martes, 26 de agosto de 2014

La escoba

          La estufa, que reinaba en el centro del refugio, dejó de ser el foco de adoración de perros y cabreros y su curiosidad se dirigió a la silueta parduzca que irrumpía en ese instante por la puerta.
Cuando logró cerrarla, pese al empuje del viento silbando su protesta por las rendijas, los candiles recuperaron su intensidad y, por fin, pudieron distinguir algo mejor la sombra del recién llegado, cuya verdadera naturaleza no quedaría desvelada hasta que se librara de las ropas. Acto que se demoró lo suficiente para mantener la intriga sobre quién, a esas horas de la noche y con la tempestad golpeando las contraventanas, había llegado envuelto en cristales de hielo.
Del ropaje destacaba su turbante llevado a chalina que dejaba un resquicio mínimo para la visión. Además de un abrigo de cien pieles, cosido a puntadas de esquimal, calzaba unas botas altas que, una vez sacudidas a coces contra el suelo, destrenzaron los nudos de barro y nieve y fueron las primeras prendas en ganar la esquina, donde se acumulaban las otras, ya secas, en el orden perfecto de una noche de reyes.
Los allí reunidos habían vaticinado el temporal para tres días y aquel reducto de vigas de madera, teja de pizarra, una teña para el ganado y una letrina a quince pasos de la entrada les obligaría a una convivencia tan estrecha durante ese tiempo que la intimidad sólo se garantizaba afuera, a veinte grados bajo cero, a la dicha de los lobos.
Cuando el extraño terminó de desnudarse, el silencio cubrió el refugio y ni siquiera el crepitar de la leña devorada por las llamas trascendió más allá de los gruñidos guturales de los expectantes, al descubrir, que era una mujer quien se unía a su círculo sin otro interés que acomodarse.
El más veterano de los trashumantes, un viejo trampero habitual en aquella remota cordillera, lejos de admirar la innegable belleza de la visita, ante el comportamiento esquivo de su perro y guiado por su instinto cazador no tardó en recoger sus mantas. Prefería las pulgas, los molestos cencerros y el berreo en el establo antes de tener que presenciar el episodio violento que barruntaba. Así, sin mediar palabra, con la precipitación como pijama, cegado por la ventisca, tropezando a cada paso, abandonó el refugio hacia el cobertizo, retiró una vieja escoba que trancaba la puerta y se extrañó al verse acompañado del resto de perros, ajenos a la desaprobación de sus amos.
Una diosa, esa es la apariencia que surgió debajo de las toscas prendas y la que ocupó asiento junto a la estufa con el fin de recobrar el color rosado habitual de la punta de sus dedos. Ajena al estupor reinante, giró sus manos hacia la lumbre como quien moldea una esfera y su mirada se perdió en el hipnótico reflejo de las llamas, ausente, sin reparar en la turbación que aumentaba a su alrededor.
Olía a manantial, a junco, al frescor picante de las cebollas tiernas que al tajo sudan el vaho de las lágrimas. Esos efluvios propios de las damas de la planicie, donde los tratantes esperan al rebaño y los pastores su recompensa. Premio que acostumbraban a dilapidar en las casas de citas y que jamás pensaron en ahorrárselo en aquel aislamiento, hasta que apareció la joven, la diosa.
Pero antes de que aquellos desesperados se organizaran para sujetarla, ésta se levantó hacia el camastro del rincón, se desnudó por completo y, mirando a los ojos de los acechantes, sonrió antes de señalar al más enclenque.
—Sólo tú —dijo, retirando el embozo.
Y los pastores se miraron unos a otros mientras los muelles de las navajas resonaban en su abanico.
 El resto de la noche la ventisca aulló entre los pinares y estos amanecieron con la mitad de su corteza congelada y sus copas blancas vencidas por el peso de cinco metros de nieve. El sol surgió lo suficiente a primera hora para que, desde el cobertizo, el veterano trashumante asumiera la desaparición de los caminos, su encierro.
No tardó el cielo en cubrirse de nuevo y durante dos días más la naturaleza quiso comprobar la resistencia de las bestias y de los hombres bajo aquellas condiciones imposibles para la vida.
Al tercer día, el sol lució como si la atmósfera se hubiera ulcerado de tanta descarga y los rayos ardieron sobre la cordillera convirtiendo cada vaguada en un formidable torrente. Los caminos se espesaron de barro, los terrenos cedieron bajo las raíces y convirtieron las laderas en un caos de astillas y rocas.
Una semana más tarde, el viejo trampero llegó a la planicie en compañía de los cinco perros que, como él, sobrevivieron a la congelación sumergidos bajo el goteo de cadáveres del medio millar de cabras que perecieron por la inclemencia. Cuando le preguntaron por sus compañeros de travesía tan solo refirió el lugar donde podían encontrar sus cuerpos: el refugio. Pero antes de que fueran en su búsqueda les advirtió:
—Si la tormenta les sorprende o la noche se les echa encima, no compartan techo si quien llega de la nada oculta la escoba en la que vino.

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