viernes, 8 de agosto de 2014

Vuelo

            Cada noche enlazo mi sueño con el de la anterior. El inicio siempre es el mismo: abro la ventana de mi cuarto y me lanzo al vacío con la certeza de las aves. Vuelo por encima de los tejados y por las vidas que descansan bajo ellos, y asciendo hasta sentir el frío de las alturas. Mi pijama aletea en el ascenso, mis ojos se enjuagan en lágrimas por la velocidad mientras observo cómo la luna tiñe de plata azoteas, nubes y cumbres hasta que la lejanía las convierte en collares de luces, enredados, como los que descansan en los joyeros. Detengo mi vuelo con el primer escalofrío y busco la concentración de destellos de la noche previa, y me lanzo hacia ella mientras el abrazo caluroso de la tierra me acoge de nuevo.
            Mis oídos se pueblan de los sonidos propios de la ciudad dormida. Algo acorchado el camión de la basura allá en la esquina engullendo su cena, el cimbreo de las hojas de las más altas copas, persianas de negocios estirando el cierre, pero nunca escucho voces, sólo vislumbro sueños entre las penumbras que el alumbrado capitula. Y descifro los pensamientos de los durmientes que se filtran por las comisuras de las ventanas como hilos de humo. Es mi don y mi tarea interpretar el ascenso de miles de hebras hasta que se unen en el cielo formando una nube de ensoñaciones.
            Patrullo entre esas volutas y me agolpo a las ventanas donde el instinto me lleva. La respiración pausada de quienes descansan excita al zahorí que dirige mi vuelo. Hoy retomo la historia de un niño, mis predilectos, los que me llenan de esperanza. Dos años apenas cumple. Su felicidad extrema se percibe en el peluche que agarra contra su pecho. A un palmo de su boca, un chupete queda varado entre los pliegues de las sábanas. A sus pies, la manta primorosa se arruga y deja al aire la postura de su rechoncho cuerpo que anuncia las metas de su crecimiento. Hoyuelos en los nudillos, roscas en cuello y muñecas, y la piel. Tapiz sin costuras, sin poros, sin surcos, sin una sola señal de su breve encuentro con la vida. Alfombra de bienvenida que tatuará la buenaventura o se mellará de desencuentros.     
            De su minúscula nariz fluye el aliento de las recientes vivencias. Novedades, sorpresa, ilusión por lo nimio, por la felicitación, por el aplauso; pureza, inocencia, cariño, amor desbordante. ¿La última vez? Por una pinza de la ropa que preside esta noche la alacena de sus juguetes preferidos. Alejandro se llama mi reciente visita y solo sueña con ser querido.
            Vuelvo a ganar altura y observo mis pies desnudos flotar sobre las cornisas. Busco una nube con la forma adecuada y me estiro sobre su contorno. Una vez más llego a la misma pregunta que me planteo con cada incursión en el universo de los niños. ¿Por qué, surgidos y necesitados de tanto amor, es la maldad la que maneja el mundo?
Y me despierto a mis cuarenta y cinco, y mis oídos recuperan el estruendo que me rodea. Soy un invasor más de una tierra que apenas puede sujetar nuestra barbarie.

Al final de la jornada, antes de regresar a casa y excusarme por mi retraso, me pierdo en un rincón que a todo el mundo oculto. Si mi familia pudiera costearse un detective su siguiente desembolso acabaría destinado en la consulta obligada a un psiquiatra. Pero no tengo ninguna gana de explicar en un diván por qué mantengo el cuidado de un jardín secreto. A nadie podría convencer de que necesito de su oxígeno para sentir mi aportación en una batalla perdida con la autovía que lo bordea en la ciudad que lo encierra. Cuando la realidad es que desde su mimo y contemplación recibo el ánimo terrenal para volar cada noche en busca de la esperanza. 

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