Con
la mochila cargada de lapiceros me propongo dibujar la soledad del bosque otoñal. Atrás queda la estación de un solo andén, de reloj sin manillas, de
vías que acotan hierbajos entre las traviesas; de taquilla y ventanas tapiadas.
Parto por el camino amenazado de zarzas. Ramas capilares enjaulan el cielo
raso, la hojarasca herrumbrosa me descubre una vez en la arboleda; mi paso
ahuyenta a la despensa de los lobos. Busco alejarme de sendas, de rastros trashumantes,
de la civilización. Quiero que el grafito abulte en mi cuaderno, que lo
cuartee, que reine su trazo en el silencio, sin interrupciones, sin llantos, que lo colme de instantes que la
naturaleza quiera regalarme.
Tres
días llevo aquí y el acopio de unas ardillas me sirve de despertador. Ahueco mi
mano y abrevo de un manantial cercano. Pisadas de rumiantes amoldan la orilla.
Descubrí en una roca el perfecto asiento. Preside la linde entre
un hayedo y un pinar. El sol siempre bajo me circunda y cambia el paisaje de sombras. Ya
formo parte de ellas. Escucho trinos hasta entonces ahogados, crujen ramas
quebradas por la curiosidad. La confianza atreve y devuelve el ritmo
acostumbrado. Mi brusquedad algún aleteo produce, espanta olisqueos, pero son
vuelos cortos, estampidas breves.
Nueva
mañana. Me despierta un hombre con calzado de ciudad. Sucio, algo desnutrido,
deshilacha sus prendas por codos y rodillas. Me ruega bocado y accedo mientras
preparo café. Sus modales contenidos se desbocan con la primera vianda. Lo reconozco,
alguna vez lo retraté, en una descripción empañada de lágrimas. Ya no escucho
al bosque. Calla cuando el lobo merodea.
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