En la mañana del cuatro de julio, cuando la polvareda del
coche de línea terminó por desaparecer, la figura del viajero que de ella
emergió fue sorteada por un rebaño pendiente de los tiernos brotes al otro lado
del cruce. Si bien el perro ladraba en círculos para ceñir el hato, pronto se
sintió desconcertado al no encontrar la mirada de aprobación de su amo. Éste
corría loma abajo, hacia la aldea, mientras se despojaba de morral, manta y
cayado, y repetía un apodo sin cesar ahogado por el miedo. Su grito azorado
comenzó a llegar como un soplo a las primeras calles. Las gentes detuvieron sus
quehaceres y, al instante, al comprender, sus manos aflojaron herramientas,
coladas, aperos, bestias, bridas, cántaras, botijos y saludos, y corrieron a
refugiarse. Y para cuando el aviso había alcanzado el último rincón, la única
puerta que quedó por atrancar fue la del propio pastor, de tal lividez su
rostro sudoroso que llegó a iluminar la oscuridad de su morada. Fue entonces
cuando el sonido del viento se apoderó de la aldea.
Un hombre de abrigo en brazo y maleta en mano llegó
hasta la plaza, se detuvo en su centro y observó a su alrededor como quien
despierta de un largo sueño y busca reconocer en la penumbra indicios que
revelen el lugar donde tendió su último descanso. El chorro que manaba de la
fuente presidía la quietud de la canícula que ya reverberaba sobre las crestas
de los muretes de los huertos, del empedrado y en los tejados. Y a la fuente se
dirigió, y con el pañuelo que anudaba a su cuello interrumpió el gorgoteo. El
gesto descubrió la quemadura bajo el gaznate que de inmediato volvió a ocultar
con cierto gesto de alivio.
Si aquel
hombre pudo en su mocedad ser uno más de los que la guerra reclutó a punta de
fusil, también habría podido, una vez finalizada ésta, ser uno de los que, aún con
el alma lacerada por el horror, regresó vivo. A no pocos supervivientes de la
contienda les bastó como bálsamo el abrazo de parientes y amigos, y la
confesión sesgada de lo vivido, ya delante del vapor de suculentas sopas,
caricias al hombro y bienvenidas de vecinos y paisanos. Luego, consistiría en recuperar
las rutinas y visitar los lugares y a las personas que en la desesperación de
la batalla se aferraron con el único deseo de volver a ver. En definitiva, inundar
la vida con imágenes placenteras que diluyeran las de la batalla al rincón de
las infrecuentes pesadillas. Sin embargo, del hombre de la cicatriz, abrigo y
maleta tan sólo llego al pueblo la noticia en forma de esquela bajo una cruz, y
los rumores de que fue ahorcado en el mismo frente para ahorrar munición.
Huérfano
desde muy chico por navajas afiladas en su propia estirpe, heredó la casa,
tierras, mucha soledad y la misma violencia de su apellido paterno. Ya en la
escuela fue conocido por partir varios huesos en juegos de patio. Decían, a
cuenta de sus prontos, que fue el causante de la desaparición en el río de su
amigo Antonio, pero la afirmación sobre el resbalón que adujo presenciar nunca
se pudo rebatir. Con la noticia de su ahorcamiento por desertor, el pueblo, al
principio indeciso, dio cuenta de sus pertenencias y allanó sus propiedades.
Cuando la casa quedó limpia de enseres, algunos la consideraron de libre
disposición. De buena piedra, mejores vigas y firme tejado iniciaron su ruina,
pero en la primera pared, con el primer escombro, descubrieron restos humanos
que un corte del camposanto a modo de tarta jamás mostraría tan numerosos. Por
ropas, peluches, anillos, prendedores, boinas y calzado el alguacil pudo
relacionar la mayoría de las desapariciones que la comarca había padecido hasta
el comienzo de la guerra.
El sol de julio se colaba al mediodía por las rendijas de
los postigos y enrejaba los rostros pétreos entre el temor y la curiosidad,
expectantes a los movimientos del recién llegado, quien, al pie de la fuente,
fijaba su atención en la fachada de la que fuera su casa y la examinaba como
quien escudriña las arrugas de sus puños y ve correr por sus comisuras el agua
imposible de atrapar. Quizá transcurrió más de una hora hasta que la primera nube
ensombreció los tejados, en ese rápido suceder con el que los vientos encajan
los vapores, allá en las alturas, donde el aire siempre es frío y se vuelve
irrespirable. A modo de señal venida del cielo la entendió como el fin de su quietud,
recogió maleta y abrigo y se encaminó hacia la oscuridad del pórtico de sus
ruinas donde su figura fue engullida y nunca más vuelta a ver.
