domingo, 31 de mayo de 2015

El amor de los vientos

            Vaporizado por la salmuera de las playas al anochecer, a la luz de una hoguera de San Juan, la descubrí entre un grupo de jovencitas de bolsito cruzado y pulseras de hilo.
A pesar de la enorme algarabía, de guitarras, de cánticos, el silencio me envolvió mientras me deleitaba en la contemplación de su hermosura, ajeno a zarandeos, a confidencias al oído y alborotos. Ella, hipnotizada por el baile de las llamas, parecía estrenar su primer permiso trasnochador al formar parte de un séquito de vestales con habitual horario cenicienta. Su ensimismamiento atrevió mi repaso hacia sus rasgos. Nunca antes pude admirar a una muchacha tanto tiempo sin el apuro de verme sorprendido, porque, confieso, nunca antes sentí el poder de la atracción de la belleza sublime, esa que quiebra los principios de la vergüenza, que humilla, que magnetiza.
Rubia, de raíces albinas como bajo la luz de la anunciación de un dios, la brisa de la costa ondulaba sus mechones entreverando su rostro de perfecta estatua. Sus ojos aguamarina absorbían la cremación con ese reflejo que almacenan las vidas inocentes, y la sana delgadez de su adolescencia, bajo un vestido de lino que realzaba la tostada piel de una semana de pareos y tumbona, anunciaba asomos de curvas, firmes, de prescindibles tirantes a los que se sometía, y que evocaban promesas hacia las mayores fiebres a quien se intuyera con posibilidades de acariciarlas. Quizá por esa razón mis piernas comenzaron a temblar, no así mi mirada, cuando ella depositó la suya en la profundidad de mi admiración. La sostuve digno e ignoro de dónde provino mi valentía. Jamás supe manejar los tiempos en la correspondencia, en la diplomacia, en el sutil intervalo entre lo educado, lo cortés y lo correcto, frente al exceso y a lo impropio, frente a lo brusco o lo altivo. Y en el filamento de aquella conexión intuimos el fuego decrecer, la pira desmoronarse y entre chispas y el crepitar de las ascuas atenuarse la luz que reflejaba nuestra inmovilidad.
            Pronto comenzaron los saltos de los más atrevidos sobre los rescoldos del homenaje. Fui retado, animado, empujado al brinco que algunos de mis amigos vociferaban al otro lado del círculo de fuego. Y mi paso se animó para la sorpresa de su arenga cercana al insulto, pero no como esperaban. Bordeé la separación con marcha firme y sin perder de vista a mi ángel me acerqué hasta su aura al tiempo que mi mano reclamó la suya.
«Vamos», dije invitándola hacia la soledad de las escamas de luna y plata que la bajamar mostraba en las minúsculas olas de su retirada. Ella aceptó mi ofrecimiento y sentí estremecer mi alma en el mismo instante en que sus dedos se unieron a los míos.

Dejamos a nuestra espalda la fiesta del fuego y desnudamos nuestros pies al paseo de la leve espuma rompiente que enmarcaba la elipse de la orilla. Caminamos hacia las rocas, a conocernos, con las sutilidades del primer encuentro, entre silencios, intercambiando frases acentuadas de prudencia, interrumpidas con risas cuando la marea perseguía superar nuestros tobillos. Y regresamos sobre nuestras huellas borradas por la mar, con la otra mano descubriendo la nueva, donde la piel del amante traduce en caricia todo contacto. Y a la sombra de aquella noche de verano mi rubor ascendió en un fresco hormigueó hacia mis pómulos cuando me declaró su nombre, Patricia, y me confió la terraza donde un batido con sombrilla endulzaba sus atardeceres tras una ducha fresca y bálsamos de oliva y lavanda, un balcón hacia la bahía que recogía veleros, pantalanes y tejados bajo el pigmento de la arcilla del ocaso, y donde, me confesó, una silla de mimbre esperaba mi asiento con el fin de conocer cuánta pureza puede albergar un amor traído por los alisios.

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