martes, 2 de septiembre de 2014

Desconocidos habituales

         Ya desde muy pequeñita jugaba a adivinar profesiones en el autobús. Cogida de la mano a mi madre, en cada parada, durante la demora en el pago del billete, atribuía oficios a los pasajeros que se iban incorporando.
         Mucho más tarde, en mi adolescencia, aquella costumbre evolucionó y se dirigió a imaginar maridos de entre aquellos guapos muchachos del instituto. Mi mejor amiga, aún conocedora de mis fantasías, se enfadaba conmigo cuando, al paso de los mozos, me olvidaba de ella y me sumía en un trance en el que los peinaba, les cambiaba la vestimenta y los colgaba de mi brazo para presumirlos por el barrio de la envidia.
         Unos cuantos años han transcurrido desde aquel entonces y mi licenciatura me llevó a una empresa al otro lado de la ciudad. Dos autobuses, un metro, además de un largo paseo a pie, separaban mi dormitorio de la mesa de trabajo.
         De lunes a viernes compartía ojeras y malograba mi perfume con desconocidos habituales. La rutina repetía un decorado de rostros anónimos, fieles a su cita con los medios de transporte. La coincidencia horaria nos convocaba en tropel, pero, a pesar de nuestra apariencia de horda, acostumbrábamos a repetir el mismo sitio del angosto espacio por esas razones que quizá provengan de la escuela, de cuando ocupábamos un pupitre por las reglas del alfabeto o, tal vez, del barrio, en aquel macetero, tal esquina o cual portal, a dieta de regalices, ascendiendo en el escalafón de la infancia según el rincón frecuentado. O, ya en la facultad, en ciertos lugares del campus, en aquel banco lacerado con nuestras iniciales o en ese tramo de escalera, moteado de viejos chicles, que nos dejaba adormecidas nuestras jóvenes posaderas y la lengua reseca de la charla y los pitillos. Sin embargo, estoy convencida de que la nariz es la que manda en las estrecheces de nuestros viajes en soledad y guía nuestros pasos hacia aspectos semejantes al nuestro y, por ende, de afines aromas.
         Puse nombre y oficio a Lola, la elegante cuarentona oficinista, perfumada de Chanel hasta el mareo, a quien le gustaba ganar el espacio entre los respaldos y la mampara, junto a la puerta. En la barra central: Fermín, universitario, flaco, mochila a un hombro, de pecho hundido, cadera adelantada, cabizbajo, parecía una interrogante coronada por unos descomunales auriculares que aplastaban su peinado ocultándole media cara.  A su lado, Marco, el amigo empollón, empeñado en hacerse oír y relatar cada mensaje que le llegaba a su móvil, graso de huellas de mil dedazos. Carmen, la limpiadora, en el asiento de la esquina. Roberto, comercial de seguros, en tierra de nadie. Jaime, desempleado, junto a la ventana, distraído en el negro cambiante de los túneles. Cristina, dependienta, pegada siempre a un libro tocho donde sumergía la nariz. Y así hasta una veintena, la mayoría mujeres, que ilustraba mi álbum de rebautizados.
Pero si alguien me alegraba las tostadas que bailaban en mi estómago ese era Marlon, mi atractivo banquero, siempre impecable con su traje de corte italiano. Cuando el vagón se desahogaba, una parada antes de la mía, él tomaba asiento en los todavía calientes como nidos, liberaba el ojal de su chaqueta y mostraba la línea de botones de su camisa, apenas visible bajo la sombra de su corbata de seda, donde se intuía ceñido su torso de gladiador. Jamás tuve el arrojo de mirarle directamente, pero el juego de reflejos de los cristales, desde el ángulo de mi sitio, me permitía admirarle sin parecerlo.
