domingo, 4 de mayo de 2014

El refuerzo

        Llegó con esa mirada abierta que acompaña a los extraviados cuando penetran en una estancia por primera vez y aunque antes de entrar le descubrí leyendo nuestro rótulo, muchas dudas demostraron los pasos cortos que dio una vez cruzada la puerta. Fue entonces cuando se despojó de la chaqueta, carraspeó para hacerse notar y pudimos ver su revolver comido por la cintura en unos pantalones tan arrugados como su manchada camisa. Ahora bien, su corbata presentaba un nudo tan impecable que conseguía eclipsar su mamarracho aspecto. Aquella puesta en escena concentró un par de parpadeos del resto de los presentes antes de continuar con la discusión acerca del caso que nos ocupaba. Además del jefe, cinco policías formábamos el grupo de investigación de homicidios y todos rodeábamos, en ese momento, la mesa donde acumulábamos en papel lo concerniente a nuestras pesquisas del último mes. Lo cierto es que nadie le dirigió un primer saludo de bienvenida, pero luchábamos contra el plazo dado por la jefatura para resolver un homicidio antes de que los de la central nos lo birlaran como de costumbre.
Esa fue la razón por la que nuestro comisario, harto de que nos chulearan los de la capital y le sacaran los colores en la junta de seguridad, acudiera a sus contactos de promoción para que le cedieran a alguno de sus mejores hombres sin que tal favor trascendiera en la cúpula policial. Esa fue la razón por la que desconocíamos la llegada de refuerzos, pero nunca pudimos imaginar que un tipejo, que parecía sujetarse los pantalones con la presión de las cachas de su revolver en su huesuda cadera, supusiese la piedra de toque, el revulsivo que nos llevara al éxito. Tampoco lo creyó el comisario, a pesar de su auspicio, nada más descubrirlo desde el pasillo. Su primera impresión debió coincidir con la nuestra y debió tragar saliva antes de interceder para presentárnoslo. Su interrupción detuvo por completo nuestra nueva tormenta de ideas de esa mañana que, como a paladas, volcábamos sobre el cenáculo poco convencidos de su prosperidad.
         —Les presento al refuerzo. ¿Cuál es su nombre, hijo? —preguntó girándose hacia el recién llegado con la mano de sordina, gesto a las claras insuficiente para contener su atronadora voz.
Un susurro pareció salir de la boca del joven.
—¿Eh? García... Ejem, el detective García viene a reforzar la investigación. Ya sé que no les dije nada, no pongan esas caras, su solicitud la he llevado con mucha discreción para evitar filtraciones en la central, por esa razón lo he orquestado todo desde la cafetería de la Encarna. Durante un par de turnos será su compañero, trátenlo como a un igual, póngale al día y concédanle todo lo que necesite.
         Todos resoplamos en cuanto el comisario se perdió por el pasillo, y, por supuesto, ignoramos a García, salvo Mauricio, nuestro jefe de brigada, quien le tendió la mano y le explicó un poco por encima la situación. Pero García parecía disperso con la mirada puesta en el diagrama de la pizarra donde las fotos de los sucesos se enlazaban con las líneas, los datos al pie e interrogantes, docenas de interrogantes, demasiados, tantos como líneas y fotos.
         Ante el pasmo de nuestro peculiar refuerzo con el paisaje, un «por dónde íbamos» de Mauricio retomó la reunión de brazos arremangados y apoyados en el canto de la mesa donde rodeábamos los expedientes como si, en el acecho, los obligáramos a derrotar la salida del laberinto. Y nos olvidamos de García, quien, ahora, caminaba entre el resto de documentos que poblaban las mesas de la brigada con las manos cruzadas sobre sus riñones como un curioso en la Cuesta de Moyano.
         Por mucho que la presión de una cuenta atrás fuera agobiante, la hora del café no se perdonaba y a las once sujetábamos una taza donde la Encarna. Cualquier tema de conversación distinto a los vertidos en la oficina era aplaudido, quizá por esa razón tampoco nadie quiso tertuliar sobre García, quien debía seguir en la brigada absorto con los diagramas, no así nuestro comisario, quien, en la otra esquina de la barra, parlamentaba de sus quehaceres con el secretario con tal claridad que resultaría el vocal idóneo para un taquígrafo.
