miércoles, 30 de diciembre de 2015

El dibujante

         Con la mochila cargada de lapiceros me propongo dibujar la soledad del bosque otoñal. Atrás queda la estación de un solo andén, de reloj sin manillas, de vías que acotan hierbajos entre las traviesas; de taquilla y ventanas tapiadas. Parto por el camino amenazado de zarzas. Ramas capilares enjaulan el cielo raso, la hojarasca herrumbrosa me descubre una vez en la arboleda; mi paso ahuyenta a la despensa de los lobos. Busco alejarme de sendas, de rastros trashumantes, de la civilización. Quiero que el grafito abulte en mi cuaderno, que lo cuartee, que reine su trazo en el silencio, sin interrupciones, sin llantos, que lo colme de instantes que la naturaleza quiera regalarme.
       Tres días llevo aquí y el acopio de unas ardillas me sirve de despertador. Ahueco mi mano y abrevo de un manantial cercano. Pisadas de rumiantes amoldan la orilla. Descubrí en una roca el perfecto asiento. Preside la linde entre un hayedo y un pinar. El sol siempre bajo me circunda y cambia el paisaje de sombras. Ya formo parte de ellas. Escucho trinos hasta entonces ahogados, crujen ramas quebradas por la curiosidad. La confianza atreve y devuelve el ritmo acostumbrado. Mi brusquedad algún aleteo produce, espanta olisqueos, pero son vuelos cortos, estampidas breves.

         Nueva mañana. Me despierta un hombre con calzado de ciudad. Sucio, algo desnutrido, deshilacha sus prendas por codos y rodillas. Me ruega bocado y accedo mientras preparo café. Sus modales contenidos se desbocan con la primera vianda. Lo reconozco, alguna vez lo retraté, en una descripción empañada de lágrimas. Ya no escucho al bosque. Calla cuando el lobo merodea.

