sábado, 19 de abril de 2014

Camina

Todo entorno de naturaleza agreste que he disfrutado con alguna de mis aficiones lo tengo grabado al fuego en mi memoria, pero si el esfuerzo por llegar hasta él se quedó en la superación de una escalerilla del autobús turístico que me transportaba, sin llegar a considerarlo un paseo sí que lo estimé como una simple visita con tufo a fracaso.
Las actividades programadas no dejan margen para la improvisación, circuitos tasados con un discurso monocorde proferido desde el asiento plegable, junto al conductor, por un amable joven de corbata y manga corta, de parecido  entusiasmo al de un viejo conserje de museo que describe con la misma pasión una obra de Botticelli que advierte del escalón entre las salas.
Ir de la mano, ascender con barandillas, enemigos declarados de la ambición aventurera, de la elección espontanea por un sendero, ese que no consta en los mapas y que estimas sobre la marcha, que descubres por intuición, ese que te inquieta tanto por su dilema como te atrapa por eso mismo, que te atrae por la curiosidad impetuosa del buscador, insaciable en todos aquellos que evitamos los circuitos populares, que miramos al guía con recelo, o de reojo al reojo del guarda forestal, porque ha descubierto nuestra furtiva naturaleza. Los zorros reconocen a un igual a pesar de los mocasines.
Somos quienes lo inexplorado se vuelve un reto y no una advertencia, somos quienes al peligro le sonreímos porque sus apellidos son una remota posibilidad no una certeza, somos quienes buscamos conversar con cada nuevo recodo abierto a un paisaje virgen, encantados de poder contarlo aunque sea al cuaderno de nuestra mochila. En este caso, en el que te topas con la oportunidad de crear camino, evalúas tus fuerzas, recuerdas esos momentos de extenuación, de contrariedades, de los que saliste airoso a pesar del cansancio o de las lesiones, y te lanzas hacia el primer espino, o a la roca, o al remanso, al glaciar, al barranco o al túnel que, una vez salvado, invita a los siguientes pasos, porque nadie sabe de dónde proviene ese instinto, esa orientación cósmica que te convence de que, manteniendo cierta dirección, acabarás donde pretendías en un principio: de vuelta a la civilización, al regazo de lo seguro, a tu destino. Eso sí, lacerado, sucio, hambriento en ocasiones. ¿Sediento? ¡Seguro! Nada seca más la boca que la incertidumbre del siguiente trago. Por supuesto, arribas más tarde de lo previsto a tu refugio, porque no buscabas un atajo, pretendías saciar la ansiedad del descubridor, la que en tiempo pasados supuso una profesión llena de honores para quienes conseguían regresar.
Alguno de aquellos pioneros de las indias, de cuando la tracción animal dominaba los transportes por tierra y las brisas a los navíos, a su regreso, depositaba el cofre de sus pertenencias en esa fonda donde, por primera vez desde hacía muchos meses, ningún insecto conseguiría anidar en su piel, ni fiera alguna rugiría su hambre alrededor de la hoguera que tanto calentaba como retraía fauces. Y en esa posada de catre y escudilla, el aventurero desnuda al reflejo de la ventana las marcas de la intemperie. Las trata de cubrir con un pijama por aquello de engañar al sueño entrenado para el sobresalto, algodón que reposa en el fondo del baúl y que, en su rescate, obliga a retirar los uniformes que la arrugan; y aparece el yelmo, prenda repleta de abolladuras y rasguños, trazas que le recuerdan cada vicisitud de su último periplo, y lo contempla, y desecha el pijama, se recuesta y deja que el brillo del candil de la mesilla brille su intensidad en el ajado metal depositado en su pecho, que sube y baja en cada respiración, y se abandona al sueño de las tensiones recorridas, que las tamice el abrazo de las sábanas pues, al día siguiente, amanecerá pensando en indagar por las tabernas del puerto la conversación oportuna entre borrachos, en ese rincón apartado donde porfíen una ruta repleta de promesas que nunca nadie haya conseguido completar. Nuevas jarras volarán hacia esa mesa y fingirá compartir las nubes del alcohol mientras tira de las lenguas retraídas que, al tercer brindis por el Cabo de Hornos, soltarán las latitudes por dónde corren los vientos que hinchen las velas de su nueva singladura.
