Cada noche enlazo mi sueño con el de la anterior. El
inicio siempre es el mismo: abro la ventana de mi cuarto y me lanzo al vacío
con la certeza de las aves. Vuelo por encima de los tejados y por las vidas que
descansan bajo ellos, y asciendo hasta sentir el frío de las alturas. Mi pijama
aletea en el ascenso, mis ojos se enjuagan en lágrimas por la velocidad
mientras observo cómo la luna tiñe de plata azoteas, nubes y cumbres hasta que
la lejanía las convierte en collares de luces, enredados, como los que
descansan en los joyeros. Detengo mi vuelo con el primer escalofrío y busco la concentración
de destellos de la noche previa, y me lanzo hacia ella mientras el abrazo
caluroso de la tierra me acoge de nuevo.
Mis oídos se pueblan de los sonidos propios de la ciudad
dormida. Algo acorchado el camión de la basura allá en la esquina engullendo su
cena, el cimbreo de las hojas de las más altas copas, persianas de negocios
estirando el cierre, pero nunca escucho voces, sólo vislumbro sueños entre las
penumbras que el alumbrado capitula. Y descifro los pensamientos de los
durmientes que se filtran por las comisuras de las ventanas como hilos de humo.
Es mi don y mi tarea interpretar el ascenso de miles de hebras hasta que se
unen en el cielo formando una nube de ensoñaciones.
Patrullo entre esas volutas y me agolpo a las ventanas
donde el instinto me lleva. La respiración pausada de quienes descansan excita
al zahorí que dirige mi vuelo. Hoy retomo la historia de un niño, mis
predilectos, los que me llenan de esperanza. Dos años apenas cumple. Su
felicidad extrema se percibe en el peluche que agarra contra su pecho. A un palmo
de su boca, un chupete queda varado entre los pliegues de las sábanas. A sus
pies, la manta primorosa se arruga y deja al aire la postura de su rechoncho
cuerpo que anuncia las metas de su crecimiento. Hoyuelos en los nudillos,
roscas en cuello y muñecas, y la piel. Tapiz sin costuras, sin poros, sin
surcos, sin una sola señal de su breve encuentro con la vida. Alfombra de
bienvenida que tatuará la buenaventura o se mellará de desencuentros.
De su minúscula nariz fluye el aliento de las recientes
vivencias. Novedades, sorpresa, ilusión por lo nimio, por la felicitación, por
el aplauso; pureza, inocencia, cariño, amor desbordante. ¿La última vez? Por
una pinza de la ropa que preside esta noche la alacena de sus juguetes
preferidos. Alejandro se llama mi reciente visita y solo sueña con ser querido.
Vuelvo a ganar altura y observo mis pies desnudos flotar
sobre las cornisas. Busco una nube con la forma adecuada y me estiro sobre su
contorno. Una vez más llego a la misma pregunta que me planteo con cada
incursión en el universo de los niños. ¿Por qué, surgidos y necesitados de
tanto amor, es la maldad la que maneja el mundo?
Y me
despierto a mis cuarenta y cinco, y mis oídos recuperan el estruendo que me
rodea. Soy un invasor más de una tierra que apenas puede sujetar nuestra
barbarie.
Al
final de la jornada, antes de regresar a casa y excusarme por mi retraso, me
pierdo en un rincón que a todo el mundo oculto. Si mi familia pudiera costearse
un detective su siguiente desembolso acabaría destinado en la consulta obligada a
un psiquiatra. Pero no tengo ninguna gana de explicar en un diván por qué
mantengo el cuidado de un jardín secreto. A nadie podría convencer de que
necesito de su oxígeno para sentir mi aportación en una batalla
perdida con la autovía que lo bordea en la ciudad que lo encierra. Cuando la
realidad es que desde su mimo y contemplación recibo el ánimo terrenal para volar cada noche en busca de la esperanza.
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