La ropa cara ni da estilo ni elegancia. El porte, los ademanes, los complementos y las telas, las menos evidentes, anuncian el  alma de quien las viste. Ni qué decir del calzado. Los zapatos indican si al llegar a casa descansan o se hacinan. Revelan orden y, la dosis precisa de betún y cepillo, su cuidado. Aunque todo lo anterior se diluye sin la conversación adecuada a la que el momento invite. Pero el momento nunca se había producido y nadie conocía el tono de Marlon, ni siquiera en los encontronazos propios del metro se escuchó un disculpe, pues su media sonrisa ya derretía cualquier asomo de litigio.
 Marlon, como así nombré a mi morenazo por la forma de su cráneo, se peinaba como un galán del cine mudo pero inundado de color, pues sus intensos ojos verdes relegaban a un puente de autopistas al más fastuoso de los arcoíris y, efectivamente, vestía para desfilar por la alfombra roja de Cannes y anular a la estrella más rutilante del celuloide.
Con el vagón ya supernumerario en mujeres, las advenedizas que se sumaban en las estaciones centrales, al descubrir a mi galán, metían codos para ganar proximidad, pero pronto se encontraban encaradas ante una legión de perplejas veteranas de acusado rímel que, si alguna intrépida insistía en la maniobra, bien podrían arruinarla su peinado con un simple parpadeo.
Sé que él se reía por dentro. Los guapos de serie apenas dan un vistazo, el justo para no tropezar cuando llegan a una estancia donde otros ya la ocupan. Ahora bien, adquieren el don de dominar el entorno sin aparentar interés, porque mirar dos veces al mismo rincón, y si éste lo habita una aspirante, puede llevar al equívoco y al acoso inmediato.
Por ese motivo me puse en su lugar e imaginé su dificultad para encontrar un sitio donde distraer la mirada sin descuidarse en coincidir con las atentas e infatigables de su ejército de embelesadas, centinelas del mínimo brillo de su lacrimal.
Mi suerte partía porque viajaba no muy lejos de él pero sentada, espiándole a sorbitos a causa del ajetreo, y sólo abandonaba mi asiento unos segundos antes de que el vagón se detuviera en mi parada. Instantes en los que presentía que Marlon me observaba, sonriente, sabedor de su influencia y de que mi sonrojo no era producto de un esguince en la muñeca con el colorete. El nerviosismo de esos instantes me llevaba a estirarme la falda a pellizcos, a alisarme la chaqueta, a recolocarme el tirante del bolso, a atusarme un mechón sin caer en la tentación de rizarlo. Todo un ritual de inseguridades para no ofrecer un primer plano de fácil juicio aderezado con el temor de la frenada inminente y siempre brusca del tren cuadrando su longitud con la del andén. Sería el colmo perder el equilibrio ante sus narices en los cuatro pasos que me separaban de la puerta. Remota contrariedad pero posible que me obligaba a caminar como un pingüino con la congestión de un exceso de tabasco.
Una vez fuera, fingía mi salida a favor de la dirección del tren sólo por verle marchar a través de los cristales, ajena al elevado zumbido de los transformadores del metro, creyéndome la Bergman en el anden, entre los vapores de viejas locomotoras agitando mi pañuelo hacia un Bogart de cuellos subidos y cigarro a medio labio.
En cuanto las luces del último vagón se perdían por el túnel, giraba sobre mis pasos, suspiraba y tomaba la dirección correcta hacia la salida, hacia el paseo a la oficina.
En el regreso me entretenía radiografiando a los escasos anónimos pues mi horario de becaria me devolvía a unas horas en las que los servicios de limpieza eran mayoría y mis presuntos desconocidos, infrecuentes.