Salvo las profundidades marinas y algunas cuevas ya no quedan sendas por hollar en este planeta. Las selvas no esconden tribus, los desiertos ahora convertidos en vastas macetas de oleoductos y la cara norte de las más altas cumbres parecen anuncios de bebidas energéticas, sin embargo, nuestra inquietud, nuestra curiosidad colonizadora sigue palpitando en nuestras sienes cuando en un simple paseo tendemos a mirar a la cuneta por si un rastro indica otra alternativa.
¿Te suena? Entonces, afronta ese desvío, salte del camino, llegarás a alguna parte, quizá no donde esperabas en un principio, pero más tú que nunca, más libre, porque tú has decidido abrirte paso, es tu propósito, tu firme propósito del que sólo dependes de los agujeros que quieras dejar abiertos en tu cantimplora. Esta es la forma de curtir tu soledad ante el atasco insalvable coreado por los cobardes. Temerario te señaló el mediocre. Ese para quien la crisis es como El Proceso de Josef K, irremediable, un mal complejo, de todos, imposible de salvar, siempre presente, como un dios sombrío. Las crisis son personales. Nadie es dueño todavía de la dirección que toman tus zapatos. Donde algunos ven barrancos otros ven charcos. Se mojan los pies pero los cruzan. Elecciones, desvíos, nunca fue más fácil poder tomar decisiones, pero nunca he visto tanto valiente despotricando desde el balcón de su cobardía. Me recuerdan a los que insultan detrás de un volante: preparan la ofensa desde la huida.

Camina y no culpes a las piedras, tropieza quien no las ve, se hunde quien las porta, nunca se cruzan salvo para quienes viven de las excusas.

lunes, 7 de abril de 2014

Matemáticas

         Imparto matemáticas en un colegio privado ubicado muy cerca de una urbanización de lujo. Cuando rellené mi solicitud desconocía el cariz elitista en las matriculaciones y me incliné por esa vacante en busca de cierto retiro y a causa de mi aversión a los atascos de las grandes ciudades. Tenía la esquizofrénica tendencia de sumar los minutos detenido por las complicaciones del tráfico. Si la ecuación duplicaba el tiempo estimado para cubrir el trayecto más vale que nadie me buscara las cosquillas esa mañana, pues mi habitual bonanza se transformaba en la ausente de un psicópata inmerso en una turba de afines.
El colegio, a las afueras de la capital, también linda con un bosque que rodea un gran lago, motivo por el que me resultó sencillo encontrar alojamiento en una de esas cabañas destinadas al alquiler por temporadas. El aire puro, los trinos y mi cucharilla sumergida en el baño termal de una taza de café recién hecho me sosegaban lo suficiente cada mañana y conseguían apaciguar los niveles de estrés que sí o sí acabarían al final de la jornada en la cima de mi paciencia.
De lunes a viernes, doncellas o mayordomos o chóferes llegan en lujosos vehículos y acompañan hasta la entrada a los niños para recogerlos puntuales a la hora convenida. Me encanta observar desde la ventana de mi despacho el bullicioso tránsito de la primera hora antes de que la campana suene y el silencio invada patio y pasillos. Disfruto con el eco de mis pasos y la calma que produce en el aula que me espera cuando me detengo ante la puerta. Salvo una pareja, a lo sumo un trío, por lo general, la mayoría de mis alumnos respetan mi supuesta autoridad y atienden mis lecciones con interés. Es sencillo descubrir quienes fingen atención, quienes dormitan aún con los ojos abiertos y quienes aprobarán sin esfuerzo. Del mismo modo resulta evidente quiénes nunca terminarán sus estudios, mejor dicho, sé con exactitud quién nunca lo conseguirá en este curso pues sus apellidos han despertado mi interés.
