Llegó con esa mirada abierta que acompaña a los extraviados
cuando penetran en una estancia por primera vez y aunque antes de entrar le
descubrí leyendo nuestro rótulo, muchas dudas demostraron los pasos cortos que
dio una vez cruzada la puerta. Fue entonces cuando se despojó de la chaqueta, carraspeó
para hacerse notar y pudimos ver su revolver comido por la cintura en unos
pantalones tan arrugados como su manchada camisa. Ahora bien, su corbata presentaba
un nudo tan impecable que conseguía eclipsar su mamarracho aspecto. Aquella
puesta en escena concentró un par de parpadeos del resto de los presentes antes
de continuar con la discusión acerca del caso que nos ocupaba. Además del jefe,
cinco policías formábamos el grupo de investigación de homicidios y todos
rodeábamos, en ese momento, la mesa donde acumulábamos en papel lo concerniente
a nuestras pesquisas del último mes. Lo cierto es que nadie le dirigió un
primer saludo de bienvenida, pero luchábamos contra el plazo dado por la
jefatura para resolver un homicidio antes de que los de la central nos lo
birlaran como de costumbre.
Esa fue la razón por la que
nuestro comisario, harto de que nos chulearan los de la capital y le sacaran
los colores en la junta de seguridad, acudiera a sus contactos de promoción
para que le cedieran a alguno de sus mejores hombres sin que tal favor
trascendiera en la cúpula policial. Esa fue la razón por la que desconocíamos la
llegada de refuerzos, pero nunca pudimos imaginar que un tipejo, que parecía
sujetarse los pantalones con la presión de las cachas de su revolver en su
huesuda cadera, supusiese la piedra de toque, el revulsivo que nos llevara al
éxito. Tampoco lo creyó el comisario, a pesar de su auspicio, nada más
descubrirlo desde el pasillo. Su primera impresión debió coincidir con la
nuestra y debió tragar saliva antes de interceder para presentárnoslo. Su
interrupción detuvo por completo nuestra nueva tormenta de ideas de esa mañana
que, como a paladas, volcábamos sobre el cenáculo poco convencidos de su prosperidad.
—Les presento
al refuerzo. ¿Cuál es su nombre, hijo? —preguntó girándose hacia el recién
llegado con la mano de sordina, gesto a las claras insuficiente para contener su
atronadora voz.
Un susurro pareció salir de la
boca del joven.
—¿Eh? García... Ejem, el
detective García viene a reforzar la investigación. Ya sé que no les dije nada,
no pongan esas caras, su solicitud la he llevado con mucha discreción para
evitar filtraciones en la central, por esa razón lo he orquestado todo desde la
cafetería de la Encarna. Durante un par de turnos será su compañero, trátenlo
como a un igual, póngale al día y concédanle todo lo que necesite.
Todos
resoplamos en cuanto el comisario se perdió por el pasillo, y, por supuesto,
ignoramos a García, salvo Mauricio, nuestro jefe de brigada, quien le tendió la
mano y le explicó un poco por encima la situación. Pero García parecía disperso
con la mirada puesta en el diagrama de la pizarra donde las fotos de los
sucesos se enlazaban con las líneas, los datos al pie e interrogantes, docenas
de interrogantes, demasiados, tantos como líneas y fotos.
Ante el pasmo de
nuestro peculiar refuerzo con el paisaje, un «por dónde íbamos» de Mauricio retomó
la reunión de brazos arremangados y apoyados en el canto de la mesa donde
rodeábamos los expedientes como si, en el acecho, los obligáramos a derrotar la
salida del laberinto. Y nos olvidamos de García, quien, ahora, caminaba entre
el resto de documentos que poblaban las mesas de la brigada con las manos
cruzadas sobre sus riñones como un curioso en la Cuesta de Moyano.
Por mucho que
la presión de una cuenta atrás fuera agobiante, la hora del café no se
perdonaba y a las once sujetábamos una taza donde la Encarna. Cualquier tema de
conversación distinto a los vertidos en la oficina era aplaudido, quizá por esa
razón tampoco nadie quiso tertuliar sobre García, quien debía seguir en la brigada
absorto con los diagramas, no así nuestro comisario, quien, en la otra esquina
de la barra, parlamentaba de sus quehaceres con el secretario con tal claridad
que resultaría el vocal idóneo para un taquígrafo.
