Mucho tiempo
atrás, un vigía del valle de Gale-Bazir, aburrido del paisaje durante tantos años
divisado, decidió descender de su atalaya y caminar por las lindes donde la
roca resiste y frena la inmensidad del desierto de Rub al-Jali. De sus
inhóspitas dunas nunca antes había surgido nadie, pero los oráculos de la
fascinante ciudad que aquellas cumbres ocultaban vaticinaron que el invasor,
si debía de surgir de alguna parte, vendría por el más impensable de los
caminos. Desde entonces, desde aquella predicción, nunca dejaron de vigilar la
yerma extensión que los aislaba del mundo.
El vigilante,
al principio, sintió el peso de la conciencia al comprobar cuan alejado se
encontraba de su puesto, pero cuando pasados unos minutos las evoluciones de un
escorpión se llevaron toda su curiosidad y sentía el placer refrescante de lo
novedoso, de la nada surgió un nómada con el mismo paso cansino del camello que
le secundaba. Las babas espumosas de su bestia contrastaban con sus agrietados
labios los cuales articuló para contar que su travesía se había prolongado más
de la sed prevista en los preparativos. Ávido por refrescar la garganta y llenar
su odre, una vez calmada la angustia de la deshidratación, su conversación,
algo febril, derivó por la penurias pasadas hasta que, entre sorbo y sorbo, en
el relato sucinto de los lugares visitados, se detuvo a describir la increíble
belleza de las pirámides de Egipto cuya visión, cuatro meses atrás, le había dejado
maravillado. El centinela, mientras compartía su reserva de agua con el recelo
de quien se ha visto descubierto, simuló interés ante el énfasis narrador del viajero,
pues el nómada, creyendo que le atendían oídos vírgenes, explayó su arrobo sobre
las construcciones faraónicas con tal entusiasmo que, de ser interrumpido,
quizá quisiera conocer la procedencia de su salvador y la razón de su
parsimonia en un lugar tan inhabitable como aquel. Sin embargo, la hierática
pose de su samaritano no tardó en evidenciar que se trataba de cortesía o de
algún grado de locura y no de interés lo que despertaban sus andanzas. Así, con
la decepción de los apasionados, agradecido por el suministro, el nómada
concluyó su perorata y continuó su camino, reflexionando sobre su capacidad en
el discurso para conmover sobre algo que a él, de por vida, dejó impresionado y
pensó que a todos quienes supieran de su existencia les sucedería lo mismo. Lo
que nunca supo es que quien le había ayudado procedía de una ciudad al otro
lado de aquellas montañas cuyas maravillas superaban con mucho las famosas
tumbas del Nilo.
La ciudad
secreta de Gale-Bazir, un oasis perdido en la península arábiga, sujetaba sus
cimientos en las marmóreas faldas de su montaña más elevada y convertía su
estructura en un prodigio en la historia de la arquitectura por su imposible
concepto vertical. Lo que llevaría a pensar, a todo foráneo, que únicamente seres alados pudieron
intervenir en su construcción, ángeles capaces de horadar aquellas escarpadas
paredes como un escultor oficia en la comodidad de su taller. La razón que
llevó al albergue de toda una civilización en las entrañas de aquella montaña se
remontaba a la época de cuando las aguas abnegaban el valle por semanas y derruían
toda forma de ingeniería conocida. El peaje anual que la naturaleza se cobraba
se veía recompensado por la inusitada riqueza que aquellas tierras generaban,
pues, una vez que las aguas volvían a su cauce, de la noche a la mañana, los
frutales y hortalizas medraban al ritmo de la madreselva y podían saciar el
hambre de todos los mercaderes de oriente. No obstante, y a pesar de la enorme altura,
gracias a ingeniosos polipastos, sus ciudadanos se comunicaban con el paraíso a
sus pies con la celeridad de los monos y, al igual que los primates, sólo por
razones de recolección se aventuraban por los suelos el tiempo justo para
evitar un encuentro con los depredadores que tanta abundancia atraía y que solo
el hambre extrema y la sequía dejada atrás animó sus olfatos hasta
aquellos parajes.