Pelirrojo como un atardecer, mi elegido perdedor, revoltoso al igual que los remolinos de su ensortijado cabello, demostraba una indómita repulsión hacia las normas más elementales de convivencia y era un habitual en las visitas al despacho del director. Podría decirse que mi sagacidad para aventurarle una exigua vida académica no existía como tal y que la evidencia de un comportamiento tan conflictivo confirmaba una realidad manifiesta y no un vaticinio por parte de un experto observador, un maestro itinerante bregado en tarimas de una veintena de escuelas repartidas por todo el país, tal y como señalaban mis credenciales que, según la ocasión, según la puja por el puesto, mostraba o escondía en las entrevistas. Lo cierto es que si alguien supiera algo de mi pasado o el escondrijo insonorizado de mi furgoneta compartiría mi convencimiento sobre el esquivo futuro del muchacho.
La transferencia de competencias en materia de educación me había permitido circular por las diferentes comunidades autónomas en las que se cuarteaba el país sin que mis datos se cruzaran ni pudieran ser contrastados con diligencia, salvo que las distintas consejerías de educación se encontraran en manos del mismo partido político y cierta afinidad entre secretarios la alentara. Riguroso con ese detalle, consensué la dispersión de mis ceses mientras mentía sobre urgencias familiares que me obligaban a irme al término del curso, sin descuidar, al mismo tiempo, mi faceta solidaria encabezando pancartas junto a las comitivas locales denunciando la dramática desaparición de uno de sus jóvenes vecinos, por supuesto, siempre, uno de mis alumnos, huésped temporal de mi furgoneta.
No se encontraba entre mis intenciones retar a la ley durante el periodo lectivo de este año. Tenía la costumbre de espaciar mis actividades extraescolares y dejar en barbecho, al menos, un curso por en medio, pero la casualidad quiso tentarme y donde creí encontrar refugio descubrí la oportunidad de saciar mi desviación con el golpe definitivo que me retirara.
Resultó sencillo decidirme por él, pero me costó aceptarlo como víctima. Cualquier mequetrefe de los que formaban parte de mi alumnado, salvo el hijo del propietario de Cárnicas Celeste, que parecía desayunar buey a cuenta de unos brazos como piernas, hubieran resultado idóneos, pero sentía la virtual presión policial, rabiosa por su desatinos persiguiendo al fantasma que soy, y con el pelirrojo quería desaparecer, a pesar de que mi presa no cumplía con el perfil de niño rendido a sus mentores. Hasta entonces, unos buenos pellizcos me había llevado con los rescates, limosnas en comparación con los apellidos de mi elegido relacionados con la industria del petróleo. Sólo el Bentley que transportaba su pecoso trasero serviría para patrocinarme la jubilación, sin embargo, ese chaval presumía de un pronto violento y una mirada de hiena que pondrían a prueba mis habituales artes para captar mentes imbéciles de inocencia.
Sujeté mi euforia y procedí, como de costumbre, a examinar el entorno de la localidad, los hábitos de sus vecinos e iniciar los preparativos del rapto. Cinco meses consumí en ensayos y en cumplimentar un cuaderno entero de anotaciones a esos respectos, el cual cubrí hasta la última hoja con las variables más dispersas. Siempre descarté el tanteo, la aproximación gradual a la víctima facilita el comentario casual a terceros y dependes de una memoria desconocida que, de repente, refulge ante las preguntas adecuadas de un perseverante investigador. 
Con el temperamento gamberro de mi presa, los habituales cebos, que partían desde los simples regalices hasta las revistas de adultos, quedaron relegados y dejaron paso a la experiencia de lo prohibido: el primer cigarrillo. Una semana antes, sutilmente, condicioné al vicio a mi audiencia y propuse problemas de álgebra donde la suma de cajetillas de tabaco y la multiplicación de su contenido reiteré hasta que intuí que, al intercalarnos con piezas de fruta, mientras mi paquete de rubio presidía la mesa, los más propensos a idolatrar las nocivas costumbres de los adultos sucumbirían a la incógnita de su ahumado sabor.
