jueves, 16 de octubre de 2014

El amante crepuscular

         Los más madrugadores se habían acostumbrado a la figura del amante crepuscular. Barrenderos, taxistas, panaderos o tunantes, frecuentes del centro de Olivenza respetaban al solitario figurín a razón de su triste historia y ante la mirada perdida que dirigía a una ventana al otro lado de la calle. Los dominios de aquel galán de hombros hundidos comprendían el ancho de dos esquinas de un estrecho callejón que partía desde el paseo principal, cuyo empedrado de dos vías se veía separado por varias plazas oblongas donde palmeras, jaspe y mosaicos de azulejos creaban un espacio de sombras y el retiro espléndido para la bulla.
Con luna o sin ella, repeinado, aparecía el novio bien entrada la noche para iniciar su ritual de breves paseos y miradas fugaces hacia el ventanal de los Ruiz de Areces, convencido de que su amada, la joven Carlota, acabaría corriendo las cortinas regalándole la señal convenida para el encuentro furtivo, apalabrado quince años atrás, junto a la tapia de las Clarisas, cuando, en un despiste de la nodriza, él, un tanto más arrebolado que su cortejada, le deslizó una nota que ella guardó presurosa en la cuenca de sus lunares.
         Y así tres lustros de guardia, atento a una ventana convertida en estación de palomas y telarañas, envejecían a un centinela sin relevo que quebraba su salud hasta la neumonía. Vigilancia lastimera que sólo abandonaba al alba en cuanto la ciudad se despertaba y el ajetreo de una curiosidad compasiva le impedían mantener el ritmo de su acechanza. Con la reprimenda mañanera de alguna de las piadosas oliventinas iniciaba su regreso. Manos en los bolsillos, cabizbajo, farfullando entre toses un bolero de estribillo plagado de quizás, y la cantilena trepaba por las paredes de los callejones como los murmullos de las novenas, hasta la siguiente noche que enmudecía atento a toda novedad tras el cristal.
         Cuando todo ese tiempo atrás aquel tractor perdió la carga en la curva antes del puente del embalse de Piedra Aguda, el granjero apenas pudo llevarse las manos a la cabeza al observar, en la esquiva del obstáculo, el corto vuelo hacia las aguas sombrías del vehículo de los Ruiz de Areces con la familia al completo dentro. Una semana de luto y un testamento que aunó heredades en un sobrino nada interesado en liquidarlas fue el legado hacia una estirpe querida por todos sus vecinos y amada su más joven pizpireta hasta la locura, por el mozo mejor plantado de la comarca, cuyo llanto se detuvo al cabo de ese tiempo llevándose diluidas en sus lágrimas el consuelo y el brillo en sus ojos verdes de toda esperanza por recuperarle la cordura.
         De vuelta a nuestros días, ante el pronóstico del peor de los inviernos, el maestro, por la apelación de sus alumnos todos los cursos hacia el solitario de la esquina, y el cura, achuchado por las venerables de su parroquia, se reunieron con la juez y la alcaldesa, y como única orden del día trataron la salud de su desdichado vecino y la forma de retirarlo de las calles sin que la pena le ahogara definitivamente su escasa respiración. Acordaron que un alguacil investigara los detalles de la relación de los amantes y éste delegó en un funcionario que dedicó una jornada completa a interrogar al círculo de amistades de ambos y a escuchar a quien quisiera colaborar en la indagación. Pero con la criba nada sacó en claro salvo la suma discreción con que la que se cortejaron los amantes siempre huyendo de testigos y de rastros. Ante la infructuosa gestión inicial, el alguacil solicitó la colaboración del único heredero de los Ruiz de Areces y éste, no sin ciertos reparos, consintió el acceso a la ya ruinosa vivienda que albergó a su familia, convertida en un santuario de polvo y de vida detenida en el tiempo, donde los abrigos, despensa formidable de polillas, seguían en los percheros y sólo los ratones, en su libre albedrío, habían cambiado de posición los ornamentos de encimeras, mesillas y tocadores sin gato alguno que lo impidiera.
Ante el recelo de una inspección sumaria en un ambiente tan insano, la habitación de Carlota se convirtió en el centro de las pesquisas del funcionario. Los roedores se habían encargado de facilitarle la tarea y por una doble bendición habían dejado a la vista un mazo de misivas, antaño oculto por el ahora vencido rodapié junto a la mesilla, y cuyo cordel les había servido de entretenimiento suficiente para obviar el preciado contenido que ceñía. A pesar del mantillo de ácaros decidió tomar asiento en la cama con el fin de acomodarse antes de arrojar un primer vistazo al tesoro que sujetaba entre sus manos, pero la escasa luz de la única ventana apenas le permitía enhebrar las palabras allí condensadas y descubrir el remite, razón por la que se vio obligado a incorporarse de nuevo y a retirar las cortinas. Con la nueva luz sintió el respingo de los afortunados pues había encontrado lo que buscaba.