Hay días en los que el primer café, ese que tomas mirando de reojo el reloj de la cocina y con las llaves en la mano, te manda de nuevo al baño. Del imprevisto apretón sales desfondada, con más urgencia de la habitual y con un fuerte dolor de cabeza que palías con una pastilla que, a causa de las prisas, se atraviesa en la garganta y sientes que ahí permanece cuando ganas la calle. Y aunque, finalmente, Newton y su ley logran su desencaje, de vez en cuando, la evocas moldeada en el lugar exacto donde se atravesó. Pero aquella mañana estaba convencida de que se encontraba diluida por mi organismo, pues una sensación de euforia sacudió mi cuerpo y me sentía dispuesta a correr los sanfermines a contracorriente. En el autobús, traté de recordar qué frasco debí haber abierto por error, qué sustancia dopante debí ingerir capaz de conferirme el arrojo de los bomberos. Pero ¿Cuánto tiempo durarían sus efectos? ¿Mi desinhibición aguantaría hasta el momento de mi encuentro con Marlon? ¿Me atrevería a mirarle a la profundidad de sus ojos como los boxeadores en la presentación del árbitro? Nunca pude comprobarlo.
Los tres minutos en el lavabo supusieron cinco más para el siguiente autobús, tres más para el que me enlazaba con la boca de metro y otros cinco hasta que compareció el siguiente convoy. En total un cuarto de hora de retraso, a quince minutos de distancia del vagón que transportaba a Marlon y su séquito de admiradoras.
Cuando esa misma noche regresé a casa, el primer lugar al que acudí fue a la alacena donde guardo los medicamentos, Al no descubrir desorden alguno, mientras cenaba mi habitual e insípido sándwich de pavo, me entretuve en leerme todos los prospectos y la única conclusión positiva que saqué fue, que más de la mitad estaban caducados, por lo que los tiré a la basura.
Defraudada, me metí en la cama y sin mucho esfuerzo me dormí. Placidez que no evitó mi sobresalto al sonar la alarma del nuevo día. Mi alteración en nada tenía que ver con mi temor a llegar tarde a mi cita con mi vagón y sí con el sueño que me persiguió durante toda la noche.
Sin llegar a la definición de pesadilla, en mi sueño se reiteraba la ingesta de pastillas de un color desconocido, y de las que nunca dispuse, que, tras ingerirlas, trasformaban mi crónica timidez en el desparpajo más osado de las vedettes.
Sin demora alguna en el aseo, salvo las de higiene íntima habituales, esa mañana crucé los dedos para que ningún atasco ni caída de tensión en las catenarias incidiera en mi rutina de trayectos, y el metro de las 7:15, fiel a su puntualidad, se detuviera en el andén con el resoplido habitual que precedía a la apertura de sus puertas.
Una uña castigué con los mordiscos de mi ansiedad en las estaciones previas a la suya. Sin malestar alguno, había decidido esa mañana que a mis tostadas le acompañara una de las píldoras de mi alacena, una al azar, pero que anoté en el cuaderno de recetas para evitar repetirla. Sus efectos solo consiguieron una mayor transpiración en mis axilas y, en consecuencia, mi mayor apuro a la hora de buscar apoyos en las barandillas, cuando él, estaba convencida, me seguía con su verde mirada.
Durante las siguiente semanas seguí consumiendo las diferentes pastillas en busca de aquella que me devolviera el arrojo de la primera. El resultado fue el del placebo salvo una, una bastante amarga que me mandó al baño de inmediato y varias veces más a lo largo del día, y a volver a casa sin bragas.
Esa misma noche, cuando en mi cuaderno de recetas descubrí haber completado la lista, el sándwich de pavo ganó algo de alegría con el salado de mi paladar a causa de mis lágrimas absorbidas. Tonta como una adolescente me sentí cuando me sumergí entre las sábanas. Y mientras el sueño me ganaba me acordé de las broncas de mi amiga del instituto por mis habituales desconexiones y con ella soñé envuelta en la nebulosa de los recuerdos lejanos.
Ese fin de semana tocaba comida familiar. Nadie me defraudó en su vulgaridad y tuve que soportar el examen y los juicios de mi hermana la casada, la retahíla habitual de mi madre sobre mi delgadez, los vaciles de la benjamín hacia mi soltería y los consejos fuera de época de mi padre con respecto a los hombres actuales, según los dictámenes a los que llegaba con sus compañeros del dominó.
