sábado, 10 de enero de 2015

Rub al-Jali


Mucho tiempo atrás, un vigía del valle de Gale-Bazir, aburrido del paisaje durante tantos años divisado, decidió descender de su atalaya y caminar por las lindes donde la roca resiste y frena la inmensidad del desierto de Rub al-Jali. De sus inhóspitas dunas nunca antes había surgido nadie, pero los oráculos de la fascinante ciudad que aquellas cumbres ocultaban vaticinaron que el invasor, si debía de surgir de alguna parte, vendría por el más impensable de los caminos. Desde entonces, desde aquella predicción, nunca dejaron de vigilar la yerma extensión que los aislaba del mundo.
El vigilante, al principio, sintió el peso de la conciencia al comprobar cuan alejado se encontraba de su puesto, pero cuando pasados unos minutos las evoluciones de un escorpión se llevaron toda su curiosidad y sentía el placer refrescante de lo novedoso, de la nada surgió un nómada con el mismo paso cansino del camello que le secundaba. Las babas espumosas de su bestia contrastaban con sus agrietados labios los cuales articuló para contar que su travesía se había prolongado más de la sed prevista en los preparativos. Ávido por refrescar la garganta y llenar su odre, una vez calmada la angustia de la deshidratación, su conversación, algo febril, derivó por la penurias pasadas hasta que, entre sorbo y sorbo, en el relato sucinto de los lugares visitados, se detuvo a describir la increíble belleza de las pirámides de Egipto cuya visión, cuatro meses atrás, le había dejado maravillado. El centinela, mientras compartía su reserva de agua con el recelo de quien se ha visto descubierto, simuló interés ante el énfasis narrador del viajero, pues el nómada, creyendo que le atendían oídos vírgenes, explayó su arrobo sobre las construcciones faraónicas con tal entusiasmo que, de ser interrumpido, quizá quisiera conocer la procedencia de su salvador y la razón de su parsimonia en un lugar tan inhabitable como aquel. Sin embargo, la hierática pose de su samaritano no tardó en evidenciar que se trataba de cortesía o de algún grado de locura y no de interés lo que despertaban sus andanzas. Así, con la decepción de los apasionados, agradecido por el suministro, el nómada concluyó su perorata y continuó su camino, reflexionando sobre su capacidad en el discurso para conmover sobre algo que a él, de por vida, dejó impresionado y pensó que a todos quienes supieran de su existencia les sucedería lo mismo. Lo que nunca supo es que quien le había ayudado procedía de una ciudad al otro lado de aquellas montañas cuyas maravillas superaban con mucho las famosas tumbas del Nilo.
La ciudad secreta de Gale-Bazir, un oasis perdido en la península arábiga, sujetaba sus cimientos en las marmóreas faldas de su montaña más elevada y convertía su estructura en un prodigio en la historia de la arquitectura por su imposible concepto vertical. Lo que llevaría a pensar,  a todo foráneo, que únicamente seres alados pudieron intervenir en su construcción, ángeles capaces de horadar aquellas escarpadas paredes como un escultor oficia en la comodidad de su taller. La razón que llevó al albergue de toda una civilización en las entrañas de aquella montaña se remontaba a la época de cuando las aguas abnegaban el valle por semanas y derruían toda forma de ingeniería conocida. El peaje anual que la naturaleza se cobraba se veía recompensado por la inusitada riqueza que aquellas tierras generaban, pues, una vez que las aguas volvían a su cauce, de la noche a la mañana, los frutales y hortalizas medraban al ritmo de la madreselva y podían saciar el hambre de todos los mercaderes de oriente.  No obstante, y a pesar de la enorme altura, gracias a ingeniosos polipastos, sus ciudadanos se comunicaban con el paraíso a sus pies con la celeridad de los monos y, al igual que los primates, sólo por razones de recolección se aventuraban por los suelos el tiempo justo para evitar un encuentro con los depredadores que tanta abundancia atraía y que solo el hambre extrema y la sequía dejada atrás animó sus olfatos hasta aquellos parajes. 
