Los más madrugadores se habían
acostumbrado a la figura del amante crepuscular. Barrenderos, taxistas,
panaderos o tunantes, frecuentes del centro de Olivenza respetaban al solitario
figurín a razón de su triste historia y ante la mirada perdida que dirigía a
una ventana al otro lado de la calle. Los dominios de aquel galán de hombros
hundidos comprendían el ancho de dos esquinas de un estrecho callejón que partía
desde el paseo principal, cuyo empedrado de dos vías se veía separado por varias
plazas oblongas donde palmeras, jaspe y mosaicos de azulejos creaban un espacio
de sombras y el retiro espléndido para la bulla.
Con luna o sin
ella, repeinado, aparecía el novio bien entrada la noche para iniciar su ritual
de breves paseos y miradas fugaces hacia el ventanal de los Ruiz de Areces,
convencido de que su amada, la joven Carlota, acabaría corriendo las cortinas
regalándole la señal convenida para el encuentro furtivo, apalabrado quince
años atrás, junto a la tapia de las Clarisas, cuando, en un despiste de la
nodriza, él, un tanto más arrebolado que su cortejada, le deslizó una nota que
ella guardó presurosa en la cuenca de sus lunares.
Y
así tres lustros de guardia, atento a una ventana convertida en estación de
palomas y telarañas, envejecían a un centinela sin relevo que quebraba su salud
hasta la neumonía. Vigilancia lastimera que sólo abandonaba al alba en cuanto
la ciudad se despertaba y el ajetreo de una curiosidad compasiva le impedían
mantener el ritmo de su acechanza. Con la reprimenda mañanera de alguna de las
piadosas oliventinas iniciaba su regreso. Manos en los bolsillos, cabizbajo, farfullando
entre toses un bolero de estribillo plagado de quizás, y la cantilena trepaba
por las paredes de los callejones como los murmullos de las novenas, hasta la
siguiente noche que enmudecía atento a toda novedad tras el cristal.
Cuando
todo ese tiempo atrás aquel tractor perdió la carga en la curva antes del
puente del embalse de Piedra Aguda, el granjero apenas pudo llevarse las manos
a la cabeza al observar, en la esquiva del obstáculo, el corto vuelo hacia las
aguas sombrías del vehículo de los Ruiz de Areces con la familia al completo dentro.
Una semana de luto y un testamento que aunó heredades en un sobrino nada
interesado en liquidarlas fue el legado hacia una estirpe querida por todos sus
vecinos y amada su más joven pizpireta hasta la locura, por el mozo mejor
plantado de la comarca, cuyo llanto se detuvo al cabo de ese tiempo llevándose
diluidas en sus lágrimas el consuelo y el brillo en sus ojos verdes de toda
esperanza por recuperarle la cordura.
De
vuelta a nuestros días, ante el pronóstico del peor de los inviernos, el
maestro, por la apelación de sus alumnos todos los cursos hacia el solitario de
la esquina, y el cura, achuchado por las venerables de su parroquia, se
reunieron con la juez y la alcaldesa, y como única orden del día trataron la
salud de su desdichado vecino y la forma de retirarlo de las calles sin que la
pena le ahogara definitivamente su escasa respiración. Acordaron que un alguacil
investigara los detalles de la relación de los amantes y éste delegó en un
funcionario que dedicó una jornada completa a interrogar al círculo de
amistades de ambos y a escuchar a quien quisiera colaborar en la indagación. Pero
con la criba nada sacó en claro salvo la suma discreción con que la que se
cortejaron los amantes siempre huyendo de testigos y de rastros. Ante la
infructuosa gestión inicial, el alguacil solicitó la colaboración del único
heredero de los Ruiz de Areces y éste, no sin ciertos reparos, consintió el
acceso a la ya ruinosa vivienda que albergó a su familia, convertida en un
santuario de polvo y de vida detenida en el tiempo, donde los abrigos, despensa
formidable de polillas, seguían en los percheros y sólo los ratones, en su libre
albedrío, habían cambiado de posición los ornamentos de encimeras, mesillas y
tocadores sin gato alguno que lo impidiera.
Ante el recelo
de una inspección sumaria en un ambiente tan insano, la habitación de Carlota
se convirtió en el centro de las pesquisas del funcionario. Los roedores se
habían encargado de facilitarle la tarea y por una doble bendición habían
dejado a la vista un mazo de misivas, antaño oculto por el ahora vencido
rodapié junto a la mesilla, y cuyo cordel les había servido de entretenimiento
suficiente para obviar el preciado contenido que ceñía. A pesar del mantillo de
ácaros decidió tomar asiento en la cama con el fin de acomodarse antes de
arrojar un primer vistazo al tesoro que sujetaba entre sus manos, pero la
escasa luz de la única ventana apenas le permitía enhebrar las palabras allí
condensadas y descubrir el remite, razón por la que se vio obligado a
incorporarse de nuevo y a retirar las cortinas. Con la nueva luz sintió el
respingo de los afortunados pues había encontrado lo que buscaba.
Una relación
epistolar como la de aquellos jóvenes, con una caligrafía esforzada en el trazo
para enamorar con su mimo, bien merecía una valoración colegiada y, a la mañana
siguiente, fuera de sus rasgados sobres, se extendieron en la amplia mesa de
juntas para su análisis por la alcaldesa, el cura, el maestro y la juez. Las
veinticuatro cartas fueron leídas con la vergüenza de quien invade criptas
cerradas por las emociones puras de dos enamorados felices de su privacidad.