Nadie acordó el sitio, ni la hora, ni siquiera doblaron
las campanas para la cita, pero al amanecer del día siguiente, bajo una lluvia
que hubiera de durar diez semanas y que arruinó las cosechas, los vecinos,
todos, hasta los inéditos ante los altares, se reunieron en la iglesia. Cuando
los muertos regresan o la muerte acecha el número de creyentes se acrecienta,
los ateos callan y los agnósticos se dejan llevar por la comparsa. Hubo que
poner fin al murmullo entre las paredes sagradas y no fue el párroco sino el
carpintero quien subiera al púlpito. Sus virtuosas manos para la madera fueron
las primeras en arramplar la casa de a quien creyeron muerto, y temeroso de que
su liderazgo en tan reprobable acto tuviera en él la inmediata consecuencia de
un castigo horrible, buscó en su alegato aliar a cuantos también participaron
en la requisa. Su propuesta: formar una cuadrilla de vengadores que devolvieran
la tranquilidad a la aldea y la paz eterna a los desaparecidos que enjalmaron
los muros de la casa maldita. Llegado su turno, el alguacil tuvo que recurrir a
los golpes de su bastón para acallar los gritos de la turba que arengaba la
propuesta del carpintero. Cuando los ánimos por fin se aplacaron, el oficial
abundó en la culpabilidad de aquella familia, pero, así mismo, subrayó la
probable inocencia del recién llegado, pues la mayoría de los muertos se
relacionaban con una época en la que se hallaría agarrado al pecho de su madre,
aunque, ante las inquisiciones del carpintero exigiendo precisión, bien es
cierto, apostilló, algunos fueron contemporáneos del desertor.
La
propuesta de quemar la casa y reducirla a cenizas, si bien, fue aplaudida en un
inicio, pronto fue desechada, no por causa de la lluvia sino por la escasa
linde con las siguientes que, llegado el caso de volverse incontrolable,
prendería y como una mecha arrasaría con la aldea. Así, armados con hoces, palos, escopetas y
guadañas irrumpieron en los ecos de la casa donde el frío parecía haberse
instalado desde el invierno en que fue arrasada por primera vez. No lo
encontraron, ni tampoco rastro alguno de su paso. La frustración cuando la
sangre hierve busca culpas a su alrededor, pero la unánime alianza, la ausencia
de disidentes, eliminaba candidatos para desviar las iras. Era el pueblo contra
un fantasma y éste se había esfumado entre las sombras. La peor noticia cuando
sólo se dispone de armas útiles contra la carne, inservibles contra lo etéreo.
Al
día siguiente de que el diluvio se detuviera y el río volviera a su cauce
habitual, la noticia de la aparición del cadáver del Antonio en la misma orilla
donde se le dio por ahogado, veinte años atrás, convulsionó tanto a su
descubridor que cuando describió el aspecto inmaculado de sus restos, quienes
le escoltaron a comprobarlo le dieron por loco. Sin embargo, tenía razón. Aquel
niño parecía disfrutar de una absurda siesta en el lodo. Su apariencia, quienes
le recordaban, era idéntica a la del día de su desaparición. Esa misma tarde sí
doblaron las campanas y la gente se congregó a la puerta del ayuntamiento. Aunque
la finalidad de la reunión era determinar las consecuencias de las
inundaciones, ésta, a partir del segundo comentario, derivó hacia el luctuoso
hallazgo de la mañana. En esta ocasión unos y otros se cruzaron reproches y se
crearon dos bandos. Una minoría compuesta por aquellos que nunca profanaron la
casa maldita y el resto, que, aunque tildaba de cobardes a los primeros, para
sus adentros, envidiaban esa suerte ante el demonio que intuían planear sobre
sus cabezas, capaz de descubrir la negrura de sus conciencias y certificar la
culpa.