La niebla se acumulaba perenne en las cumbres del valle y la disposición de su cordillera, limítrofe con el inhóspito desierto de Rub al-Jali, originaba en su exterior un vórtice de incesantes ventiscas de arena, razón por la que la imponente orogenia se mantuviera oculta en los mapas a salvo de exploradores, que, de descubrirla, no tardarían en atraer bandidos, ejércitos o traficantes y, con ellos, la extinción. Y así se habría mantenido un nuevo milenio si no fuera porque en la última mitad del siglo anterior una batalla mundial se venía librando y algo de ella salpicó aquella parte remota del planeta.

Luego de un combate desigual contra tres Spitfire que protegían un convoy de suministros con destino a Yemen del Norte, cuando el Messerschmitt Bf 109 pilotado por el teniente Lottar von Dannen trataba de regresar a su base con el combustible justo para un intento, los daños ocasionados por la munición británica en su cola terminaron por desprenderla y apenas tuvo tiempo de saltar. Y mientras el aparato rugía su caída hacia un suelo incierto a causa de la densidad nubosa, su piloto, sujeto a una campana de tela, rezaba porque el impacto no desintegrara la aeronave hasta el punto de malograr la reserva de agua que contenía y que había abandonado con la precipitación. Asumió que, en cuanto su paracaídas atravesara la nubes, apenas tendría tiempo para averiguar la trayectoria tomada por su caza. Una vez entre las dunas, desorientarse era tan inmediato como empezar a sudar. Confiaba en que una pequeña columna de humo señalara el punto de reposo del Messerschmitt, lugar donde residiría su única esperanza de salir vivo del desierto que, en la sala de reuniones de los hangares, esa madrugada, junto a sus compañeros de la Luftwaffe, comprobaron cómo se extendía por todo el plano que reinaba en la pared y al que todos referían como la sartén del infierno. Pero una vez que el teniente Lottar von Dannen fue engullido por las nubes sus ojos quedaron cegados por la condensación, y para cuando la densidad comenzó a difuminarse, de súbito, una sombra creciente, una sombra con fuerte olor a tierra, y contra la que se golpeó, le llevó a perder el conocimiento.
Cuando despertó pensó que su espalda se había partido, pues sus piernas no respondían. Lo cierto es que el arnés estrangulaba sus extremidades desde hacía demasiado tiempo y sus pies seguían suspendidos en el vacío acorchados como cuando su mentón recibió las caricias de su última pelea en un piano bar de Berlín. Se descubrió sujeto a una arista de una ladera a suficiente altura del suelo como para rezar completa una última oración si el paracaídas terminaba por desprenderse. Cuando miró al frente lo primero que distinguió fue un arcoíris cuyos extremos se difuminaban en las cumbres que cercaban un valle de tal frondosidad y verdor que quizá habría que inventar un nuevo nombre para un color tan intenso. Si su avión, nada más estrellarse, acaso mostró una señal de su paradero en forma de aceitosa nube, la leve llovizna, la selva como lecho y el tiempo transcurrido se habrían encargado de ocultar todo rastro del impacto. Bien es cierto que la sed no saludaría con la celeridad temida, la temperatura era agradable y un alero de nubes sobre su cabeza escondía el sol castigador, pero todo rescate y acopio de víveres partía por conocer la posición de partida y para ello nada mejor que el instrumental integrado en la aeronave. Con esos pensamientos como acicate asumió que debía pisar suelo firme cuanto antes, y esa garantía pasaba por balancearse hasta conseguir asirse a alguna de las fisuras de la ladera.