jueves, 24 de diciembre de 2015

Vidas de escalera

         Como cada viernes, durante la hora del desayuno y desde la ventana de la cocina, Amalio Laín veía entrar por el callejón una camioneta y su abultada carga bajo la lona. Mamá fregaba la loza de padre y abuelo y miraba de reojo las musarañas que tanto entretenían a su Amalio, sin sospechar el misterio que para su pequeño encerraba aquella puntual visita. Asido a su tazón de migas, la imaginación de Amalio se perdía bajo el toldo. ¿Qué daría forma a aquellas dos enormes jorobas? El cariño estricto de sus progenitores le impedía saltarse la madrugadora cadena de tareas domésticas, tan sucesivas que ningún margen disponía para satisfacer su intriga. Disciplina férrea que finalizaba justo antes de colgarse la cartera y partir hacia la escuela. Ya desde la calle, a pocos pasos de doblar la esquina, tres veces contaba las despedidas de su madre tras el cristal, cual vigilante de torreta. Para cuando regresaba, con nuevos rasguños en las rodillas y deberes de lápiz, la compuerta que encerraba la carga no daba opción a la curiosidad, ni siquiera por el ojo de la cerradura.
Muchos viernes después, se atrevió a preguntar. Y la respuesta se perdió en el respingo y en el estruendo de la cerámica enjabonada al estrellarse contra el suelo. A tanto añico disperso la escoba se relegaba al rincón, inútil por causa del agua. Entre murmuraciones de fastidio, de rodillas, tocaba recolectar y acopiar en un trapo los restos, antes de que la fregona obrara en el secado. Para cuando su madre quiso incorporarse, Amalio ya ocupaba el escalón previo al rellano del sótano y observaba las evoluciones de la maniobra de descarga que, para su sorpresa, su abuelo y padre dirigían a los retrovisores. En el proceso de desatado de la lona, su nombre y apellidos surgieron ululantes por las escaleras, y las cabezas de los hombres se dirigieron hacia las voces y al vacío que dejó la estampida del espía. Amalio evitó ser descubierto, sí, y subió dos tramos a la carrera mientras escuchaba el descenso apresurado de las alpargatas que su trasero tan bien conocía y que en unos minutos se las iban a volver a presentar.
Y así debía haber sido sino fuera porque la casualidad quiso que, en la segunda planta, donde la oreja de Amalio ya latía ante el inminente pellizco materno, la puerta del B se abriera y de su interior surgiera la pequeña de los Urquijo. Elena se dio de bruces con la urgencia de Amalio y quedaron abrazados.
—Ahora comprendo el motivo de que tus migas se queden frías —observó la Sra. Laín apoyada en el pasamanos, todavía a varios escalones, cohibida de verse en camisón y delantal.
El corazón del muchacho galopaba en su pecho por una fusta distinta con la que había iniciado su fuga y apenas atendió la observación. En los ojos de la bella Elena, a un palmo de los suyos, brillaba un destello nunca antes conocido y un escalofrío de rubor enardeció sus mejillas. Ella terminó por agachar la mirada en cuanto la otra madre se asomó a la reunión y, tras un balance enmudecido, la trajo para sí y cerró la puerta.
Ambas quedaron enfrentadas en el recibidor.
—No me habías dicho nada, hija. Aunque no me extraña que ya seas pretendida. Quién tuviera esos bucles dorados que heredaste de tu abuela. Y mira yo, con un pelo lacio como el de mi padre, con menos hebras que las telarañas y dispersos como los juncos. Lo que no entiendo es qué has visto en el pequeño de los del cuarto. Ahora comprendo tus prisas por partir hacia la escuela. Anda; vete, pero antes déjame comprobar por la mirilla que no siguen ahí. Ya tendrás la oportunidad esta tarde, durante la merienda, para pensar en cómo vamos a explicarle a tu padre este lío.
Elena asintió cabizbaja antes de salir.
En ambos domicilios la cena se centró en el escarceo. El padre de Elena prestaba con suma atención al periódico que le separaba de la humeante sopa y de la conversación que monopolizaba la madre sobre el furtivo encuentro de su tesoro. En casa de los Laín, Abuelo y Padre estiraban sonrisa y acentuaban los remolinos del pequeño a medida que confesaban sus amores de juventud, para escándalo de la madre que aún valoraba una reprimenda por culpar a alguien del plato roto.
Esa noche bajo las mantas, Elena se vencía al sueño imaginándose de la mano del muchacho del cuarto como posibilidad, no como elección. Nunca se había fijado en él, un curso menor —su prisa matinal la causaba otro mozo—, pero basta que los mayores aludan, con sus exageraciones, a vínculos hasta entonces descabellados, para que algo inexistente cobre forma, incluso azote un sentimiento, hasta entonces, improbable.
Dos pisos más arriba, el pequeño Amalio miraba a las sombras del techo de su habitación. Con medio cuerpo sumergido en la colcha y las manos tras la cabeza, recuperaba las emociones del día. Nunca se había fijado en ella, un curso mayor, y, a decir verdad, tampoco en ninguna otra. Sin embargo, a partir del encuentro, el cosquilleo se mantuvo en sus tripas durante toda la jornada, y a la vuelta repuntó en el portal. En ese mismo instante en que cerraba los ojos, comprendió que, a la mañana siguiente, durante el recreo, a pesar de las risas y burlas del círculo de amigas, apartaría a Elena y la invitaría a salir. Era perfecta. Prometería formalidad. Podrían citarse en las escaleras y evitarían las típicas charlas maternales sobre los peligros de la calle. Además contaba con la aprobación de los hombres de la casa. Resultaría la mejor excusa para librarse de vigilancias y descubrir, por fin, la causa de las mariposas en el estómago: el misterio bajo la lona. 


