lunes, 6 de octubre de 2014

Fuego cruzado

Pienso en cómo pasa mi vida en este discreto apartamento de Lisboa. Desde su ventana domino el estuario del Tajo y, gracias a los achaques de mi pasado como corresponsal de guerra, apenas percibo el zumbido de la serpiente de motores del cercano puente que lo cruza. Elegí esta capital de la historia para mi retiro pues en ella, cuarenta años atrás, esperando la llegada del barco que habría de llevarme al otro lado del Atlántico, escapé de una muerte segura. Desde aquel entonces, me atengo a la creencia de hallarme en un santuario, en un lugar mágico donde mis días se prolongarán hasta que sienta conclusas mis inquietudes terrenales y me deje llevar por la negra sombra del descanso eterno.
Antes de detallar aquel lance de la que fue mi primera visita a la capital lusa debería comenzar por presentarme en mis tiempos de reportero de carrete, lápiz y libreta. Tan atrevido como joven, con mis rizos alborotados de irreverencia, con mi cuidado bigote, mi camisa de un sospechoso beige y mi Leica al cuello, bajo el apodo del Lentejo, me jugaba el tipo por una instantánea en los rincones donde la nariz se resecaba entre la mezcla de la pólvora y el escombro. Decían de mí que acostumbraba a reírme, a contener la carcajada saltando entre las simas creadas por los morteros. No desmiento mi nerviosa alegría en aquel juego del horror entre brincos y lluvia de fragmentos, en busca de la atalaya perfecta para mi cámara, pero tal desparpajo ante la muerte nacía de mi doctorado con la fatalidad.
Mi temeraria apuesta para el avance por aquellos humeantes socavones partía de la veteranía convertida en ciencia impartida a desgana por un curtido sargento de la legión de quien aprendí todo lo necesario para sobrevivir en un campo de batalla. Aquel militar de barbas de chivo y tatuajes hasta en la ingle, cada noche de retén, mientras esculpía a navaja cubiertos de boj y vaciaba una cafetera recostado en el pilar más firme de la estancia, nos soltaba su discurso a quienes, en principio, sólo buscábamos despojarnos de los horrores del día antes de conciliar el sueño. Aquel legionario nunca nos miró a los ojos en sus sermones, pero tampoco divagó por el simple hecho de sentirse entre los vivos. Se permitía abroncarnos ante la obligada carga que le suponíamos y, como un entrenador después del partido, nos señalaba los errores de la última incursión. «¿Queréis volver a casa en la bodega o en turista soñando con pellizcar esos muslos que recorren el pasillo?» Iniciaba la reprimenda con esa pregunta u otras similares antes de proseguir con un: «¿No? Pues atended.» De aquellas arengas aprendí que dentro del caos del fuego de mortero existe un azar incierto, pues la ley de la probabilidad lo evidenciaba: nunca una bomba aterriza en el mismo sitio donde otra acababa de firmar con su detonación un cráter de fumarolas.
De este modo, bregado en varios frentes y graduado en supervivencia, con el estigma de temerario, pocos colegas me elegían como compañero de escaramuza. Mi descarte no me evitó presenciar la caída de unos pocos gacetillas por el azar del plomo y, en un par de ocasiones, acabar preso de milicias sin otra mella que vestir la camiseta del miedo durante la primera noche. La misma que lucieron mis captores, muda evidente a cuenta de los empujones de su desprecio hacia mi suerte, al poder elegir la deserción sin otra consecuencia que un buen rapapolvo de mi editor.
Con varios premios y reconocimientos, en cuanto las fronteras silenciaron sus cañones y afianzaron sus alambres, organicé exposiciones con una selección de mis mejores trabajos para, después de una década de sosiego frente a un equipo de redacción en un periódico local, jubilarme apenas nació mi segundo nieto.
Al año siguiente enviudé. Y si la terquedad de Francisca consiguió alejarme de las trincheras, con su pérdida sentí la necesidad de volver a retratar aquellas ciudades donde la adrenalina fue el café de mis amaneceres.
De aquellas ruinas que plasmé en blanco y negro, de aquella infamia cuyo hedor tardé años en olvidar, de aquellos esqueletos de cemento, de fachadas vencidas a sus pies, donde los muebles, amalgama de polvo y cristales, recordaban la tranquilidad perdida, donde uno se imaginaba a familias reunidas frente a esa mesa que ahora descolgaba sus patas al vacío, de toda aquella barbarie no quedada ni rastro y me encontré con amplios paseos, plazas concurridas, engalanadas ventanas presididas por geranios de un intenso color, cegador para mi memoria pero de alegre traición al recuerdo con el que pude aquietar mi alma, tan adherida a la crueldad que me costó mucho tiempo despojarme de las miradas vacías de los soldados acostumbrados a la bayoneta.
