Imparto
matemáticas en un colegio privado ubicado muy cerca de una urbanización de lujo.
Cuando rellené mi solicitud desconocía el cariz elitista en las matriculaciones
y me incliné por esa vacante en busca de cierto retiro y a causa de mi aversión
a los atascos de las grandes ciudades. Tenía la esquizofrénica tendencia de
sumar los minutos detenido por las complicaciones del tráfico. Si la ecuación
duplicaba el tiempo estimado para cubrir el trayecto más vale que nadie me buscara
las cosquillas esa mañana, pues mi habitual bonanza se transformaba en la ausente
de un psicópata inmerso en una turba de afines.
El colegio, a las afueras de la
capital, también linda con un bosque que rodea un gran lago, motivo por el que
me resultó sencillo encontrar alojamiento en una de esas cabañas destinadas al
alquiler por temporadas. El aire puro, los trinos y mi cucharilla sumergida en
el baño termal de una taza de café recién hecho me sosegaban lo suficiente cada
mañana y conseguían apaciguar los niveles de estrés que sí o sí acabarían al
final de la jornada en la cima de mi paciencia.
De lunes a viernes, doncellas o
mayordomos o chóferes llegan en lujosos vehículos y acompañan hasta la entrada
a los niños para recogerlos puntuales a la hora convenida. Me encanta observar
desde la ventana de mi despacho el bullicioso tránsito de la primera hora antes
de que la campana suene y el silencio invada patio y pasillos. Disfruto con el
eco de mis pasos y la calma que produce en el aula que me espera cuando me
detengo ante la puerta. Salvo una pareja, a lo sumo un trío, por lo general, la
mayoría de mis alumnos respetan mi supuesta autoridad y atienden mis lecciones con
interés. Es sencillo descubrir quienes fingen atención, quienes dormitan aún
con los ojos abiertos y quienes aprobarán sin esfuerzo. Del mismo modo resulta
evidente quiénes nunca terminarán sus estudios, mejor dicho, sé con exactitud quién
nunca lo conseguirá en este curso pues sus apellidos han despertado mi interés.
Pelirrojo como un atardecer, mi
elegido perdedor, revoltoso al igual que los remolinos de su ensortijado
cabello, demostraba una indómita repulsión hacia las normas más elementales de
convivencia y era un habitual en las visitas al despacho del director. Podría
decirse que mi sagacidad para aventurarle una exigua vida académica no existía
como tal y que la evidencia de un comportamiento tan conflictivo confirmaba una
realidad manifiesta y no un vaticinio por parte de un experto observador, un
maestro itinerante bregado en tarimas de una veintena de escuelas repartidas
por todo el país, tal y como señalaban mis credenciales que, según la ocasión,
según la puja por el puesto, mostraba o escondía en las entrevistas. Lo cierto
es que si alguien supiera algo de mi pasado o el escondrijo insonorizado de mi furgoneta
compartiría mi convencimiento sobre el esquivo futuro del muchacho.
La transferencia de competencias
en materia de educación me había permitido circular por las diferentes
comunidades autónomas en las que se cuarteaba el país sin que mis datos se
cruzaran ni pudieran ser contrastados con diligencia, salvo que las distintas consejerías
de educación se encontraran en manos del mismo partido político y cierta
afinidad entre secretarios la alentara. Riguroso con ese detalle, consensué la
dispersión de mis ceses mientras mentía sobre urgencias familiares que me
obligaban a irme al término del curso, sin descuidar, al mismo tiempo, mi
faceta solidaria encabezando pancartas junto a las comitivas locales
denunciando la dramática desaparición de uno de sus jóvenes vecinos, por
supuesto, siempre, uno de mis alumnos, huésped temporal de mi furgoneta.
No se encontraba entre mis
intenciones retar a la ley durante el periodo lectivo de este año. Tenía la
costumbre de espaciar mis actividades extraescolares y dejar en barbecho, al
menos, un curso por en medio, pero la casualidad quiso tentarme y donde creí
encontrar refugio descubrí la oportunidad de saciar mi desviación con el golpe
definitivo que me retirara.
Resultó sencillo decidirme por él,
pero me costó aceptarlo como víctima. Cualquier mequetrefe de los que formaban
parte de mi alumnado, salvo el hijo del propietario de Cárnicas Celeste, que
parecía desayunar buey a cuenta de unos brazos como piernas, hubieran resultado
idóneos, pero sentía la virtual presión policial, rabiosa por su desatinos
persiguiendo al fantasma que soy, y con el pelirrojo quería desaparecer, a
pesar de que mi presa no cumplía con el perfil de niño rendido a sus mentores.