Las vejigas tienen su horario y el humo un rastro claro en un entorno donde la lejía reina tranquila. Simulé un impulso incontrolado y una sorpresa culpable cuando el pelirrojo asomó su cara por debajo de la puerta de los retretes y me descubrió agarrado a un pitillo. El brillo de sus ojos, su silencio, expresaban el temple del depredador olisqueando mi debilidad. Cuando abrí la puerta sus pecas me esperaban y se diluyeron en el rubor de la atención de quien ve un mundo de posibilidades, de victorias, y no sabe por dónde empezar, pero antes de que su emoción se disparara le ofrecí un cigarrillo, pero no allí, mejor en otro lugar, le propuse. Su sonrisa rubricó el pasaporte hacia su perdición.
Esa misma noche, el teléfono de algún ministro sonó para hacer sonar otros cientos. Mis misivas tenían el poder de convencer hasta a un analfabeto de que la desaparición de un crío a las pocas horas de su ausencia nada tenía que ver con travesuras. Preparado para una invasión policial en el distrito me limité a interpretar el libreto del educador perplejo, tan ensayado que la lividez de mi rostro fingía la turbación del más cercano de sus allegados.
Trascendida la noticia, esta vez, esa tarde, fueron los padres, y no el servicio, quienes vinieron a recoger a su menuda parentela. Justo antes de que el director llamara a mi puerta, para convocarme a la reunión extraordinaria del claustro, el ventanal de mi atalaya me permitió presenciar el ritual de abrazos y emociones desencajadas de unos progenitores al borde del pánico, desorientados ante una amenaza que creían propia de las enormes pantallas que reinaban en sus salones.
A las 48 horas de mi primera carta, la segunda, con las instrucciones del pago, llegó al buzón de la afligida familia. Siempre fui meticuloso y gracias a las series de televisión comprendí que el teléfono móvil es como un órgano vivo que va defecando su rastro incluso en silencio. Razón por la que nunca fui titular de ningún número distinto al de la secretaría del colegio que me contrataba.
Una boya de amarre destinada a las pequeñas embarcaciones del lago, a doscientos metros de la orilla, fue mi lugar elegido para que, al día siguiente, depositaran la bolsa con el dinero del rescate. Al igual que mi cabaña, otras tantas colindantes fueron tomadas por el dispositivo policial y fui despachado con amabilidad al hostal de la colina. Cuando la noche cayó, las penumbras de un cielo encapotado convirtieron el extenso espejo de agua en una enorme lona negra. Las cámaras térmicas registraban en negativo los escasos murciélagos, las idas y venidas de las alimañas para aplacar su sed y las presencias inmóviles de media docena de policías dotados de visores nocturnos, próximos a la orilla. Un despliegue de agentes surtidos de la última tecnología a la que sumaban un localizador instalado en la bolsa y que formaban una red donde tan sólo el salto de alguna trucha ondulaba las aguas e interrumpía el pitido del silencio en los agudizados oídos del grupo de asalto.
Tan previsible el dispositivo que cuando mi motora partió conmigo a bordo, al otro lado del lago, todas las atenciones se centraron en el sonido nítido de su ronroneo rompiendo las aguas. A medida que me iba acercando a la boya, la excitación de los sabuesos, ante la venerada aparición en sus visores de la proa que el motor anunciaba, provocó una avalancha de comunicados en las emisoras hasta entonces mudas por la quietud en la espera.