domingo, 13 de diciembre de 2015

Dobles parejas


En invierno alquilo una casa en un rincón de la costa, cuya playa, durante la bajamar, las gaviotas se adueñan en busca de los restos que el mar devuelve. La ola más atrevida marca su récord con un cerco de espuma donde dibuja una serpiente de deshechos. Me gusta recorrerla y demoro su visita para la vuelta. Antes, prefiero el paseo por la arena espejada, cerca del manso rompiente. Acuarela borrosa de mi sombra, de mis huellas.
En el camino me sumo en la metafísica del absurdo, en los pensamientos inconexos y me entretengo en el juego de avanzar con los ojos cerrados, sin miedo al tropiezo. Quince pasos, veinte, cuento antes de comprobar si me desvío. Me resulta divertido, me relaja sumirme en la ceguera atento a la acústica de ese mar sujeto por unas horas. Al mismo tiempo, me concentro en mi pisada sabedor que ningún saludo interrumpirá mi juego.
 El acantilado que acota la playa obliga a mi regreso. Como mencioné, es entonces cuando recorro la linde del reptil multicolor. La arena seca cansa mi zancada y agita mi pecho. Retorno que concluye con el ascenso por la escalera que me lleva al mirador de la casa. Sobre la mecedora de juncos me esperan: mi cámara de fotos, con la memoria llena de albores y atardeceres, y una novela que la brisa se empeña en hojear. Una policiaca, de un escritor que busca la inspiración en un pueblo junto al mar. Sonrío por la similitud con mi profesión, hasta que descubro una extraña asamblea animal que se interpone en mi camino.
Quizá fue la rutina, o mi atención aún dormida, absorta en el paisaje diamantino del amanecer, lo cierto es que no reparé en aquel bulto, a pocos metros de la terraza. Culpo en parte a las gaviotas, agrupadas alrededor del despojo, indecisas ante la forma de su enemigo natural. Cuando por fin me aproximé a la reunión patibularia, espantaron su falso velatorio con un precipitado vuelo por encima de mi cabeza. Tuve que cubrirme con los brazos para evitar el golpeo de sus alas. Sus graznidos aterrizaron apenas superada mi sombra, suficiente distancia para dejarme a solas con el macabro descubrimiento.
Se trataba del cadáver de un joven de dulce rostro. Estimé su edad en apenas la veintena. Su florido bañador, como única prenda, ceñía su delgadez de atleta de las aguas. En su tobillo, la marca de la costumbre indicaba que cabalgaba olas unido a su tabla, de la cual, no había rastro.
Para la policía supuso todo un fastidio trasladar a un equipo de investigación criminal a tan abrupto escenario. Creí, como denunciante y como premio al esfuerzo por coronar el acantilado para conseguir cobertura, que tendría acceso a las primeras impresiones sobre las causas del deceso o, al menos, a la identidad del malogrado, pero apenas pude escuchar las ocurrencias típicas de quienes están acostumbrados a velar finados cuando fui amablemente invitado a perderme tras las paredes de mi residencia. Con cierta sensación de maltrato recogí mi libro y cerré la puerta a la brisa marina y al quehacer policial.
Incapaz de concentrarme en la lectura y aún menos en la tecla, me dediqué a pasear por la vivienda y a detenerme en cada ventana en busca de la mejor vista desde donde poder contemplar las evoluciones de los investigadores. Hasta que el timbre de la puerta principal sonó con la insistencia de los gamberros.
Dos hombres, inspectores, según se titularon en su presentación, mostraron una brillante credencial, tan fugaz como la petición de entrada a la que no esperaron respuesta. Para cuando quise reaccionar sus arrugados abrigos ya colgaban de sus brazos y sus narices husmeaban con el mismo vigor que sus ojos se clavaban en todos los rincones menos en mi mirada. Poco les importó ensuciar el parqué con sus pisadas, como tampoco el procurarse de los modales mínimos de quien irrumpe en casa ajena. Vale que el mobiliario era funcional y que las decoraciones: un  par de cuadros, el mismo número de jarrones y un barómetro de pared, delataban que era una vivienda de paso, pero no dejaba de ser una morada, el rincón elegido para mi retiro invernal, mi intimidad. En el fugaz repaso de los agentes, toda la atención se la llevaron los ventanales y el horizonte marino que los inundaba. Sin su luz y movimiento incesante, su rumor acorchado, sin ellos, una cabaña alpina transmitiría la misma sensación de refugio y de soledad.