Instalado en la permanente desconfianza de quien se siente ratón en una gatera recorrí el mundo y sus conflictos con la mochila cargada de atrocidades, pero nada fue comparable al episodio que hubo de acontecer e iniciarse en los salones del hotel Avenida Palace de Lisboa, una tarde de mayo del sesenta y tres, mientras contaba las horas para la llegada a puerto del buque que me llevaría a husmear las tensiones en Cuba. Aquel trance cambió mi perspectiva de las batallas y el azar de la muerte.
En aquel escenario de ciudad neutral se libraba una contienda de cuellos subidos, sombreros calados y esperas a la sombra de los zaguanes, donde la ausencia de uniformes convertía a la amenaza en impredecible y su esquiva en una quimera. La Lisboa en aquellos años se convirtió en el casino de los servicios secretos. La supuesta neutralidad portuguesa sirvió de casa de citas para los trapicheos de las agencias y una feria de identidades circuló por los registros de hospedería sin que nadie se molestara en comprobar la veracidad de los documentos.
En toda gran ciudad para comer como un rey a un módico precio si se pregunta lo suficiente siempre se descubren uno o varios lugares recomendables, pero para alojarse al mismo nivel no existen fondas con sábanas de palacio. Para lo primero era hábil en las pesquisas, para lo segundo, cuando estrenaba ciudad, acudía a los mejores hoteles como premio a las incomodidades pasadas y a las, sin duda, venideras. Nunca antes Lisboa fue presa de mi cámara, pero desde su puerto partía mi barco y dos noches debía aguardar en sus calles hasta que soltara amarras rumbo al Caribe. 
Todo comenzó con un inocente click. Mi dedo, siempre dispuesto a captar rutinas de mí alrededor, decidió retratar los contrastes de luces y sombras que los cortinajes de los grandes ventanales del Palace tamizaban a quienes, ocupando su salón, se sentaban junto a ellos en un ideal contraluz de sepia y de grises, taza de café en mano. Con el tiempo supe que aquella pareja de mirada cómplice y pasión contenida, que refugiaba su intimidad en una de las mesas del rincón, la componían dos miembros del cuerpo diplomático. Para su desgracia el amor que se profesaban surgía opuesto a las banderas de sus distintas legaciones y a los anillos de sus respectivos matrimonios. Ella traductora en la embajada Británica y él, adjunto en la Democrática Alemana.
Ajeno a esa disparidad, desde el confortable mullido de mi asiento, mi objetivo quiso posarse en el bello perfil de la dama y retratar la brillante línea que la intensa luz reverberaba sobre su cabello. En un inicio, aquella distracción me mantuvo disperso y no reparé en la agitación que de entre las sombras se venía sucediendo y en cómo cuatro pares de ojos, a partir de ese instante, depositaron parte de su interés en mí y en mi cámara.
Con el aburrimiento próximo a asomarse, entre tanta finura aromada por el torrefacto reparé en que los posos de mi café ya cicatrizaban en la loza y mi asiento adormecía la raíz de mis posaderas. Decidido a darme un paseo por la ciudad en busca de esos edificios, monumentos y esquinas con esa historia que si sabes escuchar a las piedras imaginas a quienes tropezaron con ellas, al ponerme en pie se me ajustaron las presiones y el bajo vientre me pidió paso hacia el aseo, y allí me encaminé recordando la grifería de bronce que califiqué de soberbia en mi urgencia del día de mi llegada.
El olor a desinfectante peleaba por reinar contra varios ramilletes de espliego repartidos en cántaros de latón distribuidos por las esquinas del lavabo. Cuatro pilas de mármol, bajo un espejo corrido donde se reflejaban las otras tantas puertas de los excusados, se mostraban relucientes a mi derecha. En uno de ellos, él último, me encerré con cierta premura cuando escuché la entrada de un calzado de hombre que se solapaba sobre la liberación de mi bragueta. La alta bisagra de mi puerta me permitió evidenciar su paso vacilante entre lavabos y retretes, pero no tardó en girar bruscamente sobre sus tacones ante la repentina aparición de un tercer usuario. Como consecuencia de su quietud, entendí que se hallaban frente a frente. El silencio contrajo mi vejiga y sólo se vio interrumpido por el chasquido parecido a los elásticos de una carpeta al golpear su plana superficie.