La niebla se acumulaba perenne en las cumbres del valle y la disposición de su cordillera, limítrofe con el inhóspito desierto de Rub al-Jali, originaba en su exterior un vórtice de incesantes ventiscas de arena, razón por la que la imponente orogenia se mantuviera oculta en los mapas a salvo de exploradores, que, de descubrirla, no tardarían en atraer bandidos, ejércitos o traficantes y, con ellos, la extinción. Y así se habría mantenido un nuevo milenio si no fuera porque en la última mitad del siglo anterior una batalla mundial se venía librando y algo de ella salpicó aquella parte remota del planeta.
La niebla se acumulaba perenne en las cumbres del valle y la disposición de su cordillera, limítrofe con el inhóspito desierto de Rub al-Jali, originaba en su exterior un vórtice de incesantes ventiscas de arena, razón por la que la imponente orogenia se mantuviera oculta en los mapas a salvo de exploradores, que, de descubrirla, no tardarían en atraer bandidos, ejércitos o traficantes y, con ellos, la extinción. Y así se habría mantenido un nuevo milenio si no fuera porque en la última mitad del siglo anterior una batalla mundial se venía librando y algo de ella salpicó aquella parte remota del planeta.
Luego de un
combate desigual contra tres Spitfire que protegían un convoy de suministros
con destino a Yemen del Norte, cuando el Messerschmitt Bf 109 pilotado por el
teniente Lottar von Dannen trataba de regresar a su base con el combustible
justo para un intento, los daños ocasionados por la munición británica en su
cola terminaron por desprenderla y apenas tuvo tiempo de saltar. Y mientras el
aparato rugía su caída hacia un suelo incierto a causa de la densidad nubosa, su
piloto, sujeto a una campana de tela, rezaba porque el impacto no desintegrara
la aeronave hasta el punto de malograr la reserva de agua que contenía y que
había abandonado con la precipitación. Asumió que, en cuanto su paracaídas atravesara
la nubes, apenas tendría tiempo para averiguar la trayectoria tomada por su
caza. Una vez entre las dunas, desorientarse era tan inmediato como empezar a
sudar. Confiaba en que una pequeña columna de humo señalara el punto de reposo
del Messerschmitt, lugar donde residiría su única esperanza de salir vivo del
desierto que, en la sala de reuniones de los hangares, esa madrugada, junto a
sus compañeros de la Luftwaffe, comprobaron cómo se extendía por todo el plano
que reinaba en la pared y al que todos referían como la sartén del infierno.
Pero una vez que el teniente Lottar von Dannen fue engullido por las nubes sus
ojos quedaron cegados por la condensación, y para cuando la densidad comenzó a difuminarse, de súbito, una sombra creciente, una sombra con fuerte olor
a tierra, y contra la que se golpeó, le llevó a perder el
conocimiento.
Cuando
despertó pensó que su espalda se había partido, pues sus piernas no respondían.
Lo cierto es que el arnés estrangulaba sus extremidades desde hacía demasiado
tiempo y sus pies seguían suspendidos en el vacío acorchados como cuando su
mentón recibió las caricias de su última pelea en un piano bar de Berlín. Se descubrió sujeto a una arista de una ladera a suficiente
altura del suelo como para rezar completa una última oración si el paracaídas
terminaba por desprenderse. Cuando miró al frente lo primero que distinguió fue
un arcoíris cuyos extremos se difuminaban en las cumbres que cercaban un valle de
tal frondosidad y verdor que quizá habría que inventar un nuevo nombre para un
color tan intenso. Si su avión, nada más estrellarse, acaso mostró una señal de
su paradero en forma de aceitosa nube, la leve llovizna, la selva como lecho y
el tiempo transcurrido se habrían encargado de ocultar todo rastro del impacto.
Bien es cierto que la sed no saludaría con la celeridad temida, la temperatura
era agradable y un alero de nubes sobre su cabeza escondía el sol castigador, pero
todo rescate y acopio de víveres partía por conocer la posición de partida y
para ello nada mejor que el instrumental integrado en la aeronave. Con esos
pensamientos como acicate asumió que debía pisar suelo firme cuanto antes, y
esa garantía pasaba por balancearse hasta conseguir asirse a alguna de las
fisuras de la ladera.