Hasta entonces, unos buenos pellizcos me había llevado con los rescates,
limosnas en comparación con los apellidos de mi elegido relacionados con la
industria del petróleo. Sólo el Bentley que transportaba su pecoso trasero
serviría para patrocinarme la jubilación, sin embargo, ese chaval presumía de
un pronto violento y una mirada de hiena que pondrían a prueba mis habituales
artes para captar mentes imbéciles de inocencia.
Sujeté mi euforia y procedí, como
de costumbre, a examinar el entorno de la localidad, los hábitos de sus vecinos
e iniciar los preparativos del rapto. Cinco meses consumí en ensayos y en
cumplimentar un cuaderno entero de anotaciones a esos respectos, el cual cubrí
hasta la última hoja con las variables más dispersas. Siempre descarté el
tanteo, la aproximación gradual a la víctima facilita el comentario casual a
terceros y dependes de una memoria desconocida que, de repente, refulge ante
las preguntas adecuadas de un perseverante investigador.
Con el temperamento
gamberro de mi presa, los habituales cebos, que partían desde los simples
regalices hasta las revistas de adultos, quedaron relegados y dejaron paso a la
experiencia de lo prohibido: el primer cigarrillo. Una semana antes,
sutilmente, condicioné al vicio a mi audiencia y propuse problemas de álgebra
donde la suma de cajetillas de tabaco y la multiplicación de su contenido
reiteré hasta que intuí que, al intercalarnos con piezas de fruta, mientras mi
paquete de rubio presidía la mesa, los más propensos a idolatrar las nocivas
costumbres de los adultos sucumbirían a la incógnita de su ahumado sabor.
Las vejigas tienen su horario y
el humo un rastro claro en un entorno donde la lejía reina tranquila. Simulé un
impulso incontrolado y una sorpresa culpable cuando el pelirrojo asomó su cara
por debajo de la puerta de los retretes y me descubrió agarrado a un pitillo.
El brillo de sus ojos, su silencio, expresaban el temple del depredador
olisqueando mi debilidad. Cuando abrí la puerta sus pecas me esperaban y se diluyeron
en el rubor de la atención de quien ve un mundo de posibilidades, de victorias,
y no sabe por dónde empezar, pero antes de que su emoción se disparara le
ofrecí un cigarrillo, pero no allí, mejor en otro lugar, le propuse. Su sonrisa
rubricó el pasaporte hacia su perdición.
Esa misma noche, el teléfono de
algún ministro sonó para hacer sonar otros cientos. Mis misivas tenían el poder
de convencer hasta a un analfabeto de que la desaparición de un crío a las
pocas horas de su ausencia nada tenía que ver con travesuras. Preparado para una
invasión policial en el distrito me limité a interpretar el libreto del
educador perplejo, tan ensayado que la lividez de mi rostro fingía la turbación
del más cercano de sus allegados.
Trascendida la noticia, esta vez,
esa tarde, fueron los padres, y no el servicio, quienes vinieron a recoger a su
menuda parentela. Justo antes de que el director llamara a mi puerta, para
convocarme a la reunión extraordinaria del claustro, el ventanal de mi atalaya
me permitió presenciar el ritual de abrazos y emociones desencajadas de unos
progenitores al borde del pánico, desorientados ante una amenaza que creían propia
de las enormes pantallas que reinaban en sus salones.
A las 48 horas de mi primera
carta, la segunda, con las instrucciones del pago, llegó al buzón de la
afligida familia. Siempre fui meticuloso y gracias a las series de televisión
comprendí que el teléfono móvil es como un órgano vivo que va defecando su
rastro incluso en silencio. Razón por la que nunca fui titular de ningún número
distinto al de la secretaría del colegio que me contrataba.
Una boya de amarre destinada a
las pequeñas embarcaciones del lago, a doscientos metros de la orilla, fue mi
lugar elegido para que, al día siguiente, depositaran la bolsa con el dinero
del rescate. Al igual que mi cabaña, otras tantas colindantes fueron tomadas
por el dispositivo policial y fui despachado con amabilidad al hostal de la
colina. Cuando la noche cayó, las penumbras de un cielo encapotado convirtieron
el extenso espejo de agua en una enorme lona negra. Las cámaras térmicas registraban en negativo los escasos murciélagos, las idas y venidas de las alimañas
para aplacar su sed y las presencias inmóviles de media docena de policías dotados
de visores nocturnos, próximos a la orilla. Un despliegue de agentes surtidos
de la última tecnología a la que sumaban un localizador instalado en la bolsa y
que formaban una red donde tan sólo el salto de alguna trucha ondulaba las
aguas e interrumpía el pitido del silencio en los agudizados oídos del grupo de
asalto.