El teniente von Dannen comenzó a sudar frío cuando, en la primera sacudida, en busca del movimiento pendular pretendido, ésta fue acompañada del sonido inconfundible de la tela al desgarrarse. Y a medida que la trayectoria y el balanceo se ampliaban también se alargaba el descosido. El último impulso coincidió con la fractura total de la tela justo en el instante en que sus manos se agarraron a la roca, pero a pesar de que su presa era sólida había subestimado su entumecimiento y las piernas no le correspondieron en el apoyo. Luego de un minuto de apretar los dientes hasta sangrarle las encías y de que el dolor del agarre se extendiera por todos sus tendones, la piel de sus dedos cedió y se precipitó al vacío, en silencio, sin ese grito que el terror, ante una muerte segura, lima la garganta. 
Todo piloto, alguna vez, delira con una caída en alguno de sus descansos y reconoce al instante el momento cuando ya todo está perdido. Los sudores con que se despierta de la pesadilla van cincelando el recuerdo, para que cuando éste aparece poder afrontarlo con entereza. Así, el día que sucede, el día que es derribado o que el motor se detiene, si el fuego no inunda la cabina y todo lo demás falla, solo queda esperar mientras los recuerdos mejores se agolpan como equipaje de mano, imprescindible maleta para el viaje definitivo.
El tribunal que dirigía la ciudad ya se encaminaba con un séquito de cazadores hacia el lugar donde el avión se había estrellado. Un par de kilómetros llevaban recorridos cuando fueron informados de la aparición de un hombre vestido con ropas extrañas, al otro lado del valle y su inmediato traslado a la montaña. En ese mismo momento, en la ciudad, un grupo de ilustres se había reunido bajo la Cúpula con motivo de los novedosos acontecimientos venidos del cielo. ¿La finalidad? Debatir la conveniencia de armar al pueblo. Siempre se creyeron a salvo de invasores gracias a las escarpadas cumbres, al gran arenal de inhóspitas temperaturas que las rodeaba y las perennes inclemencias que les escudaban, pero nunca imaginaron que del firmamento pudiera venir la amenaza. La Cúpula, la enorme bóveda que congregaba a los ilustres era capaz de albergar sentado a todo el censo de la ciudad y, con el debido respeto, si alguien tomaba la palabra, a oído de todos alcanzaba la misma sin mucho esfuerzo. Creada con el mimo de un orfebre, arbotantes, filigranas y grabados convertían aquel techo en el paradigma del arte más exquisito jamás conocido y su virtuosa factura indicaba que las voces allí vertidas debían estar a la altura de su excelencia.
—Nuestros herreros jamás forjaron armas. Carecemos de ejército y ya ni los niños se disputan terrenos, pertenencias, ni siquiera juguetes. Somos un pueblo equivocadamente pacífico pues nada garantiza la paz mas que estar preparado para la guerra.
Quien hablaba, en otras tierras, en otros mundos bien podría haber reinado sin que nadie discutiera su autoridad. Sabio como pocos, Heral-Adif nunca quiso dirigir nada más que sus consejos a quienes sí asumieron la responsabilidad de gobernar el valle. Ante la llegada de aquel engendro volante y la presencia del cuerpo maltrecho de quien, sospechaba, lo dirigía, se demostraba con pruebas que la eternidad de un pueblo dependía de sus avances y no de la altura de sus murallas. Nadie de los allí reunidos murmuró ante las voces de su profeta, que aún resonaban en la cavidad como fantasmas rebeldes a la luz del día. La palabra se tomaba poniéndose en pie y dos escaños por la izquierda de Heral-Adif mostraron la estatura del nuevo interventor.
         —Bien dices y tu sabiduría a todos nos silencia, pero sin sangre caliente entre nuestros jóvenes ¿cómo podremos enfrentarnos a quienes viven por y para la lucha? —adujo Mendir-Ale, médico, astrónomo y, ante todo, padre de media docena de varones con la edad y salud adecuada para empuñar una espada.