La noche de sábado, las dos copas que pedí me supieron a lavavajillas y me retiré pronto con la sensación de que una enorme pompa peleaba por salir y, con ella, la macedonia de pastillas de dos semanas de experimentos.
El domingo transcurrió con mis habituales horas de sofá en compañía de sus majestades el rey chocolate y la reina pereza. Caja de bombones y pijama, y, cualquier distracción sin esfuerzo, la mejor aliada.
Con la tele de fondo y un libro abierto sobre mis piernas, cuando el sol ya escondía su brillo por las azoteas del vecindario y su reflejo se extinguía en los envoltorios de celofán (vestigios de mi atracón a bombones), a cuenta de un párrafo de la lectura apoyada en mis muslos, mi mente divagó hacia mi reciente y estúpida intoxicación en busca del valor de las descaradas y reparé en que el viernes pasado había completado la lista de píldoras a consumir. ¿Entonces, cuál fue la causa de que aquel día mi extraordinaria timidez desapareciera?
Un nuevo lunes y mi profundo estertor se interrumpía con el saludo siempre impertinente de mi despertador. Inseparable durante mis madrugones universitarios, su tecnología se había quedado obsoleta y había que perseguirlo en la oscuridad, y oprimir la tecla exacta si quería disfrutar de esos cinco minutos de cortesía que me regalaba cada mañana en rebelión hacia un placer expirado.
Fue al untar las tostadas cuando descubrí mi error con las pastillas, mejor dicho, el detalle importante de las que mantuve: no estaban caducadas.
Vacié la alacena sobre la mesa y busqué las fechas de caducidad. La que menos vencía al cabo de un año y medio. Al momento, sopesé acudir a la farmacia con la lista y solicitar aquellas que almacenaran cerca de su vencimiento, y con esa misma inmediatez reparé en lo ridículo de mi propuesta.
Cuando me introduje en el primer autobús supe, al depositar las monedas en el mostrador del chófer, que mi enojo dominaría mis actos ese día, pues la réplica del conductor hacia la violencia de mi desembolso hizo referencia al mismo estilo con el que ensordecían sus gastados tímpanos los colegas de mi padre con sus fichas de dominó.
En el siguiente transbordo decidí respirar hondo y de forma acusada, pero debió parecer tan evidente que un par de críos no dejaron de mirar mis tetas el resto del recorrido por si mi camisa cedía. Así que tuve que renunciar a mi yoga casero y buscar mi tranquilidad contemplando por las ventanillas el caótico tráfico de esas horas.
En el metro, a pesar de viajar sentada, sentí un agobio desconocido con los pasajeros que se iban incorporando. Y cuando Marlon entró en el vagón, como siempre guapo a rabiar, el eclipse de una lanzadora de peso se interpuso en mi juego de espejos y tuve que dedicarme a contar las bolitas de su jersey raído, tan numerosas como enormes sus carnes.
Y llegó mi parada, y me incorporé, e inicié mi ritual de quiebros, como el mejor de los magos, para que nadie se fijara en mi sonrojo: mano a la falda, a la camisa, al bolso, al mechón… Hasta que ahogué un grito que peleaba por salir y, sin pensarlo, dirigí mi mirada hacia la profunda y verde enmarcada en unas cejas negras y espesas que se clavaban en la mía.
—¡Déjame tranquila! —le dije al tiempo que me tambaleaba a causa del frenazo.
Acto seguido descendí del vagón y obviando mi parodia habitual de la Bergman tomé mi camino, marcando mis tacones en el andén, deseando que las baldosas se desencajaran.

«¡Déjame tranquila!» Jamás pensé que tendría que repetírselo, jamás pensé que volvería a reproducir esas mismas palabras y, mucho menos, mientras buscaba mi vetusto despertador con mi mano libre, al tiempo que la otra trataba de separarse, sin muchas ganas, de su maravillosa desnudez.