El teniente von
Dannen comenzó a sudar frío cuando, en la primera sacudida, en busca del
movimiento pendular pretendido, ésta fue acompañada del sonido inconfundible de
la tela al desgarrarse. Y a medida que la trayectoria y el balanceo se
ampliaban también se alargaba el descosido. El último impulso coincidió con la
fractura total de la tela justo en el instante en que sus manos se agarraron a
la roca, pero a pesar de que su presa era sólida había subestimado su
entumecimiento y las piernas no le correspondieron en el apoyo. Luego de un
minuto de apretar los dientes hasta sangrarle las encías y de que el dolor del
agarre se extendiera por todos sus tendones, la piel de sus dedos cedió y se
precipitó al vacío, en silencio, sin ese grito que el terror, ante una muerte
segura, lima la garganta.
Todo piloto, alguna vez, delira con una caída en
alguno de sus descansos y reconoce al instante el momento cuando ya todo está
perdido. Los sudores con que se despierta de la pesadilla van cincelando el
recuerdo, para que cuando éste aparece poder afrontarlo con entereza. Así, el
día que sucede, el día que es derribado o que el motor se detiene, si el fuego
no inunda la cabina y todo lo demás falla, solo queda esperar mientras los recuerdos mejores se agolpan como equipaje de mano, imprescindible
maleta para el viaje definitivo.
El tribunal
que dirigía la ciudad ya se encaminaba con un séquito de cazadores hacia el
lugar donde el avión se había estrellado. Un par de kilómetros llevaban
recorridos cuando fueron informados de la aparición de un hombre vestido con
ropas extrañas, al otro lado del valle y su inmediato traslado a la montaña. En ese mismo
momento, en la ciudad, un grupo de ilustres se había reunido bajo la Cúpula con
motivo de los novedosos acontecimientos venidos del cielo. ¿La finalidad? Debatir
la conveniencia de armar al pueblo. Siempre se creyeron a salvo de invasores
gracias a las escarpadas cumbres, al gran arenal de inhóspitas temperaturas que
las rodeaba y las perennes inclemencias que les escudaban, pero nunca
imaginaron que del firmamento pudiera venir la amenaza. La Cúpula, la enorme
bóveda que congregaba a los ilustres era capaz de albergar sentado a todo el
censo de la ciudad y, con el debido respeto, si alguien tomaba la palabra, a
oído de todos alcanzaba la misma sin mucho esfuerzo. Creada con el mimo de un
orfebre, arbotantes, filigranas y grabados convertían aquel techo en el
paradigma del arte más exquisito jamás conocido y su virtuosa factura indicaba
que las voces allí vertidas debían estar a la altura de su excelencia.
—Nuestros
herreros jamás forjaron armas. Carecemos de ejército y ya ni los niños se
disputan terrenos, pertenencias, ni siquiera juguetes. Somos un pueblo
equivocadamente pacífico pues nada garantiza la paz mas que estar preparado
para la guerra.
Quien hablaba,
en otras tierras, en otros mundos bien podría haber reinado sin que nadie
discutiera su autoridad. Sabio como pocos, Heral-Adif nunca quiso dirigir nada
más que sus consejos a quienes sí asumieron la responsabilidad de gobernar el
valle. Ante la llegada de aquel engendro volante y la presencia del cuerpo
maltrecho de quien, sospechaba, lo dirigía, se demostraba con pruebas que la
eternidad de un pueblo dependía de sus avances y no de la altura de sus
murallas. Nadie de los allí reunidos murmuró ante las voces de su profeta, que
aún resonaban en la cavidad como fantasmas rebeldes a la luz del día. La
palabra se tomaba poniéndose en pie y dos escaños por la izquierda de Heral-Adif
mostraron la estatura del nuevo interventor.
—Bien
dices y tu sabiduría a todos nos silencia, pero sin sangre caliente entre
nuestros jóvenes ¿cómo podremos enfrentarnos a quienes viven por y para la
lucha? —adujo Mendir-Ale, médico, astrónomo y, ante todo, padre de media docena
de varones con la edad y salud adecuada para empuñar una espada.