         Cuando regresamos, con esa alegría que otorga una panza satisfecha, el habitual desorden de carpetas nos devolvió como un sopapo a la realidad de nuestros plazos. El resoplido fue general y mi vistazo el único que reparó en la ausencia: García se había esfumado y con él algo más.
Para cualquiera que controle sus habituales dominios reconocerá que por mucho caos que reine en el despeinado mobiliario cualquier cambio se descubre de inmediato, y lo evidencié nada más pisar el despacho. Una caja, la de las pertenencias de la víctima, se encontraba abierta.
         Y mientras mis compañeros ignoraban mi nueva inquietud y jugaban a sudar conjeturas examiné la caja de cartón. Un pálpito me llevó a preguntar por si alguien hubiera trasteado con ella. Con la segunda elevación de hombros dejé de interrogar. Pero ahora era la curiosidad la que primaba por delante de la responsabilidad que suponía la desaparición de los objetos contenidos.
Acostumbrados al ridículo de nuestro innegable desprestigio el extravío de elementos de la investigación, de pruebas, nos conduciría a recuperar nuestros empolvados uniformes y a vigilar puertas como premio a una larga trayectoria de despropósitos. Sin embargo, nuestra nula perspicacia se vio alentada y dirigida hacia una sola pista y, el resto, las que salpicaban de interrogantes nuestro panel, dejaron de abrumarnos en cuanto alerté de la sustracciónn los bolsillos y junto al cadaverdar el contenido de la caja. La vestimenta no entraba en las suposiciones pero lo encontrado . Esa pertenencia podía ser el camino definitivo hacia la resolución del crimen y el supuesto García se la había llevado. Fue innecesario demostrar su autoría, el comisario se encargó de desentrañarla irrumpiendo en el despacho con el sofoco de los iracundos. La ropa del tal García y un revolver de juguete habían sido encontrados en los vestuarios junto a una taquilla abierta. Revelación confirmada en cuanto se supo, cinco minutos después, de la presentación formal del auténtico refuerzo, quien mostró sus credenciales ante el policía de la puerta.
 Rehuimos mirarnos cuando Emanuel Estante reverenció su entrada mostrando su placa de inspector. Cada uno para sus adentros recordó su nula sagacidad cuando el supuesto detective García, se presentó sin otra identidad que su demostrada caradura, por esa razón decidimos tragar saliva antes de concentrarnos en recordar los detalles del objeto desaparecido, a resultas, nuestra única tabla de salvación si es que lográbamos vincularlo. Un ejercicio que suponía extraer del bodegón de la memoria datos difusos, de sencilla fantasía y ausentes de rigurosidad. Nueva complicación surgida hasta que el refuerzo, sin otra fórmula de cortesía que un dar un paso al frente, sugirió acudir al archivo fotográfico por si la relación de las pertenencias encontradas en la víctima fue registrada.
Creo que en ese preciso instante cité los nombres de cada uno de mis compañeros para mis adentros y les miré de reojo. Y también en ese preciso momento presentí que todos los demás pensaban lo mismo. Resultábamos ser una camada de veteranos aprendices a los que el catálogo de puestos de trabajo nunca les regaló un compañero ilustrado de quien aprender. En vez de formarnos con el tiempo y acudir a las lecciones del veterano, nuestra antigüedad sólo suponía una resma de calendarios y no había grano de la paja que separar, todos éramos briznas resecas y el inspector Estante representaba, con su simple recomendación, un silo rebosante de cereales.
De una gaveta surgió el informe con el reportaje del llavero y sus cuatro llaves, el objeto desaparecido. Lo extendimos sobre la mesa y creamos un pasillo para que el inspector entendiera que nuestra pose no era la más cortés de las ofrendas, aunque lo pareciera, sino una desesperada llamada de auxilio. Con la cautela que exige la buena educación aceptó el envite, examinó las láminas y, tras acariciarse el mentón durante un minuto, se giró, nos miro a todos como a un conjunto y acabó depositando sus ojos en los del comisario, quien permanecía en el umbral disimulando su creciente interés. Acto seguido se dirigió a la mesa donde las ropas del impostor arrugaban su abandono. Las examinó, volvió a acariciarse el mentón, nos miró y acabó su repaso visual en el panel de diagramas, luego, habló.
—Es un crimen de imposible resolución, pero existen unos aspectos intrigantes que convendría aclarar.