A pesar de la simultaneidad del sonido pude distinguir por dos veces ese eco característico de las pistolas silenciadas y, algo más separado, el impacto contra el suelo y su rodar, de dos casquillos de 9mm. Supe el calibre de inmediato pues uno de ellos vino a detenerse en la arruga de mis pantalones.
No tardé en comprobar las consecuencias del plomo a alta velocidad. Noventa kilos enfundados en un abrigo beige, perforado a la altura del pecho, habían resbalado por el azulejo de la pared dejando el escabroso rastro de sus últimos segundos de vida. Al otro lado, junto a la puerta, con menos kilos, boca abajo, el último en llegar también lo hacía en morir. A diferencia del primero, su abrigo de negro cuero disimulaba la hemorragia y, pretendía, en el último acto de su existencia, acabar con la mía dirigiendo el alargado cañón de su automática. Su exangüe mano demostraba la imposible tarea y pronto se rindió a la fatalidad de su herida en el cuello.
La parálisis inicial ante un escenario inesperado impidió que ni una sola instantánea recogiera del evento, pero en cuanto sorteé el cadáver y la puerta se cerró a mi espalda mis sentidos se agudizaron como acostumbraban en las trincheras. Así, con esa alerta instalada encontré mis manos dispuestas sobre la cámara, algo agazapado, con la nuca arrugada y un pie adelantado dispuesto a correr de esquina a esquina hacia la salida.
Quizá fuera el piano o el sonido eventual de las cucharillas contra la loza, que el largo pasillo acorchaba, las que sosegaron mi ligereza y, tomando aire como un escalador ante la siguiente pared, decidí sumirme en hipótesis sobre las razones de aquel encuentro con asesinos mientras mi astucia descubría desde el umbral, a ambos lados del salón, separados por muchas mesas y sus refinados ocupantes, los hermanos de idéntico abrigo de los dos fallecidos, cuyas delatadoras prendas, bien beige, bien cuero, doblaban sobre el respaldo de las sillas de los ausentes ante sus tazas todavía humeantes.
El respingo inicial de su descubrimiento pronto se vio sujetado cuando descubrí que sus miradas se mantenían fijas en dirección contraria hacia mi posición. Me intrigó ese desprecio ante un encargo tan importante, mi muerte, y me extrañó que no secundaran con algún vistazo hacia el pasillo aunque sólo fuera por la demora en regresar de sus colegas. Devaneos aparte, si quería salir de allí me veía impelido a cruzar el salón por alguno de los pasillos de entre las mesas. Semejante paseo me descubriría a la mínima ojeada de aquellos dos centinelas, sin embargo, como estatuas, como perdigueros a un palmo de la presa, para mi suerte, sus miradas no perdían detalle de un rincón en concreto de la estancia: el de la pareja de tórtolos que había fotografiado.
Quizá confiaron su espalda a la escolta que yacía en los lavabos o, tal vez, no querían perder detalle del más mínimo movimiento de la pareja. Lo cierto es que poco a poco gané el vestíbulo no sin sentir que el sudor, retenido por la tensión, fluía liberado y adhería mi camisa a la piel como el papel de las obleas. Aunque valoré ganar la calle de inmediato y correr sin dirección, la propia puerta giratoria, al recordarme las hélices del barco, me invitó a demorar la huida y a recoger mis pertenencias dado que mi pasaporte me aguardaba en la mesilla del dormitorio. Documento vital del que jamás me separaba en mis periplos bélicos y del que nunca pensé necesitar con tanto apremio cuando tomé posesión de mi lujosa suite.
Sopesé los riesgos y decidí que, anulados los dos matones, sus compinches desconocían mi suerte y mi paradero, por lo que podría acudir a mi habitación y recoger lo necesario sin el agobio de un fugitivo. El botones del elevador corrió con presteza la puerta a mi señal y cuando la mitad de mi cuerpo recibía el resplandor de las bombillas, escuchamos un grito lejano y las carreras inmediatas de algunos miembros del personal del hotel en dirección a los lavabos. Apremié al botones para que la curiosidad no detuviera su oficio y cerró la puerta algo contrariado. Pulsó la planta que le indiqué y el silencio en la caja contrastaba con el apagado escandalo que borboteaba a nuestros pies.
Me costó atinar con la llave en la cerradura y allí quedó bailando a las inercias del llavero. Obvié la maleta, recogí el pasaporte, una chaqueta y me largué tan deprisa como había entrado. Reconocía que mi ventaja se había disipado con el descubrimiento de los cadáveres y que, en esos momentos, dos asesinos sedientos de venganza me buscaban sin ninguna opción para poder explicarles el malentendido, la confusión a la que les habría llevado señalarme como objetivo.