         —No podremos —repuso el sabio—, sucumbiremos salvo que su indolente barbarie, su miedo, no les impida reconocernos como los hombres de paz que somos. Azar de difícil pronóstico, pues nuestro número de almas sólo por el guarismo ya obliga a la prevención aún mostrando nuestras manos desnudas.
         Von Dannen supo que seguía vivo pero ignoraba en qué condiciones. Las voces espectrales que escuchaba desde hacía unos minutos, a pesar de dirigirse en un idioma para él desconocido, se percibían con las imperfecciones, los carraspeos, los ahogos propios de lo terrenal. Sus ojos decidieron abrirse y los techos que descubrió sí que le parecieron celestiales, y la duda sobre su integridad corpórea hubiera regresado si no fuera porque el olor intenso de los aceites de las luminarias desplazaban todo ideal del paraíso soñado. Quiso incorporarse y, de codos, medio cuerpo consiguió erguir. La exclamación de los congregados ante su movimiento reverberó por los techos y se convirtió en una nebulosa de miedo. Él yacía en medio del círculo, en la vertical del punto más alto de la bóveda, sobre una enorme piedra de mármol de perfectas aristas. A duras penas consiguió sentarse y, en la postura, sus piernas colgaron a un palmo del suelo, pero, esta vez, sí parecían obedecer a los impulsos acostumbrados. Para su sorpresa, la misma que por otros motivos reflejaban los rostros de los reunidos, la Luger se mantenía en su cintura y apenas le dolían otros huesos en mayor medida que su maltrecha cabeza. Al palparla sintió el tacto de una venda y la densidad viscosa propia de los emplastos.
La corriente de murmullos cesó con un velo tenue de suspiros y el silencio se vio condicionado a las futuras maniobras del desconocido, cuyo cuello iba buscando los límites de su giro para tratar de comprender dónde se encontraba y ante quién. Una voz autoritaria, la de Heral-Adif, le dirigió ininteligibles predicamentos, pero para un militar con la adrenalina todavía recorriendo su organismo, ante los recientes encuentros con la muerte, el tono de aquella desconocida lengua no le inquietaba y su única preocupación consistía en descubrir la salida, pues si bien las miradas no imprecan, cuando son tan numerosas azoran hasta a la más salvaje de la bestias y alientan a la huida.
Una luz destacaba sobre el resto que circundaba la bóveda. Provenía de las rendijas del gran portón y su fulgor se colaba con la intensidad impropia de las artificiales. Como si no existiera otra alma en la sala se dirigió con decisión al umbral, lo cruzó y, a partir de ahí, sus siguientes pasos, al contrario de lo que pensaba, se fueron ralentizando.
Al ritmo de un visitante del Prado, descubrió, en su fuga hacia la luz, estancias y pilares de dimensiones tan colosales que no se distinguía el techo donde morían. A cuenta de un rumor de aletas sobre su cabeza, reparó en los frecuentes vuelos de aves de plumas blancas, que, en algún recodo de las inmensas alturas anidaban y le ayudaron a imaginar la enormidad de aquella formidable excavación. El pulido mármol de los suelos espejaba las suelas, y las paredes se revelaban lejanas por las titilantes antorchas que colgaban en sus límites. Corrientes de aire fresco circulaban con la levedad suficiente para sentir su agradable caricia y la sensación de respirarlo renovado ensanchaba el pecho de placer. Allí donde aquel pueblo había elegido engalanar sus corredores había horadado troneras para que la luz invadiera acotados jardines donde crecían exuberantes plantas de colores tan vivos como si crecieran al fulgor de siete soles. Nunca antes el alemán había visto nada tan bello creado por la mano del hombre y a pesar de sentir que una legión de ciudadanos le seguía en silencio, su prisa por ganar el exterior se había relajado. Y aunque sus sentidos trataban de absorber aquel paraíso que le rodeaba y que en cada zancada algo nuevo y más embriagador le erizaba la piel, finalmente, llegó a una balaustrada desde donde pudo contemplar el valle y el arcoíris perpetuo que arqueaba sus extremos sobre las cumbres que lo encerraban. Y allí se mantuvo, entre los arcos labrados del mirador cuya factura obligaba a acariciar su contorno para comprobar que tan exquisita moldura era tan real como la belleza del vergel que, el sol, ya en su ocaso, despedía. Y cuando la letanía de sus últimos rayos encarnaron el cielo, cuando el rojo sangre de su brazalete nazi intensificó el marco de la esvástica, descubrió que sus lágrimas de dicha le enturbiaban la vista, las mismas que encontró en los ojos de sus anfitriones quienes esperaron pacientes a que se girara y que, uno a uno, le fueron abrazando con el mismo calor con que una madre acoge al hijo perdido.