—No
podremos —repuso el sabio—, sucumbiremos salvo que su indolente barbarie, su miedo, no les impida
reconocernos como los hombres de paz que somos. Azar de difícil pronóstico,
pues nuestro número de almas sólo por el guarismo ya obliga a la prevención aún
mostrando nuestras manos desnudas.
Von
Dannen supo que seguía vivo pero ignoraba en qué condiciones. Las voces
espectrales que escuchaba desde hacía unos minutos, a pesar de dirigirse en un
idioma para él desconocido, se percibían con las imperfecciones, los
carraspeos, los ahogos propios de lo terrenal. Sus ojos decidieron abrirse y
los techos que descubrió sí que le parecieron celestiales, y la duda sobre su
integridad corpórea hubiera regresado si no fuera porque el olor intenso de los
aceites de las luminarias desplazaban todo ideal del paraíso soñado. Quiso
incorporarse y, de codos, medio cuerpo consiguió erguir. La exclamación de los
congregados ante su movimiento reverberó por los techos y se convirtió en una
nebulosa de miedo. Él yacía en medio del círculo, en la vertical del punto más
alto de la bóveda, sobre una enorme piedra de mármol de perfectas aristas. A
duras penas consiguió sentarse y, en la postura, sus piernas colgaron a un palmo
del suelo, pero, esta vez, sí parecían obedecer a los impulsos acostumbrados.
Para su sorpresa, la misma que por otros motivos reflejaban los rostros de los
reunidos, la Luger se mantenía en su cintura y apenas le dolían otros huesos en
mayor medida que su maltrecha cabeza. Al palparla sintió el tacto de una venda
y la densidad viscosa propia de los emplastos.
La corriente
de murmullos cesó con un velo tenue de suspiros y el silencio se vio
condicionado a las futuras maniobras del desconocido, cuyo cuello iba buscando
los límites de su giro para tratar de comprender dónde se encontraba y ante
quién. Una voz
autoritaria, la de Heral-Adif, le
dirigió ininteligibles predicamentos, pero para un militar con la adrenalina
todavía recorriendo su organismo, ante los recientes encuentros con la muerte,
el tono de aquella desconocida lengua no le inquietaba y su única preocupación
consistía en descubrir la salida, pues si bien las miradas no imprecan, cuando son
tan numerosas azoran hasta a la más salvaje de la bestias y alientan a la
huida.
Una luz
destacaba sobre el resto que circundaba la bóveda. Provenía de las rendijas del
gran portón y su fulgor se colaba con la intensidad impropia de las
artificiales. Como si no existiera otra alma en la sala se dirigió con decisión
al umbral, lo cruzó y, a partir de ahí, sus siguientes pasos, al contrario de
lo que pensaba, se fueron ralentizando.
Al ritmo de un
visitante del Prado, descubrió, en su fuga hacia la luz, estancias y pilares de
dimensiones tan colosales que no se distinguía el techo donde morían. A cuenta
de un rumor de aletas sobre su cabeza, reparó en los frecuentes vuelos de aves
de plumas blancas, que, en algún recodo de las inmensas alturas anidaban y
le ayudaron a imaginar la enormidad de aquella formidable excavación. El pulido mármol
de los suelos espejaba las suelas, y las paredes se revelaban lejanas por las
titilantes antorchas que colgaban en sus límites. Corrientes de aire fresco
circulaban con la levedad suficiente para sentir su agradable caricia y la
sensación de respirarlo renovado ensanchaba el pecho de placer. Allí donde
aquel pueblo había elegido engalanar sus corredores había horadado troneras
para que la luz invadiera acotados jardines donde crecían exuberantes plantas
de colores tan vivos como si crecieran al fulgor de siete soles. Nunca antes el
alemán había visto nada tan bello creado por la mano del hombre y a pesar de
sentir que una legión de ciudadanos le seguía en silencio, su prisa por ganar el
exterior se había relajado. Y aunque sus sentidos trataban de absorber aquel
paraíso que le rodeaba y que en cada zancada algo nuevo y más embriagador le erizaba
la piel, finalmente, llegó a una balaustrada desde donde pudo contemplar el
valle y el arcoíris perpetuo que arqueaba sus extremos sobre las cumbres que lo
encerraban. Y allí se mantuvo, entre los arcos labrados del mirador cuya
factura obligaba a acariciar su contorno para comprobar que tan exquisita
moldura era tan real como la belleza del vergel que, el sol, ya en su ocaso,
despedía. Y cuando la letanía de sus últimos rayos encarnaron el cielo,
cuando el rojo sangre de su brazalete nazi intensificó el marco de la
esvástica, descubrió que sus lágrimas de dicha le enturbiaban la vista, las
mismas que encontró en los ojos de sus anfitriones quienes esperaron pacientes
a que se girara y que, uno a uno, le fueron abrazando con el mismo calor con
que una madre acoge al hijo perdido.