Cuando
regresamos, con esa alegría que otorga una panza satisfecha, el habitual
desorden de carpetas nos devolvió como un sopapo a la realidad de nuestros
plazos. El resoplido fue general y mi vistazo el único que reparó en la
ausencia: García se había esfumado y con él algo más.
Para cualquiera que controle sus habituales
dominios reconocerá que por mucho caos que reine en el despeinado mobiliario
cualquier cambio se descubre de inmediato, y lo evidencié nada más pisar el
despacho. Una caja, la de las pertenencias de la víctima, se encontraba
abierta.
Y mientras mis
compañeros ignoraban mi nueva inquietud y jugaban a sudar conjeturas examiné la
caja de cartón. Un pálpito me llevó a preguntar por si alguien hubiera
trasteado con ella. Con la segunda elevación de hombros dejé de interrogar. Pero
ahora era la curiosidad la que primaba por delante de la responsabilidad que
suponía la desaparición de los objetos contenidos.
Acostumbrados al ridículo de
nuestro innegable desprestigio el extravío de elementos de la investigación, de
pruebas, nos conduciría a recuperar nuestros empolvados uniformes y a vigilar
puertas como premio a una larga trayectoria de despropósitos. Sin embargo, nuestra
nula perspicacia se vio alentada y dirigida hacia una sola pista y, el resto,
las que salpicaban de interrogantes nuestro panel, dejaron de abrumarnos en
cuanto alerté de la sustracción . Esa pertenencia podía ser el
camino definitivo hacia la resolución del crimen y el supuesto García se la
había llevado. Fue innecesario demostrar su autoría, el comisario se encargó de
desentrañarla irrumpiendo en el despacho con el sofoco de los iracundos. La
ropa del tal García y un revolver de juguete habían sido encontrados en los vestuarios
junto a una taquilla abierta. Revelación confirmada en cuanto se supo, cinco
minutos después, de la presentación formal del auténtico refuerzo, quien mostró
sus credenciales ante el policía de la puerta.
Rehuimos mirarnos cuando Emanuel Estante
reverenció su entrada mostrando su placa de inspector. Cada uno para sus
adentros recordó su nula sagacidad cuando el supuesto detective García, se
presentó sin otra identidad que su demostrada caradura, por esa razón decidimos
tragar saliva antes de concentrarnos en recordar los detalles del objeto
desaparecido, a resultas, nuestra única tabla de salvación si es que lográbamos
vincularlo. Un ejercicio que suponía extraer del bodegón de la memoria datos
difusos, de sencilla fantasía y ausentes de rigurosidad. Nueva complicación
surgida hasta que el refuerzo, sin otra fórmula de cortesía que un dar un paso
al frente, sugirió acudir al archivo fotográfico por si la relación de las
pertenencias encontradas en la víctima fue registrada.
Creo que en ese preciso instante
cité los nombres de cada uno de mis compañeros para mis adentros y les miré de
reojo. Y también en ese preciso momento presentí que todos los demás pensaban
lo mismo. Resultábamos ser una camada de veteranos aprendices a los que el
catálogo de puestos de trabajo nunca les regaló un compañero ilustrado de quien
aprender. En vez de formarnos con el tiempo y acudir a las lecciones del
veterano, nuestra antigüedad sólo suponía una resma de calendarios y no había
grano de la paja que separar, todos éramos briznas resecas y el inspector Estante
representaba, con su simple recomendación, un silo rebosante de cereales.
De una gaveta surgió el informe
con el reportaje del llavero y sus cuatro llaves, el objeto desaparecido. Lo
extendimos sobre la mesa y creamos un pasillo para que el inspector entendiera
que nuestra pose no era la más cortés de las ofrendas, aunque lo pareciera,
sino una desesperada llamada de auxilio. Con la cautela que exige la buena
educación aceptó el envite, examinó las láminas y, tras acariciarse el mentón
durante un minuto, se giró, nos miro a todos como a un conjunto y acabó
depositando sus ojos en los del comisario, quien permanecía en el umbral disimulando
su creciente interés. Acto seguido se dirigió a la mesa donde las ropas del
impostor arrugaban su abandono. Las examinó, volvió a acariciarse el mentón,
nos miró y acabó su repaso visual en el panel de diagramas, luego, habló.
—Es un crimen de imposible resolución,
pero existen unos aspectos intrigantes que convendría aclarar.
Y dicho esto se sentó a
horcajadas en una silla mientras los demás nos concentrábamos a su alrededor,
afinando los oídos ante la contundencia de su alegato, sorprendidos de su
rotundidad, y, para qué negarlo, más que nunca deseosos de entregar el caso a
los de la central sin filtrarles ni un ápice de la conclusión a la que el
inspector Estante había llegado.