Del balance posterior a su lectura la conclusión final descorazonó a los
reunidos, pues ni elucubrando entre líneas imaginaron otra solución distinta
que la creación de una nueva carta, imitando la letra de la joven Carlota, emplazando
a su amante a una cita en algún lugar a cobijo de las inclemencias. Sin embargo,
aunque la idea resultaba loable, cierto reflujo de las entrañas surgió en los
presentes ante la violación de una historia de amor que a todos había
conmovido.
Con el
silencio y las miradas huecas de los ilustres, ante aquellas caricias literarias de dos adolescentes que nunca llegaron a consumar su mutua devoción, el
alguacil entró apresurado en la sala y, tras pedir disculpas a los presentes,
habló al oído a la alcaldesa quien no tardó en mostrar su pesadumbre ante la
noticia que le acababan de comunicar: la reciente visita a la casa de los Ruiz
de Areces había tenido sus consecuencias esa misma noche y el amante
crepuscular al descubrir el cambio en las cortinas se había apresurado a
confeccionar un grotesco ramillete de flores esquilmando las macetas de las
cercanías y, desde entonces, ya no se había retirado a pesar de que el sol
había borrado las sombras de las callejuelas. La ansiedad del enfermo parecía
resulta a permanecer en el sitio hasta el absoluto desfallecimiento.
Podría dictar
una orden de internamiento en un centro de salud mental en aras de preservar la
otra que también le flaquea, pero me siento una traidora por interferir en un
hombre tan feliz aunque a nuestros ojos desdichado, intervino la juez.
Se me ocurre
iniciar unas obras en la calle, que la corten y le obliguen a desplazarse, pero
entre que es una arteria principal y que nadie de la oposición ni muchos de los
vecinos iban a entenderlo lo veo descabellado, causaría trastornos y desconozco
si le harían desistir, mencionó la alcaldesa.
El maestro y
el cura prefirieron callar pues su alcance dividido entre la mística y la
ciencia poco podía lograr salvo rezar por un invierno caluroso, injusto para
las cosechas en una tierra tan rural como la suya.
La pesadumbre
volvió a remarcar las caras y el alguacil se sintió sobrecogido por el aspecto
a velatorio de aquel cónclave y creyó que debía aportar alguna sugerencia,
concretamente, una idea propia del funcionario que indagó sobre los amantes:
rebuscar entre las pertenencias de los ahogados. Estaba convencido que la más
preciada de las misivas se encontraría en poder de la joven Carlota, pues en
ausencia de su amado la releería a hurtadillas una y otra vez para hinchar su
pecho con anhelos.
La juez se puso
en pie de inmediato al escuchar la propuesta y con la frente despejada de
asombros, que parecía haber aumentado de tamaño, inició un paseo circular en la
sala mientras por el teléfono dictaba órdenes precisas de urgente cumplimiento.
A pesar del tiempo transcurrido desde el accidente, los sótanos del juzgado se
habían reformado desde el último incendio y preservaban las causas archivadas
de la humedad y del fuego, así como de los merodeadores, gracias a un par de
gatos que un bedel soltaba semanas alternas. Si algo se recuperó de entre las
pertenencias personales de la joven Carlota, allí debía permanecer.
El agua había
emborronado los márgenes, pero los cuatro pliegues ceñidos por la presión del
pecho de Carlota, junto a su corazón, habían impedido que la última nota
entregada se malograra. El forense la consignó en su listado y junto a
pulseras, pendientes y un anillo quedó almacenada en un sobre unido al
expediente de defunción.
Hubo que
esperar a la noche para que una vela primero en el alféizar y un papel envolviendo una piedra
después, dejado caer a la calle por una delicada mano de una de las hijas del
maestro, cumplieran con el nuevo lugar elegido para el encuentro.
Quizás, como compuso
Osvaldo Farrés en su bolero y que el amante crepuscular canturreó dos semanas
más desde el abrigo de su propia casa esperando a su amada, como digo, quizás,
de haber indagado antes sobre aquella historia de amor en sus brotes le habrían
librado de la neumonía que terminó por vencerle. Pero, ahora que su ramillete
se deshoja sobre su tumba, puede que nuestra conmiseración fuera un error y no
hay día que pase por la calle de su plantón y dude sobre si nuestra lástima
peleó contra la felicidad plena de un hombre que siempre creyó en el amor
verdadero como fuente de su existencia y esperanza.
https://www.youtube.com/watch?v=xYz5CiEy5bY
Quizás,
quizás, quizás (bolero)
Siempre que te pregunto que ¿Cuándo? ¿Cómo? y ¿Dónde?
Tu siempre me respondes: Quizás, quizás, quizás
Y así pasan los días y yo desesperando y tú,
tú contestando: Quizás, quizás, quizás.
Estás perdiendo el tiempo pensando, pensando
Por lo que tu más quieras hasta cuando, hasta cuando
Y así pasan los días y yo desesperando y tú,
tú contestando: Quizás, quizás, quizás.
Siempre que te pregunto que ¿Cuándo? ¿Cómo? y ¿Dónde?
Tu siempre me respondes: Quizás, quizás, quizás
Y así pasan los días y yo desesperando y tú,
tú contestando: Quizás, quizás, quizás.
Estás perdiendo el tiempo pensando, pensando
Por lo que tu más quieras hasta cuando, hasta cuando
Y así pasan los días y yo desesperando y tú,
tú contestando: Quizás,
quizás, quizás.
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