Tan previsible el dispositivo que
cuando mi motora partió conmigo a bordo, al otro lado del lago, todas las
atenciones se centraron en el sonido nítido de su ronroneo rompiendo las aguas.
A medida que me iba acercando a la boya, la excitación de los sabuesos, ante la
venerada aparición en sus visores de la proa que el motor anunciaba, provocó
una avalancha de comunicados en las emisoras hasta entonces mudas por la
quietud en la espera.
En todo truco de magia, el engaño
sucede a la vista del engañado pero nunca es descubierto si su atención ha sido
desviada hacia el punto que el ilusionista pretendía. El escenario, un lago, y
la chistera, una lancha cortando las negras aguas de la noche. A bordo se
distingue mi silueta encorvada, la de cualquiera junto a la caña del timón,
dirigiéndose hacia el dinero. A excepción de uno de mis brazos, el resto de mi
cuerpo, pegado a las cuadernas bajo la atérmica funda de neopreno, se deslizaba
por la superficie del agua. Nadie podría advertir mi posición confundida en el
casco como una lapa ni tampoco el momento en que me se solté y me quedé
sumergido, justo en el instante en que la embarcación, a merced del impulso
motor, captaba todas las miradas mientras pasaba junto a la boya. Y mientras
los investigadores se frotaban las manos de su suerte y ordenaban el asalto entre
pensamientos impuros sobre mis ascendientes, a quince metros de profundidad, en
compañía de las burbujas de mi respirador, soltaba el cordel del dinero y
dejaba que la baliza me acompañara en las profundidades hasta extinguir su
señal.
Tras el fiasco de mi captura, las
batidas del amanecer encontraron en el bosque mi equipo de buceo sumergido en
un barreño con lejía y la dirección tomada en mi fuga que extinguía sus huellas
junto a la autovía del norte.
Como el pensamiento lateral es
una función impropia en los cabreados nada más sencillo para sortear los
controles de carretera que dirigirse al epicentro, esto es, a mi cabaña. Cuando
estacioné mi furgoneta, un par de todoterrenos permanecían con sus maleteros
abiertos mientras un grupo de somnolientos y cabizbajos policías los nutrían del
material desplegado durante la noche. Descendí dispuesto a ignorarlos como si
asumiera el trastorno de verme fuera de mi domicilio con un poso de rencor. Sin
embargo, el perrito que recibió mi pie nada más ponerlo en el suelo me mostro
una alegría que de inmediato reconocí. Con su inmovilidad junto a mi presencia
indicaba su consideración hacia mi como el premio gordo de su juego.
Todo perro policía tiene un
cuidador que no se aleja más de cinco metros de su husmeo, y, en esta ocasión,
a menos de dos, un bigotudo oficial me miraba con el brillo de la sospecha
mientras ofrecía la recompensa a su can con un hueso de juguete. Un perro
descansado tiene un olfato infalible y, así mismo, una facultad indiscutible:
no sabe mentir. Rebatir su indicación no estaba en mis planes del mismo modo
que tampoco contaba con el concurso de los guías caninos en el despliegue. Me
apunté mentalmente que en mi próxima libreta, si salía airoso del aprieto,
debía reservar una hoja en exclusiva para esa variable perruna con la que no
había contado. Lo cierto es que mientras tragaba saliva y sonreía al jadeo del
chucho, el resto de policías allí congregados dejaron sus obligaciones y
dirigieron sus miradas hacia mí y mi furgoneta, donde entre paneles de aislante
un pelirrojo narcotizado dormía su encierro.
Dicen, y con esta experiencia lo
confirmo, que cuando una situación crítica apremia una respuesta inmediata,
lógica, espontánea y contundente el cerebro procesa tal cantidad de
posibilidades y a tal velocidad que una se abre paso entre las demás de tal
modo que el estómago cosquillea contra el enmudecimiento de la culpabilidad y
obliga a prorrumpir esa contestación que pide a gritos su protagonismo salvador.