—En primer lugar, antes de proceder
con la intriga del impostor es primordial aclarar que de ningún modo se trata
de un homicidio sino de una fatalidad, por lo tanto, el crimen como tal no
existe.
—¿Un accidente? —me atreví a
interrumpir ante el asombro de todos y el mío propio como consecuencia de la
hostilidad que dibujaron las caras de mis superiores.
—Así es —confirmó el inspector—.
Un accidente, reconozco que casi circense, pero escuchen con atención mi
versión de lo sucedido: El fallecido, un reconocido empresario de la ciudad, casado,
con tres hijos ocultaba su otra vida alejada de sus negocios y familia, la de una
relación extramarital con otro hombre, el supuesto detective García.
El murmullo inmediato de los allí
congregados tuvo que ser silenciado con el contundente reproche del comisario
quien ya no disimulaba su interés y se hacía un hueco en el círculo.
—Como ya saben, la noche de su
muerte —prosiguió— fue encontrado sin vida en el interior de un cajero
automático con un fuerte golpe en la cabeza, su cartera desperdigada por el
suelo, el dinero extraído desaparecido y, atentos al detalle, descalzo sobre un
charco de orina que estimaron propio, ya saben, la relajación de esfínteres
típica de un finado. El otro detalle es que su coche se encontró perfectamente estacionado
una calle más arriba y, en su interior, no apareció la chaqueta del traje que, la
viuda afirma en su declaración, vestía cuando salió de casa. Por lo tanto,
teniendo en cuenta la ausencia de establecimientos hoteleros en la zona y que los
compañeros de científica peritaron que el cuerpo nunca fue movido del lugar de
su aterrizaje, me inclino a pensar en que su intención era pernoctar en el
domicilio de su amante, seguramente, aledaño al cajero.
Podría resultar cómico pero
mientras escuchaba al inspector me descubrí acariciándome el mentón y, lo que
es más llamativo, mis compañeros, inconscientemente, imitaban el gesto. Lo
cierto es que muchas preguntas me iban asaltando según la exposición se iba
alargando, pero el inspector tenía el don de anticiparse a mis inquietudes e iba
respondiendo a todas y cada una de ellas sin margen a nuevas interpretaciones.
Confesó que en el trayecto en tren desde la capital vino leyendo las copias del
atestado que le facilitó su comisario, y que la clave de todo se la revelaron
las ropas de García. No dejó una pieza sin encajar en el rompecabezas de
nuestro panel.
Esa misma noche fuimos a
despertar al indigente que acostumbraba a dormir en el cajero. No fue necesario
cotejar la orina del mendigo con la que empapó parte de las ropas del difunto,
ni evidenciar que calzaba unas zapatillas de andar por casa tres números más
grandes, las mismas que causaron el resbalón fatídico y que se calzó una vez
que recogió su somier de cartones y el dinero esparcido por el suelo. Averiguar
el domicilio de García fue más sencillo de lo esperado gracias a los consejos
de Estante.
Según su cadena de
acontecimientos, quien baja con urgencia a un cajero con ese tipo de calzado es
aquel que ha encargado comida a domicilio y descubre no disponer del suficiente
metálico. Consultamos los quince chinos del barrio y en la tercera pizzería
visitada una dirección marcada en rojo, bajo el epígrafe «capullo», constaba en
el dietario en la fecha del óbito.
Nuestra insistencia con el
picaporte no obtuvo frutos pero la pizzería nos facilitó el teléfono y lo
marcamos desde el rellano. Manuel Sinsargo —figuraba en el buzón— no descolgó
pero la tarima reveló sus pasos de cautela y nuestras voces, firmes por saberse
escuchadas, doblegaron su encierro. Cuatro cerrojos descorrieron sus bloqueos y
la puerta blindada se abrió para mostrar a nuestro infame detective. Cuasi
irreconocible, acicalado como un príncipe de la Disney, ofrecía sus muñecas muy
a nuestro pesar, pues su declaración y las ropas sustraídas de la taquilla eran
todo el botín estimado en la visita. Expuestas nuestras intenciones, aún
tembloroso, a pesar del giro de su suerte, se dejó caer en el sofá y comenzó a
largar su historia con cierta congoja en cada pausa.