Dos días más tarde, en unión de tres cazadores del valle, Lottar von Dannen llegó hasta los restos de su Messersmitch. Con la ayuda de una pieza del fuselaje a modo de machete retiró la maleza que ya comenzaba a enmantar la estructura y consiguió introducirse en la cabina.
Cuando las potencias mundiales confiaron a sus satélites la vigilancia sobre territorios rivales, jubilaron sus vuelos espía y amarraron los submarinos que tantos conflictos diplomáticos habían originado. Así, desde el espacio, escudriñaron la corteza con la escusa de buscar plataformas de misiles, campamentos terroristas, movimientos militares y todo aquello que desestabilizara fronteras o economías. Las dos principales potencias descubrieron una cadena nubosa perpetua sobre un punto perdido en los desiertos de Arabia que, por extraña, despertó la suficiente curiosidad en una de ellas como para que se derivara un presupuesto para una exploración terrestre.
Durante cinco días, un equipo compuesto por militares, biólogos y geólogos exploraron un valle que a ninguno dejó indiferente. Todos acordaron que de no ser por su difícil acceso y su lejanía del punto más próximo a la civilización se convertiría en el descubrimiento más importante para la industria del ocio desde que China abriera sus fronteras al turismo. Ya no quedaban paraísos como el que pisaban.
En las jornadas finales en que tomaron muestras y cartografiaron el terreno, durante los descansos del café elevaron la mirada y la dedicaron a la contemplación de las escarpadas montañas que protegían el valle. Ninguno descubrió que la profusa vegetación que cubría las paredes de aquellas cumbres era menor y reciente en la más elevada, y mucho menos, cómo cientos de ojos los vigilaban tras aquellos tiernos brotes y, de entre ellos, unos azules acechados de arrugas, orgullosos de que su idea de mimetizar la ciudad serviría para que en el futuro, cuando visitantes como los allí acampados investigaran aquel oasis por su variopinta flora, despreciaran la cordillera ante su abrupta uniformidad.
El informe de aquella exploración fue catalogado de confidencial por el simple hecho de que fue realizado sin autorización del país anfitrión. En el balance destacaron como hallazgo extraordinario la aparición de los restos de un avión de combate de la Segunda Guerra Mundial de los cuales la selva se había apropiado hasta casi ocultarlos. De sus evidencias reseñaron como extraño que, si bien lucía los destrozos propios de un aterrizaje de emergencia frenados por el arbolado, la integridad de su cabina se había visto afectada por la intencionada mano del hombre y con posterioridad al accidente. Y aunque no encontraron rastro de vida inteligente en la zona reflejaron con detalle que la radio y su sistema de localización giroscópico habían sido machacados por un trozo del propio fuselaje hasta que el útil quedó definitivamente encastrado. En el abanico de conclusiones a ese respecto cobró fuerza la demencia de un piloto atrapado en un paraíso y que cargó contra la tecnología que le había llevado hasta allí, sin posibilidad de retorno.  Su cuerpo, con toda probabilidad, la selva se había encargado de ocultarlo dada su elevada velocidad de crecimiento o, quizá, en una temeraria apuesta, había decidido atravesar el desierto de Rub al-Jali.


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