Una relación epistolar como la de aquellos jóvenes, con una caligrafía esforzada en el trazo para enamorar con su mimo, bien merecía una valoración colegiada y, a la mañana siguiente, fuera de sus rasgados sobres, se extendieron en la amplia mesa de juntas para su análisis por la alcaldesa, el cura, el maestro y la juez. Las veinticuatro cartas fueron leídas con la vergüenza de quien invade criptas cerradas por las emociones puras de dos enamorados felices de su privacidad. Del balance posterior a su lectura la conclusión final descorazonó a los reunidos, pues ni elucubrando entre líneas imaginaron otra solución distinta que la creación de una nueva carta, imitando la letra de la joven Carlota, emplazando a su amante a una cita en algún lugar a cobijo de las inclemencias. Sin embargo, aunque la idea resultaba loable, cierto reflujo de las entrañas surgió en los presentes ante la violación de una historia de amor que a todos había conmovido.
Con el silencio y las miradas huecas de los ilustres, ante aquellas caricias literarias de dos adolescentes que nunca llegaron a consumar su mutua devoción, el alguacil entró apresurado en la sala y, tras pedir disculpas a los presentes, habló al oído a la alcaldesa quien no tardó en mostrar su pesadumbre ante la noticia que le acababan de comunicar: la reciente visita a la casa de los Ruiz de Areces había tenido sus consecuencias esa misma noche y el amante crepuscular al descubrir el cambio en las cortinas se había apresurado a confeccionar un grotesco ramillete de flores esquilmando las macetas de las cercanías y, desde entonces, ya no se había retirado a pesar de que el sol había borrado las sombras de las callejuelas. La ansiedad del enfermo parecía resulta a permanecer en el sitio hasta el absoluto desfallecimiento.
Podría dictar una orden de internamiento en un centro de salud mental en aras de preservar la otra que también le flaquea, pero me siento una traidora por interferir en un hombre tan feliz aunque a nuestros ojos desdichado, intervino la juez.
Se me ocurre iniciar unas obras en la calle, que la corten y le obliguen a desplazarse, pero entre que es una arteria principal y que nadie de la oposición ni muchos de los vecinos iban a entenderlo lo veo descabellado, causaría trastornos y desconozco si le harían desistir, mencionó la alcaldesa.
El maestro y el cura prefirieron callar pues su alcance dividido entre la mística y la ciencia poco podía lograr salvo rezar por un invierno caluroso, injusto para las cosechas en una tierra tan rural como la suya.
La pesadumbre volvió a remarcar las caras y el alguacil se sintió sobrecogido por el aspecto a velatorio de aquel cónclave y creyó que debía aportar alguna sugerencia, concretamente, una idea propia del funcionario que indagó sobre los amantes: rebuscar entre las pertenencias de los ahogados. Estaba convencido que la más preciada de las misivas se encontraría en poder de la joven Carlota, pues en ausencia de su amado la releería a hurtadillas una y otra vez para hinchar su pecho con anhelos.
La juez se puso en pie de inmediato al escuchar la propuesta y con la frente despejada de asombros, que parecía haber aumentado de tamaño, inició un paseo circular en la sala mientras por el teléfono dictaba órdenes precisas de urgente cumplimiento. A pesar del tiempo transcurrido desde el accidente, los sótanos del juzgado se habían reformado desde el último incendio y preservaban las causas archivadas de la humedad y del fuego, así como de los merodeadores, gracias a un par de gatos que un bedel soltaba semanas alternas. Si algo se recuperó de entre las pertenencias personales de la joven Carlota, allí debía permanecer.
El agua había emborronado los márgenes, pero los cuatro pliegues ceñidos por la presión del pecho de Carlota, junto a su corazón, habían impedido que la última nota entregada se malograra. El forense la consignó en su listado y junto a pulseras, pendientes y un anillo quedó almacenada en un sobre unido al expediente de defunción.
Hubo que esperar a la noche para que una vela primero en el alféizar y un papel envolviendo una piedra después, dejado caer a la calle por una delicada mano de una de las hijas del maestro, cumplieran con el nuevo lugar elegido para el encuentro.
Quizás, como compuso Osvaldo Farrés en su bolero y que el amante crepuscular canturreó dos semanas más desde el abrigo de su propia casa esperando a su amada, como digo, quizás, de haber indagado antes sobre aquella historia de amor en sus brotes le habrían librado de la neumonía que terminó por vencerle. Pero, ahora que su ramillete se deshoja sobre su tumba, puede que nuestra conmiseración fuera un error y no hay día que pase por la calle de su plantón y dude sobre si nuestra lástima peleó contra la felicidad plena de un hombre que siempre creyó en el amor verdadero como fuente de su existencia y esperanza.

https://www.youtube.com/watch?v=xYz5CiEy5bY

Quizás, quizás, quizás (bolero)

Siempre que te pregunto que ¿Cuándo? ¿Cómo? y ¿Dónde?
Tu siempre me respondes: Quizás, quizás, quizás
Y así pasan los días y yo desesperando y tú,
tú contestando: Quizás, quizás, quizás.

Estás perdiendo el tiempo pensando, pensando
Por lo que tu más quieras hasta cuando, hasta cuando

Y así pasan los días y yo desesperando y tú,
tú contestando: Quizás, quizás, quizás.

Siempre que te pregunto que ¿Cuándo? ¿Cómo? y ¿Dónde?
Tu siempre me respondes: Quizás, quizás, quizás
Y así pasan los días y yo desesperando y tú,
tú contestando: Quizás, quizás, quizás.

Estás perdiendo el tiempo pensando, pensando
Por lo que tu más quieras hasta cuando, hasta cuando

Y así pasan los días y yo desesperando y tú,
tú contestando: Quizás, quizás, quizás.

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