En todo truco de magia, el engaño sucede a la vista del engañado pero nunca es descubierto si su atención ha sido desviada hacia el punto que el ilusionista pretendía. El escenario, un lago, y la chistera, una lancha cortando las negras aguas de la noche. A bordo se distingue mi silueta encorvada, la de cualquiera junto a la caña del timón, dirigiéndose hacia el dinero. A excepción de uno de mis brazos, el resto de mi cuerpo, pegado a las cuadernas bajo la atérmica funda de neopreno, se deslizaba por la superficie del agua. Nadie podría advertir mi posición confundida en el casco como una lapa ni tampoco el momento en que me se solté y me quedé sumergido, justo en el instante en que la embarcación, a merced del impulso motor, captaba todas las miradas mientras pasaba junto a la boya. Y mientras los investigadores se frotaban las manos de su suerte y ordenaban el asalto entre pensamientos impuros sobre mis ascendientes, a quince metros de profundidad, en compañía de las burbujas de mi respirador, soltaba el cordel del dinero y dejaba que la baliza me acompañara en las profundidades hasta extinguir su señal.
Tras el fiasco de mi captura, las batidas del amanecer encontraron en el bosque mi equipo de buceo sumergido en un barreño con lejía y la dirección tomada en mi fuga que extinguía sus huellas junto a la autovía del norte.
Como el pensamiento lateral es una función impropia en los cabreados nada más sencillo para sortear los controles de carretera que dirigirse al epicentro, esto es, a mi cabaña. Cuando estacioné mi furgoneta, un par de todoterrenos permanecían con sus maleteros abiertos mientras un grupo de somnolientos y cabizbajos policías los nutrían del material desplegado durante la noche. Descendí dispuesto a ignorarlos como si asumiera el trastorno de verme fuera de mi domicilio con un poso de rencor. Sin embargo, el perrito que recibió mi pie nada más ponerlo en el suelo me mostro una alegría que de inmediato reconocí. Con su inmovilidad junto a mi presencia indicaba su consideración hacia mi como el premio gordo de su juego.
Todo perro policía tiene un cuidador que no se aleja más de cinco metros de su husmeo, y, en esta ocasión, a menos de dos, un bigotudo oficial me miraba con el brillo de la sospecha mientras ofrecía la recompensa a su can con un hueso de juguete. Un perro descansado tiene un olfato infalible y, así mismo, una facultad indiscutible: no sabe mentir. Rebatir su indicación no estaba en mis planes del mismo modo que tampoco contaba con el concurso de los guías caninos en el despliegue. Me apunté mentalmente que en mi próxima libreta, si salía airoso del aprieto, debía reservar una hoja en exclusiva para esa variable perruna con la que no había contado. Lo cierto es que mientras tragaba saliva y sonreía al jadeo del chucho, el resto de policías allí congregados dejaron sus obligaciones y dirigieron sus miradas hacia mí y mi furgoneta, donde entre paneles de aislante un pelirrojo narcotizado dormía su encierro.
Dicen, y con esta experiencia lo confirmo, que cuando una situación crítica apremia una respuesta inmediata, lógica, espontánea y contundente el cerebro procesa tal cantidad de posibilidades y a tal velocidad que una se abre paso entre las demás de tal modo que el estómago cosquillea contra el enmudecimiento de la culpabilidad y obliga a prorrumpir esa contestación que pide a gritos su protagonismo salvador.
Con un sígame abrí las portezuelas al bigotudo y le mostré la cavidad de la caja de mi furgoneta. De un vistazo se comprendía todo su contenido: la bolsa de mi noche en el hotel y mis bártulos del colegio al lado de un estuche de herramientas. El perro, sin ninguna invitación de por medio, se introdujo en el habitáculo y volvió a sentarse junto a la moldura del paso de rueda. Su hocico señalaba el escondrijo y, para mi suerte, también mi carpeta, aún así, mis sudores comenzaron a aflorar como un bigote de laca. Me lancé hacia ella, retiré sus gomas, rebusqué entre el paquete de folios y, al elevarlo sobre la trufa del perro, éste me siguió. Extraje una de las hojas en concreto y se la planté al policía quien pudo leer al inicio de un examen el nombre y apellidos del desaparecido.