La noche del deceso, con una
botella en la mano, regresaba a casa cuando las luces naranjas y azules de los
vehículos de emergencia cegaron su vista acostumbrada a las farolas. Tuvo que
pedir permiso para salvar el cordón que acotaba las inmediaciones del cajero y
poder llegar hasta el portal. Su curiosidad por lo sucedido era menor que sus
ganas por llegar a casa. Cena con velas y la promesa de un par de horas sin
interrupciones. Él, nuestro supuesto
García, había salido a por vino al colmado de la esquina mientras su amante
encargaba unas pizzas por teléfono. Dejó las llaves puestas, quedaron que le
abriría. Su infructuosa insistencia con el telefonillo le obligó a recular y se
vio de nuevo tras el cordón con frecuentes vistazos a la luz de su ventana por
si el amante asomaba. A la hora, el juez, y media más tarde, los del tanatorio,
para llevarse un cadáver que antes de embolsarlo pudo reconocer.
Un indigente le sorprendió
desorientado, entre lágrimas, en uno de los bancos del parque, frente a su casa
y le interrogó por la botella. Se ofreció a abrirla previo compromiso de un
trago. Olía a orines y al rancio hedor de la vida entre soportales, pero la
desdicha atenuó sus escrúpulos, pues su cuerpo lacerado por la muerte prójima le pedía sumergirse en el alcohol como único y más inmediato refugio. Fue un
error.
No quedó una gota que lamer y la
madrugada le despertó con el frío letal que aúnan la intemperie, la resaca y la
depresión. Por toda ropa su traje de comercial de puerta en puerta y por
almohada su corbata. Sin cartera, sustraída por los búhos, sin llaves y sin
ningún ánimo por sacudirse el manto del desconcierto, los cuatro euros de las
vueltas del vino supusieron todo el caudal para afrontar una subsistencia que
pensó inmerecida ya sin su compañero. Le dio para nuevos vinos peleones y el pan,
cuatro barras, una por día, la última la estiró tres jornadas más. Aprendió del
indigente, quien juró desconocer el paradero de la billetera, a pasar las
noches entre cartones, y cuando el último mendrugo se solidificó hacia la
dureza del granito recordó el día de su marcha del pueblo tras confesar su homosexualidad.
Fue en los tiempos en que comenzó por alojarse en una pensión del centro y consiguió un
trabajo de comercial gracias a la finura de sus modales. Las enciclopedias
volvían con fuerza, eso le dijeron. Con el flequillo todavía húmedo, su primera
puerta le abrió todas las demás. La casualidad, mejor dicho, una lumbalgia,
quiso que el empresario se encontrara solo en casa. No le prestó ninguna
atención sobre las excelencias de la enciclopedia pero, sin embargo, no perdió
detalle de su boca mientras las explicaba. Eso le confesó el difunto cuando,
tras pedirle la tarjeta, le llamó esa misma tarde. Lo demás transcurrió tan
rápido como ideal. Le puso un piso y tanta protección le quiso dar que a la
semana del fallecimiento, cuando acudió a un cerrajero —cansado y hambriento de
herrar su luto entre apestados—, su desaseado aspecto y la solidez de la puerta
espantaron al mecánico, receloso ante el discurso de un indocumentado.
Su penitencia se extendió tres
semanas más de lo que el dolor de la pérdida tardó en diluirse. Atenuada la
frecuencia de las réplicas emocionales, éstas punzaban su ánimo con menos
intensidad que la mugre y el hambre su espíritu. Y fueron el acicate suficiente
para intentar ganar por la ventanas una ducha, documentos, un hogar; en
definitiva, la tranquilidad perdida en su largo responso. Pero esa nueva vía de
acceso elegida resultó tan imposible como peligrosa intentarla. Y fue la
casualidad la que quiso que en una ronda de bares buscando los restos de
desayunos, todavía humeantes, que el personal abandona en ese precipicio de las
prisas antes de que el camarero las retire, cuando escuchó una propuesta en una
policial voz atronadora que le llevó a la desesperada idea de suplantar al
inspector solicitado.
No tuvimos oportunidad de
despedirnos de Emanuel Estante, nuevos asuntos le reclamaban en otra parte del
país y se largó con la misma fluidez con que desentrañó las singularidades del
caso. Desde su marcha, nos dedicamos a repasar aquellos sucesos que tachamos
como imposibles y aunque se siguieron resistiendo, desde entonces, afrontamos
los venideros con esa caricia en la punta de la pera en honor a nuestro
refuerzo.
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