jueves, 27 de noviembre de 2014

Cuatro céntimos

Trato de ganar el sueño y mi mirada se pierde en los ojales de la persiana. Contra mi espalda yace la de mi esposa. Su postura traduce el enfado con el que apagó las luces. Desconfía, anoche llegué tarde, con las manos vacías y la cartera hueca apenas sujeta con la sonrisa de los satisfechos. En un principio traté de explicarle la causa, pero ella se negó a oírme mientras su nariz pretendía descubrir matices de ramera en la ropa que me despojaba. Adujo que mi facilidad para la ingeniería de las excusas sólo aumentaría su disgusto hasta el punto de perder por completo el apetito. Acabé cenando sólo y, al recoger, descubrí su mordisco en la manzana del fondo del cubo: el bocado de la ira, el ayuno del exceso.
Renuncié a seducirla, a sacarla del error, me demoré en el aseo, esperé a que se acostara, a que simulara el más profundo de los sueños y me regocijé imaginando su sorpresa cuando, con el nuevo amanecer, atrapada en el callejón de las tostadas sobre las yemas, con el pelo alborotado disperso sobre los mullidos hombros de su albornoz, sin ganas de pleitear, se viera obligada a atenderme en mi despiece, eslabón por eslabón, de su cadena absurda de sospechas.
Las horas previas de aquella noche, como cada miércoles, con los niños ya acostados, me colé antes del cierre en el supermercado del barrio. Con la prisa de un doble fila recorrí los solitarios pasillos y llené el carro en la mitad del tiempo habitual en la hora maruja. Cuatro gatos recorríamos los pasillos, casi todos conocidos, pero a él nunca antes le había visto por allí, sin embargo, ya en la línea de caja, le cedí el paso pues un kilo de arroz y un bote de tomate ocupaban su regazo. Llegado el momento de pagar echó mano al bolsillo, contó céntimo a céntimo el total y pude descubrir en su palma cómo abundaban más pelusas que monedas. La cajera comprobó la cantidad recibida y ésta resultó insuficiente. El hombre miró los productos y, tras un largo silencio, decidió renunciar al tomate. Fue entonces cuando examiné su figura. Ropa y calzado de calidad descubrían su largo descuido. Barro reseco tiznaba las suelas y los brillos tornasolaban el verdadero color de las prendas. Cuatro céntimos más y hubiera podido costearse aquel bote que quedó arrinconado junto a la caja registradora. Contemplé aquella escena de miseria atenazado por la incomodidad de la absurda condescendencia y me ocupé en disimular mi recato hacinando mi compra en la cinta como quien, culpable, silba al cielo al paso de la autoridad.
Cuarenta y nueve códigos de barras después, con la billetera famélica y una cuenta kilométrica rizando su largura sobre la montaña de mis bolsas al límite de su elasticidad, me dirigí al aparcamiento. Nada más franquear la cristalera de automatismos me topé de nuevo con él, arrodillado, frente a un cartón donde una leyenda describía las razones de su miseria y el número de bocas que le esperaban en las penumbras. Mirada y postura destilaban la humillación de los nuevos pobres, de aquellos que tocaron el cielo de la prosperidad sobre una escalera que ascendía por peldaños de una deuda imposible de pagar si en un solo mes se interrumpían los ingresos. Mi primer impulso fue rascarme el bolsillo, pero la única moneda de la que disponía brillaba en el mecanismo de enganche del carro. Dos pasos más di y esperé a que la curiosidad, ante la quietud de mi calzado, quebrara su quietud penitente, y en cuanto sus ojos, fugaces ante la firmeza de los míos, se encontraron, se lo dije: «Tuyo».
Y de allí me fui con las manos vacías, pero con el corazón lleno mientras la cadena del carro, abandonado, reducía su movimiento pendular en una cuenta atrás imaginaria a la espera de que su nuevo propietario la reanimara con el empuje alegre de quien lleva el mejor regalo a su necesitada familia.
No quise esperar a su agradecimiento, ni siquiera quise mirarlo, tan sólo pude advertir en la maniobra de salida cómo desechaba aquellos artículos cuyo cocinado precisaban de un horno, de electricidad. Detalle de normalidad que pasa desapercibido en las vidas estables.