Y dicho esto se sentó a horcajadas en una silla mientras los demás nos concentrábamos a su alrededor, afinando los oídos ante la contundencia de su alegato, sorprendidos de su rotundidad, y, para qué negarlo, más que nunca deseosos de entregar el caso a los de la central sin filtrarles ni un ápice de la conclusión a la que el inspector Estante había llegado.
—En primer lugar, antes de proceder con la intriga del impostor es primordial aclarar que de ningún modo se trata de un homicidio sino de una fatalidad, por lo tanto, el crimen como tal no existe.
—¿Un accidente? —me atreví a interrumpir ante el asombro de todos y el mío propio como consecuencia de la hostilidad que dibujaron las caras de mis superiores.
—Así es —confirmó el inspector—. Un accidente, reconozco que casi circense, pero escuchen con atención mi versión de lo sucedido: El fallecido, un reconocido empresario de la ciudad, casado, con tres hijos ocultaba su otra vida alejada de sus negocios y familia, la de una relación extramarital con otro hombre, el supuesto detective García.
El murmullo inmediato de los allí congregados tuvo que ser silenciado con el contundente reproche del comisario quien ya no disimulaba su interés y se hacía un hueco en el círculo.
—Como ya saben, la noche de su muerte —prosiguió— fue encontrado sin vida en el interior de un cajero automático con un fuerte golpe en la cabeza, su cartera desperdigada por el suelo, el dinero extraído desaparecido y, atentos al detalle, descalzo sobre un charco de orina que estimaron propio, ya saben, la relajación de esfínteres típica de un finado. El otro detalle es que su coche se encontró perfectamente estacionado una calle más arriba y, en su interior, no apareció la chaqueta del traje que, la viuda afirma en su declaración, vestía cuando salió de casa. Por lo tanto, teniendo en cuenta la ausencia de establecimientos hoteleros en la zona y que los compañeros de científica peritaron que el cuerpo nunca fue movido del lugar de su aterrizaje, me inclino a pensar en que su intención era pernoctar en el domicilio de su amante, seguramente, aledaño al cajero.
Podría resultar cómico pero mientras escuchaba al inspector me descubrí acariciándome el mentón y, lo que es más llamativo, mis compañeros, inconscientemente, imitaban el gesto. Lo cierto es que muchas preguntas me iban asaltando según la exposición se iba alargando, pero el inspector tenía el don de anticiparse a mis inquietudes e iba respondiendo a todas y cada una de ellas sin margen a nuevas interpretaciones. Confesó que en el trayecto en tren desde la capital vino leyendo las copias del atestado que le facilitó su comisario, y que la clave de todo se la revelaron las ropas de García. No dejó una pieza sin encajar en el rompecabezas de nuestro panel.
Esa misma noche fuimos a despertar al indigente que acostumbraba a dormir en el cajero. No fue necesario cotejar la orina del mendigo con la que empapó parte de las ropas del difunto, ni evidenciar que calzaba unas zapatillas de andar por casa tres números más grandes, las mismas que causaron el resbalón fatídico y que se calzó una vez que recogió su somier de cartones y el dinero esparcido por el suelo. Averiguar el domicilio de García fue más sencillo de lo esperado gracias a los consejos de Estante.
Según su cadena de acontecimientos, quien baja con urgencia a un cajero con ese tipo de calzado es aquel que ha encargado comida a domicilio y descubre no disponer del suficiente metálico. Consultamos los quince chinos del barrio y en la tercera pizzería visitada una dirección marcada en rojo, bajo el epígrafe «capullo», constaba en el dietario en la fecha del óbito.
Nuestra insistencia con el picaporte no obtuvo frutos pero la pizzería nos facilitó el teléfono y lo marcamos desde el rellano. Manuel Sinsargo —figuraba en el buzón— no descolgó pero la tarima reveló sus pasos de cautela y nuestras voces, firmes por saberse escuchadas, doblegaron su encierro. Cuatro cerrojos descorrieron sus bloqueos y la puerta blindada se abrió para mostrar a nuestro infame detective. Cuasi irreconocible, acicalado como un príncipe de la Disney, ofrecía sus muñecas muy a nuestro pesar, pues su declaración y las ropas sustraídas de la taquilla eran todo el botín estimado en la visita. Expuestas nuestras intenciones, aún tembloroso, a pesar del giro de su suerte, se dejó caer en el sofá y comenzó a largar su historia con cierta congoja en cada pausa.