Las preguntas no tardaron en sucederse. Tiempo de estancia, otros testigos, compañías, motivos, profesión y relación con el cadáver, además de las típicas acusadoras. Al principio, me puse en guardia; a los dos minutos, la ironía se apoderó de mis respuestas cuando comprendí el hastío de la pareja y sus ganas poco ocultas de cumplir con el expediente ante lo que parecía ser una fatalidad.
La comitiva compuesta por el juez, su séquito y demás equipo de técnicos abandonaron la playa a media tarde. La pleamar se encargó de borrar las huellas de aquella feria y de espantar a las aves hacia sus nidos, en la parte alta del acantilado. La visita había desplazado mi siesta de su horario habitual, pero mi cuerpo reclamaba la postura del reposo. Concedí a mis piernas la altura de una banqueta y a mis nalgas la inferior del ajado tresillo. Mi vientre se convirtió en el marcapáginas del libro que sujetaba y éste en la minúscula manta de mi tránsito hacia la inconsciencia.
Soñé, sobrevolé, en compañía de las ruidosas gaviotas, la zona de la playa donde trabajaban en sus pesquisas unos hombres enfundados en monos blancos. Los graznidos me impedían escuchar las impresiones de los policías y por esa gracia que tienen los sueños no tardé en personificarme en el secretario del juez. Tomé notas de las descripciones y las órdenes del magistrado, quien parecía tiritar a causa de la humedad y por la inútil indumentaria de despacho que lucía, propia para pasillos y aceras de la gran ciudad.
Me desperté con la misma heladora sensación. Apenas mis ojos se había cerrado diez minutos, pero del mismo modo que me sentía descansado, el frío se había apoderado de mi cuerpo. Comprobé la calefacción con la mano y revisé el termómetro del regulador. Todo correcto. Eché la culpa a algún virus o al escalofrío de la mañana, y acudí a la placentera taza de café, pero dadas las horas tardías la sustituí por un vaso de leche bien caliente. Sujeto entre las manos me dediqué a contemplar el ocaso, mientras el mar peleaba por ganarle metros a la orilla con olas de inmediata fractura. Mis dedos, algo azulados, los relacioné con la lividez del joven. Fue entonces cuando comprendí la razón de mis temblores. Aquel joven no murió en éste mar. Alguien lo había puesto allí. Nadie surfea sin neopreno en ésta época del año y aunque el mar te desnuda en sus zarandeos jamás retira prenda tan ceñida y, mucho menos, mantiene el bañador en su sitio.
Afrontar un misterio azora el alma y desata la lengua.  La necesidad de compartir las novedades cuando, además, éstas, al revelarlas, invierten el giro de un acontecimiento, se convierten en una carga necesitada de alivio. Cualquiera, de atender mis sospechas, comprendería mi frustración al asumir que sólo con las luces del alba podría atreverme a repetir el ascenso a la cima. Incomunicarse tiene sus efectos saludables, si el estrés palpita con regularidad en las sienes, pero para las urgencias, la espera conlleva a reflexiones que enferman y atreven a riesgos innecesarios. ¿Importancia o urgencia? Ese era mi dilema. De noche, con el viento aullando por las crestas del acantilado, con las estrellas abrillantando la humedad de las rocas y el mar rugiendo su poderío allá abajo; un mal apoyo y el vacío se tragaría mi prisa y mi revelación. Decidí esperar al amanecer.
Antes de las primeras luces mis botas ya apuntaban a la puerta. Ascendí al mismo ritmo que el sol despuntaba. Cuando coroné, un par de rayas de cobertura despejaron parte de mis preocupaciones. Mi llamada fue transferida y acabe narrando mis sospechas a uno de los inspectores de la mañana anterior. Su silencio inicial me invitó a pensar que rumiaba una forma cortés de felicitarme, pero sólo demoró su despedida con un lacónico «muchas gracias, caballero». Revisé la cobertura por vergüenza a pesar de que sabía que me había colgado. El descenso me sirvió para purgar mi desilusión. De nuevo me había creído con derecho a participar en las indagaciones, aunque esa misma noche, al escuchar un motor, sospeché que mi casual participación en el proceso nunca lo fue.