Con un sígame abrí las
portezuelas al bigotudo y le mostré la cavidad de la caja de mi furgoneta. De
un vistazo se comprendía todo su contenido: la bolsa de mi noche en el hotel y
mis bártulos del colegio al lado de un estuche de herramientas. El perro, sin
ninguna invitación de por medio, se introdujo en el habitáculo y volvió a
sentarse junto a la moldura del paso de rueda. Su hocico señalaba el escondrijo
y, para mi suerte, también mi carpeta, aún así, mis sudores comenzaron a
aflorar como un bigote de laca. Me lancé hacia ella, retiré sus gomas, rebusqué
entre el paquete de folios y, al elevarlo sobre la trufa del perro, éste me
siguió. Extraje una de las hojas en concreto y se la planté al policía quien
pudo leer al inicio de un examen el nombre y apellidos del desaparecido.
—Todo un portento su chucho —dije
con mi palma extendida a un dedo de la cabeza del animal.
Una gran parte de la población
tiene la convicción de que el mal triunfa sobre el bien y que en contadas
ocasiones se atrapa a los culpables, y que en todo caso es la frecuencia en los
crímenes los que al aumentar las probabilidades resultan determinantes para que
algunos acabemos ante los tribunales. Quizá sea cierta esa acepción popular
pero en mi caso no resultó atinada. Libre de toda sospecha gracias a las virtudes
de la adormidera en el organismo de un infante, resulté ser un interrogado más
del círculo que rodeábamos al pelirrojo, en esos palos de invidente que los
investigadores dan a la espera de que se conviertan en flautas y los orienten.
Sin embargo, una vez más, en este suceso la guardia civil, que exigió la
competencia del caso por acontecer en su demarcación, se encontró sin una
triste línea de investigación a la que acudir.
Si bien es cierto que un
conocimiento de las matemáticas aplicadas a los avatares de lo cotidiano pueden
solventar los encontronazos más previsibles en una vida más o menos organizada,
todo el cálculo se va al traste cuando el punto débil de cada cual es tocado y
alcanzado de lleno. Como ya advertí al inicio de éste relato mi aversión a los
atascos me resulta incontrolable, pero las grandes ciudades demandan visitas
burocráticas de imposible aplazamiento. En mi descargo debo señalar que atendí
a las recomendaciones de la radio y elegí una hora de las denominadas roma, sin
embargo, un accidente en la arteria seleccionada me atrapó a diez kilómetros de
mi salida.
Existe un momento crítico en todo atasco y es
aquel en que lo descubres y te adaptas a su lenta progresión mientras decides
cuál de los carriles te inspira mayor confianza, cuál te llevará en volandas a
tu destino al tiempo que el resto de atascados dudará en seguirte sin dejar de
envidiarte a pesar de que sólo te conocen por ver cómo te alejas. Pero lo
señalo como crítico no por la elección del carril sino porque no todos
descubren a tiempo el muro de vehículos que les precede.
El golpe fue tan formidable que
noté desencajarse mi columna contra el respaldo. Cuando quise reaccionar ante
lo que acababa de sucederme reparé en que la furgoneta se había subido a la
bionda y amenazaba con zozobrar hacia un costado. No tardaron en socorrerme
otros conductores con palabras de aliento y me informaron de que los servicios
de urgencia ya habían sido avisados. Me hubiese gustado asentir pero mi cuello
ardía del latigazo y apenas podía contemplar el alcance de los daños. Incógnita
que no demoró mucho en despejarse en cuanto, a través de la ventanilla, un
policía, a quien creí auscultar el pulso en mi muñeca, cerró sus grilletes
sobre ella con un gesto entrenado mientras me dirigía unas palabras que su
bigotón y mi atontamiento amortiguaron. El colmo lo firmó el lengüetazo del
perro en mis morros que apenas pude arrugar.
Fabrico figuras con alambre que
luego deshago porque no hay espacio en la repisa de mi ventana. Al principio, a
mi compañero de celda le costaba identificar el objeto que pretendía imitar
pero con el tiempo adquirí cierta destreza. Es todo un arte dar formas a una línea
continua sin que se anude lo suficiente para emborronar lo pretendido. Me he
especializado en bicicletas, con dar redondez a las ruedas el resto de
complicaciones se me perdonan, sobre todo los pedales. Como el que llevaba el
borracho que me sacudió en la autovía y expuso la caleta que mi carrocería
ocultaba, la que reconoció de inmediato el policía que de regreso a la perrera
se topó con el percance.
En la cárcel la reina del álgebra es la resta y la suma el terror de los reincidentes. Yo he dejado de practicarlas. Los días son tan calcados que la unidad de medida son las horas y calcular la cifra de mi estancia, cuando dos décadas me esperan entre rejas, es castigarse con física cuántica, rama que no domino como tampoco logré sosegar las matemáticas de mi avaricia.