Con
las primeras luces de la mañana siguiente un nuevo descubrimiento acentuó el
miedo que ya había decidido a los más aprensivos a liar el petate y a marchar a
cualquier otra parte, lejos de allí. La casa lucía una nueva puerta, a decir
verdad, la original, y como quiera que en las semanas anteriores, mientras el
cielo cayó inclemente sobre la aldea, sus habitantes, a la luz de las velas y
con la llegada del ahorcado como conversación principal, se dedicaron a purgar
sus miedos y culpas con rezos, también dieron repaso de sus malas acciones y repudiaron
todo objeto que se llevaron de la casa maldita. Los más osados no tuvieron que
acercarse demasiado al umbral para certificar que era idéntica a la que sirvió
de plataforma de los muchos objetos y herramientas que desvalijó el carpintero.
Y hacia su taller corrieron, y como no lo hallaron se dirigieron a su casa,
pero una vez allí, antes incluso de entrar, supieron que a la aldea próxima deberían
acudir para encargar un ataúd si el cuerpo del carpintero apareciera, porque
aún sin nombrarlo ya lo daban por muerto.
El
pánico se extendió con la densidad del barro, y aunque unos pocos, envalentonados por el miedo de la propia
culpa, irrumpieron en la casa maldita con el ímpetu de una horda, la única
oposición que hallaron fue el propio horror al descubrir los restos del carpintero
crucificados en el envés de la puerta recién restaurada.
En
una semana, aquel que no había devuelto lo apropiado aparecía sin vida en el
lugar exacto donde figuró el objeto, mueble o enser sustraído, en una clara
advertencia macabra a los siguientes de la lista. De aquellos que optaron por
la huida, llevándose algo de platería oculta entre sus pertenencias, con el fin
de venderla aún por la más mezquina de las sumas, también fueron finiquitados en
el primer descanso, con el primer sueño, en su fuga sin rumbo, por muy alejado que establecieran su campamento de la aldea.
A
principios de otoño, el arrepentimiento de los todavía vivos había devuelto
hasta las astillas sustraídas y la sangría se detuvo. El aspecto exterior de la
casa maldita recordaba el de antes de la guerra, sin embargo, dentro, todo era
bastante distinto. Por de pronto, el frío se había perpetuado y mantenía
momificado al reguero de víctimas junto a su malogrado botín. Hubo quien quiso dar cristiana sepultura a ese familiar suyo unido al objeto de su pecado,
y lo sacó de la casa para tal fin, y acabó siendo su vecino de tumba. Hasta los
ratones renunciaron a explorar las rendijas de su fachada a pesar del acoso de
los gatos. La casa había decidido que también los cadáveres formaban parte de
su tétrica decoración, era su porcentaje en la venganza y nadie más se propuso discutirlo. Se oficiaron funerales por sus almas y bajo las coronas, bajo las lápidas, tierra suelta y cajas vacías.
Durante
varias generaciones incluso su mención por los benjamines fue motivo de
reproches y la obligación de santiguarse. La revolución industrial sedujo a los más
jóvenes y abandonaron la vida agrícola en busca de la fortuna en la gran ciudad.
Poco a poco la población fue envejeciendo y el número de habitantes se redujo a
una veintena en los inviernos. A finales de los noventa, el último de sus
vecinos fue recogido por sus hijos y llevado a una residencia de la provincia.
Una década después, la mitad de las edificaciones hundían sus techos bajo el
peso de la nieve, y llegada la primavera mostraban al sol sus costillares de
vigas, adobe y granito certificando su irremediable ruina.
Aquellos
herederos llevados por la intriga sobre los relatos de sus abuelos acerca de la
aldea en la que se criaron tras la guerra, dirigieron sus flamantes todo
terrenos, en plan fin de semana, hacia donde ni siquiera en los mapas constaba
la ubicación exacta de ese pasado. Encontraron lindes donde las zarzas habían
cubierto con su elevada desmesura todo rastro de la cimentación, sin embargo,
una fortaleza, libre de invasiones arbóreas, ni tan siquiera abrazada por el
habitual musgo con que el norte barniza troncos y murallas, se mostraba
espléndida dentro de su extraña composición arquitectónica, pues rodeada de
aquella impenetrable maleza de espinos parecía haber absorbido las
edificaciones de su alrededor como las alocadas construcciones que los infantes
vertebran con sus juguetes desmontables. El edificio parecía despreciar a los
visitantes pues su escudo de vegetación daba la sensación de crecer en las
aproximaciones. Entonces sólo restaba sacar unas fotos como recuerdo, y es en
ese preciso instante cuando un sendero, hasta entonces inadvertido, parecía
abrirse, del mismo modo en que la puerta con un leve crujido mostraba el
resquicio de su oscuridad incitadora.