Llevado por las iras de la debilidad
aferré las riendas de mi existencia y terminé, una noche más, caminando sobre
las escandalosas puntillas de una nueva borrachera.
Entre los vapores de la ginebra
mi desequilibrado sigilo hacia el dormitorio surgía por la costumbre de una
cautela ya innecesaria. Mucho tiempo ha transcurrido desde que una luz al fondo
del pasillo dejó de recibirme. Se extinguió mi amor, decepcionado, y, de su
mano, dos hijos, igualmente cabizbajos, acordaron su exilio mientras el alcohol
siguiera inundando mis entrañas. Enjugué mis lágrimas con su carta del adiós y,
al instante, la hice trizas negando la necesidad de sus abrazos.
Desde entonces, calzado, pantalón
y camisa alfombran mi dormitorio. Las sábanas arrugan la recepción de mi cuerpo
impregnado con el rancio aroma de los bares de persiana. Charlas recientes,
inconexas, superfluas, las vertidas ante el último vaso martillean mi sopor previo
al desmayo. Cuadros, lámpara y mesilla bailan sus giros mientras sollozo mi extenuación,
el mareo del mendigo de ternura que, al mismo tiempo, odia la compasión que
tanto necesita. Maldigo, culpo al prójimo que acepta mi dinero a cambio de un
trago y a quien brinda y calla su misma y dolorosa soledad. ¿No descifra en mis
ojos mi ruego? ¿Es incapaz de descubrir que mi vehemente solicitud reclama lo
contrario? Necesito ayuda y me circundan conspiradores. Se han puesto de
acuerdo para joderme. Mañana, mañana todo va a cambiar. Me largaré a las
montañas y viviré de sus frutos, o mejor, me embarcaré bajo una bandera de
Arabia que surque los mares donde espumen las olas más altas y pueda vaciar mi
organismo mirando a la cara, en cada embate, cómo llama a la muerte el océano
bravo al marinero. Mi piel se curtirá y mi pelo encanecido será domado por lo
vientos, sujetaré mis vómitos, respiraré la sal pulverizada y descubriré
camaradas que invitan con los hombros a su amistad y gruñen su aprobación ante
una bodega rebosante de capturas. Y volveré con las arrugas del acecho, del
sobrio, y recuperaré a mi familia, y encontrarán mi reinvención a pesar de sus
reticencias, lógicas pues mucho daño causé.
Asumo que ni todas las cobras de
la India reúnen el veneno comparable a la perversidad infecta de un solo ser
humano poseído por el amor a la botella. Basta una víctima, enamorada de un pasado,
empecinada con ese recuerdo, de aquel galán con quien bailó hasta el amanecer, convencida
de que con sus piadosas maniobras, con los efectos inconfundibles de su cariño
ancestral detendrá la desgracia de su borracho y jamás descubrirá, por culpa de
ese empeño sanador, cómo la arrastra hacia el mismo desagüe de su perdición.
Mañana, mañana despido mi agonía.
Celebraré su marcha con un último brindis, ni siquiera lo saborearé. Sí,
mañana, seguro, el último.
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