Todo entorno de
naturaleza agreste que he disfrutado con alguna de mis aficiones lo tengo
grabado al fuego en mi memoria, pero si el esfuerzo por llegar hasta él se
quedó en la superación de una escalerilla del autobús turístico que me
transportaba, sin llegar a considerarlo un paseo sí que lo estimé como una
simple visita con tufo a fracaso.
Las actividades
programadas no dejan margen para la improvisación, circuitos tasados con un
discurso monocorde proferido desde el asiento plegable, junto al conductor, por
un amable joven de corbata y manga corta, de parecido entusiasmo al de un
viejo conserje de museo que describe con la misma pasión una obra de Botticelli
que advierte del escalón entre las salas.
Ir de la mano, ascender
con barandillas, enemigos declarados de la ambición aventurera, de la elección
espontanea por un sendero, ese que no consta en los mapas y que estimas sobre
la marcha, que descubres por intuición, ese que te inquieta tanto por su dilema
como te atrapa por eso mismo, que te atrae por la curiosidad impetuosa del
buscador, insaciable en todos aquellos que evitamos los circuitos populares,
que miramos al guía con recelo, o de reojo al reojo del guarda forestal, porque
ha descubierto nuestra furtiva naturaleza. Los zorros reconocen a un igual a
pesar de los mocasines.
Somos quienes lo
inexplorado se vuelve un reto y no una advertencia, somos quienes al peligro le
sonreímos porque sus apellidos son una remota posibilidad no una certeza, somos
quienes buscamos conversar con cada nuevo recodo abierto a un paisaje virgen, encantados
de poder contarlo aunque sea al cuaderno de nuestra mochila. En este caso, en
el que te topas con la oportunidad de crear camino, evalúas tus fuerzas,
recuerdas esos momentos de extenuación, de contrariedades, de los que saliste
airoso a pesar del cansancio o de las lesiones, y te lanzas hacia el primer
espino, o a la roca, o al remanso, al glaciar, al barranco o al túnel que, una
vez salvado, invita a los siguientes pasos, porque nadie sabe de dónde proviene
ese instinto, esa orientación cósmica que te convence de que, manteniendo
cierta dirección, acabarás donde pretendías en un principio: de vuelta a la
civilización, al regazo de lo seguro, a tu destino. Eso sí, lacerado, sucio,
hambriento en ocasiones. ¿Sediento? ¡Seguro! Nada seca más la boca que la
incertidumbre del siguiente trago. Por supuesto, arribas más tarde de lo
previsto a tu refugio, porque no buscabas un atajo, pretendías saciar la
ansiedad del descubridor, la que en tiempo pasados supuso una profesión llena
de honores para quienes conseguían regresar.
Alguno de aquellos
pioneros de las indias, de cuando la tracción animal dominaba los transportes
por tierra y las brisas a los navíos, a su regreso, depositaba el cofre de sus
pertenencias en esa fonda donde, por primera vez desde hacía muchos meses, ningún
insecto conseguiría anidar en su piel, ni fiera alguna rugiría su hambre alrededor
de la hoguera que tanto calentaba como retraía fauces. Y en esa posada de catre
y escudilla, el aventurero desnuda al reflejo de la ventana las marcas de la
intemperie. Las trata de cubrir con un pijama por aquello de engañar al sueño
entrenado para el sobresalto, algodón que reposa en el fondo del baúl y que, en
su rescate, obliga a retirar los uniformes que la arrugan; y aparece el yelmo,
prenda repleta de abolladuras y rasguños, trazas que le recuerdan cada
vicisitud de su último periplo, y lo contempla, y desecha el pijama, se
recuesta y deja que el brillo del candil de la mesilla brille su intensidad en
el ajado metal depositado en su pecho, que sube y baja en cada respiración, y se
abandona al sueño de las tensiones recorridas, que las tamice el abrazo de las
sábanas pues, al día siguiente, amanecerá pensando en indagar por las tabernas
del puerto la conversación oportuna entre borrachos, en ese rincón apartado
donde porfíen una ruta repleta de promesas que nunca nadie haya conseguido
completar. Nuevas jarras volarán hacia esa mesa y fingirá compartir las nubes
del alcohol mientras tira de las lenguas retraídas que, al tercer brindis por
el Cabo de Hornos, soltarán las latitudes por dónde corren los vientos que
hinchen las velas de su nueva singladura.
Salvo las
profundidades marinas y algunas cuevas ya no quedan sendas por hollar en este
planeta. Las selvas no esconden tribus, los desiertos ahora convertidos en
vastas macetas de oleoductos y la cara norte de las más altas cumbres parecen
anuncios de bebidas energéticas, sin embargo, nuestra inquietud, nuestra
curiosidad colonizadora sigue palpitando en nuestras sienes cuando en un simple
paseo tendemos a mirar a la cuneta por si un rastro indica otra alternativa.
¿Te suena? Entonces,
afronta ese desvío, salte del camino, llegarás a alguna parte, quizá no donde
esperabas en un principio, pero más tú que nunca, más libre, porque tú has
decidido abrirte paso, es tu propósito, tu firme propósito del que sólo
dependes de los agujeros que quieras dejar abiertos en tu cantimplora. Esta es
la forma de curtir tu soledad ante el atasco insalvable coreado por los
cobardes. Temerario te señaló el mediocre. Ese para quien la crisis es como El
Proceso de Josef K, irremediable, un mal complejo, de todos, imposible de
salvar, siempre presente, como un dios sombrío. Las crisis son personales.
Nadie es dueño todavía de la dirección que toman tus zapatos. Donde algunos ven
barrancos otros ven charcos. Se mojan los pies pero los cruzan. Elecciones,
desvíos, nunca fue más fácil poder tomar decisiones, pero nunca he visto tanto
valiente despotricando desde el balcón de su cobardía. Me recuerdan a los que
insultan detrás de un volante: preparan la ofensa desde la huida.
Camina y no
culpes a las piedras, tropieza quien no las ve, se hunde quien las porta, nunca
se cruzan salvo para quienes viven de las excusas.
Esto me gusta especialmente.
ResponderEliminarGracias Tiziana. Me alegra que te guste.
EliminarUn abrazo.