La tranquilidad que buscaba en aquel rincón obligaba a un mínimo de tres días para asimilar los ruidos naturales del entorno. El rugido del mar llegaba a obviarse transcurrida la primera noche, pero los ajustes de la casa: sus maderas y goznes golpeados por el viento, las dilataciones, requerían del plazo citado para interiorizarlos hacia la familiaridad. Si bien dentro de una habitación el oleaje se convierte en rumor, cuando el mar está en calma ofrece en bandeja los sonidos de la navegación. En esas circunstancias el motor fuera borda de barlovento se metió en mis sueños como la alarma de un despertador de agujas. En otro contexto mi curiosidad habría prendido lámparas, pero con la visión del muerto tan reciente, cual gato, decidí agazaparme en las penumbras al borde del ventanal del salón. Desde allí pude observar la playa con la plateada nitidez de un cielo raso de estrellas. Suficiente luminaria para distinguir los lomos brillantes de salpicaduras de una lancha neumática y las crestas, hombros y mochilas de tres hombres de negro que la varaban sobre la arena con manifiesta diligencia. Uno de ellos recuperó una tabla del fondo de la embarcación y el otro parecía portar en su regazo un bulto indeterminado. Ambos caminaron presurosos, reduciendo silueta, hasta llegar a la linde de la arena seca. Abandonaron los bultos con acusada separación y regresaron sobre sus pasos a la misma velocidad y andares felinos. El tercero, que esperaba junto al motor, lo descubrí escudriñando mi fachada. Prismáticos supuse que encaraba por la postura angulosa de sus brazos hacia los hombros. Actitud vigilante que cesó en cuanto los tres volvieron a reunirse. Y con la pericia propia de militares invirtieron la maniobra y se hicieron a la mar, para perderse entre sus sombras y convertirse en un leve rumor que no tardó en extinguirse.
Los regalos eran para mí. Dispuestos de tal forma que su hallazgo resultara creíble de haber sido entregado por las mareas. Por esa razón dudé de que el cadáver también hubiera llegado hasta mis pies con el único impulso de las corrientes.
Maldita ofrenda, me dije. Si me abstenía de comunicar esa visita nocturna iba a jugar con fuego y si la mencionaba, también. Y aunque para un periodista de columnas, reconvertido a escritor de novelas resultonas, resultaba sencillo enlazar tramas, protagonizarlas me expondría a figurar en la agenda de unos criminales y en la de un inspector sospechoso de cobrar más de un sueldo. Decidí arriesgarme con una nueva llamada a homicidios, pero no sería hasta la mañana siguiente del día posterior, antes necesitaba que el mar y la luna me ayudaran.
Simular una mala jugada que te retira de la mesa ante un tahúr consumado que huele tu sangre, como lo es cualquier sabueso de homicidios, no sólo es difícil de interpretar sino peligroso. Cuando el inspector descolgó traté de olvidarme de que estaba esperando mi llamada desde la mañana anterior. La demoré a propósito una jornada más para que la naturaleza abogara por mí. Teatralicé mi interés por cómo se iban sucediendo las pesquisas aduciendo que, en mi retiro, el hallazgo del cadáver me había trastornado hasta el punto de que centralizaba los vacíos de mi soledad, y éstos suponían casi todas las horas del día. Pregunté por la identidad y nada obtuve, sólo incomodidad. Ésta vez su silencio se extendió hasta que me despidió con la misma escasa sutileza de costumbre pero con el tono entrecortado. Mi cebo había sido engullido. Ahora tocaba recoger el sedal.
El mar lo mismo devuelve como arrebata, y bajo esa máxima argumenté mis maniobras. El barómetro indicó una fuerte bajada. Su aguja invitaba a comprender el motivo de que la superficie marina se rizara con panzas de burro durante la tarde del día siguiente. Y aunque la tabla de surf, y lo que resultó ser un neopreno rasgado, ya los había puesto a buen recaudo, esperé a que el mar jugara a esa pelea ancestral con la tierra firme y atribuir a su fuerza la razón de que la noticia del nuevo hallazgo nunca llegara a comisaría. Quienes tanto se habían molestado en que mi testimonio se produjera, deberían esforzarse de nuevo y asegurarse de que descubría los restos. Resultaba el testigo ideal: un don nadie, un rutinario, sin sombras en su pasado, residente ocasional en el mejor escenario posible para representar la muerte accidental de un joven y modificarla a conveniencia.
¿Quién sería el malogrado para que tanto profesional se hubiera implicado en la trama de su muerte? Me hacía ésta pregunta convencido de que la prensa ya reseñaría algo al respecto. Lo que tenía claro es que el mozo o acaudalaba secretos o disponía de posibles o, simplemente, molestaba. El problema es que ahora era yo quien coincidía con el difunto en una de esas tres excepciones, y mi cuenta corriente descartaba a las claras la segunda.