—Todo un portento su chucho —dije con mi palma extendida a un dedo de la cabeza del animal.
Una gran parte de la población tiene la convicción de que el mal triunfa sobre el bien y que en contadas ocasiones se atrapa a los culpables, y que en todo caso es la frecuencia en los crímenes los que al aumentar las probabilidades resultan determinantes para que algunos acabemos ante los tribunales. Quizá sea cierta esa acepción popular pero en mi caso no resultó atinada. Libre de toda sospecha gracias a las virtudes de la adormidera en el organismo de un infante, resulté ser un interrogado más del círculo que rodeábamos al pelirrojo, en esos palos de invidente que los investigadores dan a la espera de que se conviertan en flautas y los orienten. Sin embargo, una vez más, en este suceso la guardia civil, que exigió la competencia del caso por acontecer en su demarcación, se encontró sin una triste línea de investigación a la que acudir.
Si bien es cierto que un conocimiento de las matemáticas aplicadas a los avatares de lo cotidiano pueden solventar los encontronazos más previsibles en una vida más o menos organizada, todo el cálculo se va al traste cuando el punto débil de cada cual es tocado y alcanzado de lleno. Como ya advertí al inicio de éste relato mi aversión a los atascos me resulta incontrolable, pero las grandes ciudades demandan visitas burocráticas de imposible aplazamiento. En mi descargo debo señalar que atendí a las recomendaciones de la radio y elegí una hora de las denominadas roma, sin embargo, un accidente en la arteria seleccionada me atrapó a diez kilómetros de mi salida.
 Existe un momento crítico en todo atasco y es aquel en que lo descubres y te adaptas a su lenta progresión mientras decides cuál de los carriles te inspira mayor confianza, cuál te llevará en volandas a tu destino al tiempo que el resto de atascados dudará en seguirte sin dejar de envidiarte a pesar de que sólo te conocen por ver cómo te alejas. Pero lo señalo como crítico no por la elección del carril sino porque no todos descubren a tiempo el muro de vehículos que les precede.
El golpe fue tan formidable que noté desencajarse mi columna contra el respaldo. Cuando quise reaccionar ante lo que acababa de sucederme reparé en que la furgoneta se había subido a la bionda y amenazaba con zozobrar hacia un costado. No tardaron en socorrerme otros conductores con palabras de aliento y me informaron de que los servicios de urgencia ya habían sido avisados. Me hubiese gustado asentir pero mi cuello ardía del latigazo y apenas podía contemplar el alcance de los daños. Incógnita que no demoró mucho en despejarse en cuanto, a través de la ventanilla, un policía, a quien creí auscultar el pulso en mi muñeca, cerró sus grilletes sobre ella con un gesto entrenado mientras me dirigía unas palabras que su bigotón y mi atontamiento amortiguaron. El colmo lo firmó el lengüetazo del perro en mis morros que apenas pude arrugar.
Fabrico figuras con alambre que luego deshago porque no hay espacio en la repisa de mi ventana. Al principio, a mi compañero de celda le costaba identificar el objeto que pretendía imitar pero con el tiempo adquirí cierta destreza. Es todo un arte dar formas a una línea continua sin que se anude lo suficiente para emborronar lo pretendido. Me he especializado en bicicletas, con dar redondez a las ruedas el resto de complicaciones se me perdonan, sobre todo los pedales. Como el que llevaba el borracho que me sacudió en la autovía y expuso la caleta que mi carrocería ocultaba, la que reconoció de inmediato el policía que de regreso a la perrera se topó con el percance.
En la cárcel la reina del álgebra es la resta y la suma el terror de los reincidentes. Yo he dejado de practicarlas. Los días son tan calcados que la unidad de medida son las horas y calcular la cifra de mi estancia, cuando dos décadas me esperan entre rejas, es castigarse con física cuántica, rama que no domino como tampoco logré sosegar las matemáticas de mi avaricia.