Dos días más
tarde, en unión de tres cazadores del valle, Lottar von Dannen llegó hasta los
restos de su Messersmitch. Con la ayuda de una pieza del fuselaje a modo de
machete retiró la maleza que ya comenzaba a enmantar la estructura y consiguió
introducirse en la cabina.
Cuando las
potencias mundiales confiaron a sus satélites la vigilancia sobre territorios
rivales, jubilaron sus vuelos espía y amarraron los submarinos que tantos
conflictos diplomáticos habían originado. Así, desde el espacio, escudriñaron
la corteza con la escusa de buscar plataformas de misiles, campamentos terroristas,
movimientos militares y todo aquello que desestabilizara fronteras o economías.
Las dos principales potencias descubrieron una cadena nubosa perpetua sobre un
punto perdido en los desiertos de Arabia que, por extraña, despertó la
suficiente curiosidad en una de ellas como para que se derivara un presupuesto
para una exploración terrestre.
Durante cinco
días, un equipo compuesto por militares, biólogos y geólogos exploraron un
valle que a ninguno dejó indiferente. Todos acordaron que de no ser por su difícil
acceso y su lejanía del punto más próximo a la civilización se convertiría en el
descubrimiento más importante para la industria del ocio desde que China abriera sus fronteras al turismo. Ya
no quedaban paraísos como el que pisaban.
En las
jornadas finales en que tomaron muestras y cartografiaron el terreno, durante los
descansos del café elevaron la mirada y la dedicaron a la contemplación de las
escarpadas montañas que protegían el valle. Ninguno descubrió que la profusa
vegetación que cubría las paredes de aquellas cumbres era menor y reciente en
la más elevada, y mucho menos, cómo cientos de ojos los vigilaban tras aquellos
tiernos brotes y, de entre ellos, unos azules acechados de arrugas, orgullosos
de que su idea de mimetizar la ciudad serviría para que en el futuro, cuando
visitantes como los allí acampados investigaran aquel oasis por su variopinta
flora, despreciaran la cordillera ante su abrupta uniformidad.
El informe de
aquella exploración fue catalogado de confidencial por el simple hecho de que
fue realizado sin autorización del país anfitrión. En el balance destacaron
como hallazgo extraordinario la aparición de los restos de un avión de combate de
la Segunda Guerra Mundial de los cuales la selva se había apropiado hasta casi
ocultarlos. De sus evidencias reseñaron como extraño que, si bien lucía los
destrozos propios de un aterrizaje de emergencia frenados por el arbolado, la
integridad de su cabina se había visto afectada por la intencionada mano del hombre y con
posterioridad al accidente. Y aunque no encontraron rastro de vida inteligente en
la zona reflejaron con detalle que la radio y su sistema de localización
giroscópico habían sido machacados por un trozo del propio fuselaje hasta que el
útil quedó definitivamente encastrado. En el abanico de conclusiones a ese
respecto cobró fuerza la demencia de un piloto atrapado en un paraíso y que
cargó contra la tecnología que le había llevado hasta allí, sin posibilidad de
retorno. Su cuerpo, con toda
probabilidad, la selva se había encargado de ocultarlo dada su elevada velocidad
de crecimiento o, quizá, en una temeraria apuesta, había decidido atravesar el
desierto de Rub al-Jali.
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