La noche del deceso, con una botella en la mano, regresaba a casa cuando las luces naranjas y azules de los vehículos de emergencia cegaron su vista acostumbrada a las farolas. Tuvo que pedir permiso para salvar el cordón que acotaba las inmediaciones del cajero y poder llegar hasta el portal. Su curiosidad por lo sucedido era menor que sus ganas por llegar a casa. Cena con velas y la promesa de un par de horas sin interrupciones.  Él, nuestro supuesto García, había salido a por vino al colmado de la esquina mientras su amante encargaba unas pizzas por teléfono. Dejó las llaves puestas, quedaron que le abriría. Su infructuosa insistencia con el telefonillo le obligó a recular y se vio de nuevo tras el cordón con frecuentes vistazos a la luz de su ventana por si el amante asomaba. A la hora, el juez, y media más tarde, los del tanatorio, para llevarse un cadáver que antes de embolsarlo pudo reconocer.
Un indigente le sorprendió desorientado, entre lágrimas, en uno de los bancos del parque, frente a su casa y le interrogó por la botella. Se ofreció a abrirla previo compromiso de un trago. Olía a orines y al rancio hedor de la vida entre soportales, pero la desdicha atenuó sus escrúpulos, pues su cuerpo lacerado por la muerte prójima le pedía sumergirse en el alcohol como único y más inmediato refugio. Fue un error.
No quedó una gota que lamer y la madrugada le despertó con el frío letal que aúnan la intemperie, la resaca y la depresión. Por toda ropa su traje de comercial de puerta en puerta y por almohada su corbata. Sin cartera, sustraída por los búhos, sin llaves y sin ningún ánimo por sacudirse el manto del desconcierto, los cuatro euros de las vueltas del vino supusieron todo el caudal para afrontar una subsistencia que pensó inmerecida ya sin su compañero. Le dio para nuevos vinos peleones y el pan, cuatro barras, una por día, la última la estiró tres jornadas más. Aprendió del indigente, quien juró desconocer el paradero de la billetera, a pasar las noches entre cartones, y cuando el último mendrugo se solidificó hacia la dureza del granito recordó el día de su marcha del pueblo tras confesar su homosexualidad. Fue en los tiempos en que comenzó por alojarse en una pensión del centro y consiguió un trabajo de comercial gracias a la finura de sus modales. Las enciclopedias volvían con fuerza, eso le dijeron. Con el flequillo todavía húmedo, su primera puerta le abrió todas las demás. La casualidad, mejor dicho, una lumbalgia, quiso que el empresario se encontrara solo en casa. No le prestó ninguna atención sobre las excelencias de la enciclopedia pero, sin embargo, no perdió detalle de su boca mientras las explicaba. Eso le confesó el difunto cuando, tras pedirle la tarjeta, le llamó esa misma tarde. Lo demás transcurrió tan rápido como ideal. Le puso un piso y tanta protección le quiso dar que a la semana del fallecimiento, cuando acudió a un cerrajero —cansado y hambriento de herrar su luto entre apestados—, su desaseado aspecto y la solidez de la puerta espantaron al mecánico, receloso ante el discurso de un indocumentado.
Su penitencia se extendió tres semanas más de lo que el dolor de la pérdida tardó en diluirse. Atenuada la frecuencia de las réplicas emocionales, éstas punzaban su ánimo con menos intensidad que la mugre y el hambre su espíritu. Y fueron el acicate suficiente para intentar ganar por la ventanas una ducha, documentos, un hogar; en definitiva, la tranquilidad perdida en su largo responso. Pero esa nueva vía de acceso elegida resultó tan imposible como peligrosa intentarla. Y fue la casualidad la que quiso que en una ronda de bares buscando los restos de desayunos, todavía humeantes, que el personal abandona en ese precipicio de las prisas antes de que el camarero las retire, cuando escuchó una propuesta en una policial voz atronadora que le llevó a la desesperada idea de suplantar al inspector solicitado.
No tuvimos oportunidad de despedirnos de Emanuel Estante, nuevos asuntos le reclamaban en otra parte del país y se largó con la misma fluidez con que desentrañó las singularidades del caso. Desde su marcha, nos dedicamos a repasar aquellos sucesos que tachamos como imposibles y aunque se siguieron resistiendo, desde entonces, afrontamos los venideros con esa caricia en la punta de la pera en honor a nuestro refuerzo.



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