De regreso a casa, en el primer semáforo, busqué el reflejo de mi rostro en el retrovisor por si la inédita bondad, la misericordia de mi reciente arrebato hubiera dibujado en mi cara algún rasgo nuevo, un matiz que indicara una línea a seguir en el futuro. Esa indeleble marca de los espíritus en calma, adictos a la caridad como propia recompensa, la paradoja del egoísmo desprendido. Sin embargo, no hallé indicio alguno en mis facciones, tan solo la distensión de mis costillas y la placentera sensación de respirar libre de aires engolados. Aires que originaron tormentas maritales nada más poner los pies en casa, borrascas que dejé vaciar hasta la nueva mañana a causa de esa parte capulla que en mi juventud casi me definía.
Así, con la claridad ganando presencia entre las lamas, inquieto por revelar mi anónima solidaridad y en la búsqueda de recibir temprano un abrazo reconciliador, me desperté antes de que las manecillas señalaran la diana de los días laborales. Y para cuando mi reina del albornoz anticipó su entrada en la cocina con el arrastre de sus pies, los restos de mi desayuno ya flotaban en el fregadero y mi atención recalaba en los titulares de la prensa digital.
Sin formación en arte dramático pero hábil en las expresiones más trágicas, mi esposa simuló continuar con su enfado, el cual ahondó aún más ante mi fingida pose alegre, distraída, con mi dedo resbalando por la pantalla táctil de la tableta en la página de sucesos. Esperé a que las tostadas ocuparan sus manos para comenzar mi alegato y cuando el crujiente pan se vio amenazado por la sombra de un cuchillo pringoso carraspeé por dos veces hasta que gané su atención. Resumí mi generosidad de la tarde anterior con la euforia contenida y reconocí cierta maldad ante mi calculado silencio cuando acepté su sentencia de putero.
Mi exposición de los hechos, sucinta y bien meditada, no obtuvo la recompensa pretendida y mi abrazo quedó marginado, quizá por la vieja causa de que para toda afrenta, al menos, son necesarios cuatro deleites para su olvido. La técnica de repetir mi hazaña solidaria tampoco sirvió para derribar su hostilidad ni sumar placeres, pero cierto brillo de tregua surgió cuando me dirigió la palabra, aunque en forma de orden castrense sobre el encendido del lavavajillas, la plancha y la limpieza de ciertos azulejos fuera de su alcance. Pero para cuando su dictado ya buscaba una nueva tarea de castigo que encomendarme y con la que paliar su malestar, el timbre de la calle sonó con insistencia. Poco margen para la reflexión tuve cuando, a través del telefonillo, anunciaron su condición de policías y, sin cuestionarles, les franqueé el paso del portal. A los pocos segundos de su apertura ya ocupaban el rellano frente a mi puerta y les ahorré el timbrazo. Junto a sus credenciales de placa y carné, que mostraron en un gesto aburrido, les siguió un alargado papel dentro de una bolsa transparente. A pesar de sus manchas y arrugas pude reconocerlo. La cifra del total y los artículos enumerados correspondía con la cesta donada al ¿difunto?, me aclararon, buscando con el subsiguiente silencio forzar una explicación convincente por mi parte.
Puede que ciertas profesiones se acostumbren a citar la muerte con la misma tranquilidad que se divaga sobre el tiempo, pero para quienes todavía no encargamos flores ni el día de todos los santos, que te refieran el óbito de alguien a quien creías haberle alegrado unas horas antes sus inciertas venideras supone una convulsión de amarga derrota. Pero si además la causa de su fallecimiento se relaciona directamente con un favor propio, la noticia te lleva a que las piernas no resistan y busques un punto donde agarrarte.
El hombro de uno de los policías y el propio marco de mi puerta sirvieron de muletas ante el disgusto, y cuando conseguí sobreponerme me extendieron una citación para una comparecencia en la comisaría esa misma tarde.
—¿Quienes eran? —preguntaron mis benjamines, aún en pijama, con sus peluches asidos por una pata y su cabeza escobando el suelo del recibidor.
—Malas noticias —acerté a responder, todavía confundido y aún más arrepentido de mi respuesta—. Id a jugar mientras os preparo el desayuno.
Y mientras los cereales naufragaban sobre tazones de leche, la página de sucesos refería una pelea entre indigentes donde, uno, perdía la vida por defender un carro de la compra, al parecer, robado.

Mi abrazo soñado cambió el inicio pues éste vino de atrás, sorpresivo, rodeándome, con las manos en el pecho y su cabeza apoyada en mi espalda, y cuando me giré para aceptarlo me encontré llorando sobre su mullido hombro mientras sus dedos se sumergían en mi cabello y yo enmudecía mi llanto para que mis pequeños barrenderos no acudieran a mi desgarro con preguntas que nunca podría responder.