La noche cayó entre las dunas. Nunca había imaginado que pasaría tanto frío a pesar de que me acondicioné una trinchera para aguantar a la intemperie hasta el amanecer. En un calco de su anterior visita, el comando llegó a la orilla pasadas las doce. El mismo ágil desembarco, despliegue y retirada, salvo que, esta vez, mi cámara lo registró.
A media mañana el equipo de policía científica vino a recoger una tabla de surf y un traje de neopreno. El inspector de homicidios se mantuvo distante de la requisa y de la larga conversación que mantuve con uno de sus subordinados a pie de playa. En todo momento sentí la presión de su mirada y el cosquilleo de quien espera una voz o un golpe violento por la espalda. Nada dije de los visitantes y sólo apunté que daba por finalizada mi estancia. Facilité mis señas en la ciudad por si me necesitaban: una habitación de hotel por una noche que había reservado esa misma mañana tras comunicar el hallazgo. Una vez pernoctado, al día siguiente iniciaría mi viaje de regreso y me esperaban medio millar de kilómetros al volante hasta llegar a mi apartamento. No comprendí el guiño del inspector en su despedida, hasta que entré en la casa y recorrí las huellas de arena húmeda que morían ante la mesa donde mi cámara mostraba las señales de su violación.
Tras descubrir que en el allanamiento me habían sustraído la tarjeta de memoria, comprendí que fue una cámara térmica la que se llevó a los ojos el lanchero. La primera noche el ventanal me eclipsó de sus prestaciones, pero en la siguiente me cazaron, iluso de mí, creyéndome oculto en mi trinchera. Ahora eran dos de tres mis coincidencias con el ahogado, y mis posibilidades de acabar como él, numerosas.
Me registré en el hotel como había anunciado, pero dormité en el aparcamiento atento a las luces de mi habitación. Bajo ningún concepto me convenía abandonar el coche. Me esperaba toda una noche con el volante como atril en las penumbras. Adquirí los diarios y solicité al recepcionista las ediciones de días previos. A la luz de de las farolas encontré un artículo sobre el suceso donde figuraba el apellido del joven y un retazo de su vida.
Hijo único de una familia bien y acaudalada, acostumbraba a largarse hasta que el dinero le apremiaba a regresar. Simulaba arrepentirse. Farsa interrumpida una vez conseguida la liquidez. En su última desaparición se rumoreó con su secuestro, pero las circunstancias de su hallazgo lo acallaron definitivamente. La familia admitió que quizá simulara el delito. Un nuevo engaño para sangrarles; su última puñalada antes de la despedida.
El reloj del salpicadero mostraba las dos de la madrugada cuando arribó un vehículo sin luces. De él descendieron tres hombres que, a pesar de la distancia, pude reconocer por sus andares como a mis reyes magos. Probaron las puertas de servicio del edificio antes de decidirse a entrar por la principal. Al poco regresaron. La hora, el silencio y la frustración atrevió a uno de ellos a citar un oficio falso de mi madre. Mostró su enfado y no tardó en descargar su ira con los plásticos que enfundaban el maletero de su vehículo, y que retiró a la basura con desprecio.
¿Miedo? Todo el del mundo, pero mi determinación por librarme de él fue mayor cuando en mi segunda visita del día pregunté por el despacho del jefe de la Brigada de homicidios. El asombro del inspector se tradujo en la inmediata tensión de su mandíbula cuando me senté ante su escritorio con los mismos modales con que invadió mi refugio playero. Sin decir palabra me rodeó, tomó asiento en su reseca silla de cuero y clavó todo el odio que irrigaban los capilares de su ojos en los míos huidizos. Al poco entró el otro inspector y el policía que me entrevistó en la última visita. Cerraron la puerta y me vi en un instante tirado en el suelo, manoseado de arriba a abajo. Con una «nada», que dirigieron a su jefe, concluyeron sin miramientos su cacheo de micrófonos. No dio tiempo a iniciar ninguna conversación, pues el jefe de la dependencia irrumpió escoltado por cuatro agentes, que por la descomposición de mis verdugos, imaginé que los reconocieron por pertenecer a ese grupo que vigila a los vigilantes, citado, domésticamente, como asuntos internos.
A veces, en el póquer, se puede ganar una partida con unas simples dobles parejas aunque el contrario lleve un trió de matones. Es cuestión de esconder la jugada el tiempo suficiente y presentar en el juzgado las mismas pruebas de las que ya disponen: idénticas, dobles, imposibles. Nadie surfea en dos tablas, viste dos trajes y se ahoga una sola vez.