Opté por las escaleras en detrimento del cómodo ascensor por aquello de evitar el suspense de encontrarme de bruces con mis perseguidores. El descenso mantuvo las mismas pulsaciones de mi alteración, pero a pesar de que la sangre fluía hacia mis piernas mi mente trabajaba oxigenada en el detalle, en la razón de encontrarme por primera vez en mi ajetreada vida en el punto de mira y no como espectador de los conflictos que tantas veces reporté.  
A pesar de mi prestigio entre colegas, era un donnadie. De orígenes humildes, ni como heredero merecía tanta atención y menos que un par de sicarios se hubieran matado por cobrarse mi vida. No manejaba información. Lo mío era la fotografía de hechos consumados, nunca fotografié una triste instalación militar a pesar de sobrevolarlas. Conocía mi profesión y los límites. A los espías se les ejecutaba sin juicio previo. Bastaba una imagen de absurda interpretación o caminar entre fronteras fuera del paso para que un pelotón concentrara sus miras en mi pecho. Supe en ese balance fugaz que la inocente foto a los amantes del rincón fue cualquier cosa menos inocente.
Las mismas escaleras de las habitaciones se prolongaban hasta el sótano. Nivel donde almacenes, cocinas y vestuarios del personal se repartían entre los cimientos desnudos del edificio. Elegí las cocinas pensando en el acceso a proveedores y en el callejón trasero del hotel. Debí reflexionar un poco más cuando, tras llevarme los desaires de los cocineros a cuenta de mi irrupción en su templo de fogones, di con una salida y me encontré en la suma estrechez de un pasadizo adornado de canaletas, cubos de basura y desperdicios derramados, acotados por sendas paredes de ladrillo que parecían unirse en una apenas perceptible vírgula brillante del cielo. La espalda del hotel parecía acumular la sordidez que su fachada principal rehuía a base de excelencia y continuos cuidados. El olor del alcantarillado me golpeó nada más chapotear en los charcos perpetuos de un pasillo donde nunca incide el sol. Aquella bofetada me sacudió la pausa y me apremió a tomar la única dirección posible: la doble esquina que abría el callejón a la avenida por donde veía pasar fugaces vehículos y peatones como una absurda, por angosta, pantalla de cine donde la estrechez y negrura que la enmarcaban me instalaban en un sala imposible de un única hilera de butacas.
Mi paso se aceleró a medida que ganaba la luz proveniente de la avenida. Como el ahogado que busca la superficie, el aire, y patalea con las fuerzas del último estertor corrí hacia la protección que entendí definitiva entre la muchedumbre, entre el cardumen, pero, de repente, la línea recta de una de las comisuras que formaban la esquina tomó el perfil de un sombrero, un abrigo y unos brazos alargados, uno más que el otro a cuenta de un objeto que lo prolongaba, objeto que pronto apuntó hacia mí, sabedor el pistolero, de mi imposible escapatoria y de la certeza de su puntería. Al matón le suponía disparar a un embudo y quizá por eso pude distinguir el brillo de su sonrisa en la demora que me ofreció en su deleite antes de apretar el gatillo. El acto de pánico ante mi inminente fin fue detenerme y la brusquedad me llevó a resbalar, y al decir resbalar quiero describir el vuelo en horizontal de quien patina en hielo por primera vez, cuando los tobillos superan en altura la propia nuca y los brazos se extienden cual alas tratando de aminorar el seguro costalazo. De nuevo sonó el elástico sobre la carpeta, de nuevo por dos veces, pero, esta vez, magnificados por la acústica del escenario que actuó como un desfiladero y su buscada aminoración se vio prolongada rebotando su chasquido por entre los ladrillos, mientras aterrizaba sobre mis costillas y me quedaba sin aire.
Esa noche no volví a respirar con la cadencia acostumbrada hasta que encontré mi cabina, dejé mi equipaje y salí a cubierta a impregnar mis pulmones con el aire salado de la inmensidad oceánica que me abrazaba rumbo a Cuba. A mi espalda veía empequeñecer las luces de Lisboa y, de entre aquellas sombras, las que la noche vestía el sueño de la ciudad, en la más oscura, en la del callejón de mi fuga, dos cadáveres se tendían frente a frente con la mueca de la sorpresa dibujada en su rostro al encontrar la muerte de forma inesperada cuando dispararon sus armas y mi resbalón dejó paso libre a sus proyectiles, los que buscaron mi cabeza por ambos lados y silbaron su final en las suyas.




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