Vaporizado por la salmuera de las playas al anochecer, a la luz de una hoguera de San Juan,
la descubrí entre un grupo de jovencitas de bolsito cruzado y pulseras de hilo.
A pesar de la enorme algarabía, de guitarras, de
cánticos, el silencio me envolvió mientras me deleitaba en la contemplación de
su hermosura, ajeno a zarandeos, a confidencias al oído y alborotos. Ella, hipnotizada
por el baile de las llamas, parecía estrenar su primer permiso trasnochador al
formar parte de un séquito de vestales con habitual horario cenicienta. Su
ensimismamiento atrevió mi repaso hacia sus rasgos. Nunca antes pude admirar a
una muchacha tanto tiempo sin el apuro de verme sorprendido, porque, confieso,
nunca antes sentí el poder de la atracción de la belleza sublime, esa que quiebra
los principios de la vergüenza, que humilla, que magnetiza.
Rubia, de raíces albinas como bajo la luz de la
anunciación de un dios, la brisa de la costa ondulaba sus mechones entreverando
su rostro de perfecta estatua. Sus ojos aguamarina absorbían la cremación con
ese reflejo que almacenan las vidas inocentes, y la sana delgadez de su
adolescencia, bajo un vestido de lino que realzaba la tostada piel de una
semana de pareos y tumbona, anunciaba asomos de curvas, firmes, de
prescindibles tirantes a los que se sometía, y que evocaban promesas hacia las
mayores fiebres a quien se intuyera con posibilidades de acariciarlas. Quizá
por esa razón mis piernas comenzaron a temblar, no así mi mirada, cuando ella
depositó la suya en la profundidad de mi admiración. La sostuve digno e ignoro
de dónde provino mi valentía. Jamás supe manejar los tiempos en la
correspondencia, en la diplomacia, en el sutil intervalo entre lo educado, lo
cortés y lo correcto, frente al exceso y a lo impropio, frente a lo brusco o lo
altivo. Y en el filamento de aquella conexión intuimos el fuego decrecer, la
pira desmoronarse y entre chispas y el crepitar de las ascuas atenuarse la luz
que reflejaba nuestra inmovilidad.
Pronto comenzaron los
saltos de los más atrevidos sobre los rescoldos del homenaje. Fui retado,
animado, empujado al brinco que algunos de mis amigos vociferaban al otro lado
del círculo de fuego. Y mi paso se animó para la sorpresa de su arenga cercana
al insulto, pero no como esperaban. Bordeé la separación con marcha firme y sin
perder de vista a mi ángel me acerqué hasta su aura al tiempo que mi mano
reclamó la suya.
«Vamos», dije invitándola hacia la soledad de las
escamas de luna y plata que la bajamar mostraba en las minúsculas olas de su
retirada. Ella aceptó mi ofrecimiento y sentí estremecer mi alma en el mismo
instante en que sus dedos se unieron a los míos.
Dejamos a nuestra espalda la fiesta del fuego y
desnudamos nuestros pies al paseo de la leve espuma rompiente que enmarcaba la
elipse de la orilla. Caminamos hacia las rocas, a conocernos, con las
sutilidades del primer encuentro, entre silencios, intercambiando frases
acentuadas de prudencia, interrumpidas con risas cuando la marea perseguía
superar nuestros tobillos. Y regresamos sobre nuestras huellas borradas por la
mar, con la otra mano descubriendo la nueva, donde la piel del amante traduce en caricia todo
contacto. Y a la sombra de aquella noche de verano mi rubor ascendió en un
fresco hormigueó hacia mis pómulos cuando me declaró su nombre, Patricia, y me
confió la terraza donde un batido con sombrilla endulzaba sus atardeceres tras una
ducha fresca y bálsamos de oliva y lavanda, un balcón hacia la bahía que
recogía veleros, pantalanes y tejados bajo el pigmento de la arcilla del ocaso, y donde, me confesó, una
silla de mimbre esperaba mi asiento con el fin de conocer cuánta pureza puede
albergar un amor traído por los alisios.
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