. Cuando enviaron los perros al peaje donde fue visto por última vez, la ansiedad husmeadora de los canes les llevó a la zona vallada que separaba la instalación de otros bosques y de otros acantilados. Tras un leve titubeo en sus hocicos terminaron ladrando al mar que a medio centenar de metros de su inquietud rompía contra las rocas.


2 comentarios:

  1. Bonito relato erotico-psico-killer. Voy por la AP-8 leyendo esto. Estaré atento al ticket.

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  2. Gracias. La AP-8 es inmejorable en la comparación, sus tarifas apuñalan.

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