lunes, 2 de noviembre de 2015

Cielo, allí permaneces.

     Observo durante el desayuno cómo un infante se pega a un ventanal. Vidrio que lo separa de un caos de artefactos y prisas, de paisajes vertiginosos y lo aleja de abismos fatales. No tarda en empañarlo de babas con la máscara de su curiosidad y cuyo rastro permanecerá indeleble hasta que el paño de quien se ocupa de la excelencia lo borre con el chasquido del desprecio sin reparar cuánto gozo almacena esa huella.        
Me recuerda la portada de muchos diarios con la fotografía de una niña encaramada al ventanal que acorcha el trajín de carretillas, vehículos de cabinas grotescas y reactores de las pistas de un aeropuerto internacional. Sus palmas, a la altura de sus hombros, parecen reclamar la atención de un mundo soberbio de luces y dimensiones, cuya novedad es incapaz de asimilar. Imagino la siguiente instantánea, la que aborda al adulto que la inmortaliza y con quien quiere compartir su descubrimiento, aliarlo en su emoción. Quiero creer que su tutor asintió con una sonrisa o, al menos, con una caricia o mirada cómplice antes de rogarle que no se alejara mucho de donde habían decidido esperar la llamada de su vuelo.
         Sospecho que antes de embarcar enviaron por internet a algún allegado un compendio de fotografías donde su tesoro, su orgullo y su futuro enreda, prueba, escala, se golpea y aprende en un escenario donde la seguridad censa y desviste de amenaza a todo pasajero, y permite relajar la atención que tanto desgasta a los tutores primerizos.
         Asumo la preocupación de esos mismos padres ante el enigma de cómo aceptará su retoño el primer vuelo. La asegurarán al asiento con primor y, al verse prisionera, sus pies se empeñarán en patalear el respaldo que eclipsa su horizonte, y suspirarán para que ese resfriado, que nunca termina de irse, no le tapone los oídos y le lleve al llanto continuo, a la incomodidad ajena, a la presión ambiental de quienes proyectan su odio a cuenta de verse obligados a compartir cabina porque su escasa fortuna no les dio para un avión privado.
         Sé que por el tiempo transcurrido, la altura alcanzada y la ausencia de turbulencias el comandante liberó de cinturones a sus pasajeros. Las noticias permiten pensar que la vida a bordo transcurrió con normalidad durante cerca de media hora y que la enana paseante pudo curiosear hasta la cortina que vela una sonrisa uniformada provista de las suficientes golosinas para frenar a las más tercas visitas de la clase turista.
     Sé que fue feliz en su aventura aérea aunque a sus pocos meses tamaña novedad no registre recuerdo alguno, aunque su existencia sólo almacene alegrías, con altibajos de frustración en esa trabajosa continuidad de ensueño que sus papás procuran abastecerle. Del mismo modo que nunca las cajas negras registran los detalles de las vidas de aquellos que surcaron los cielos y en ellos se quedaron.

miércoles, 21 de octubre de 2015

En paz


Cruzar la puerta y mirar atrás. Ajena a tu marcha queda la familia, distraída entre juguetes y tareas, también amistades, de las de hombro, alzando copas hacia ti. Siguiente puerta, en línea con la anterior, la misma imagen, ahora más pequeña. Sucesivos quicios, idénticas estampas, minúsculas, hasta llegar a formar un punto borroso, en medio del primer umbral. La siguiente se cierra inaudible a tu espalda, es la última y con ella se lleva toda luz. La oscuridad resucita la primera imagen, despejada, ahora todos te miran por un instante y asienten. Seguirás vivo en la mención, inerte en la injerencia, presente en el ejemplo. Te hablaron de paraísos, también de infiernos. Existen, sin duda, y conviven ¿No lo sabías? Según quién y el porqué, según la razón para evocarte, si por pufos o sonrisas, deambularás entre edenes o calderas, pero caminarán por ti. Tú ya te has ido, no padeces, es tu legado y tu suerte. La herencia que dejas la sufrirá a quien impregnaste de miseria, en cambio te aplaudirá, aún con lágrimas, quien te anhele. Esa es tu otra vida, la del vacío que dejas, bien surtido de penas, bien pleno de alegrías.