miércoles, 30 de diciembre de 2015

El dibujante

         Con la mochila cargada de lapiceros me propongo dibujar la soledad del bosque otoñal. Atrás queda la estación de un solo andén, de reloj sin manillas, de vías que acotan hierbajos entre las traviesas; de taquilla y ventanas tapiadas. Parto por el camino amenazado de zarzas. Ramas capilares enjaulan el cielo raso, la hojarasca herrumbrosa me descubre una vez en la arboleda; mi paso ahuyenta a la despensa de los lobos. Busco alejarme de sendas, de rastros trashumantes, de la civilización. Quiero que el grafito abulte en mi cuaderno, que lo cuartee, que reine su trazo en el silencio, sin interrupciones, sin llantos, que lo colme de instantes que la naturaleza quiera regalarme.
       Tres días llevo aquí y el acopio de unas ardillas me sirve de despertador. Ahueco mi mano y abrevo de un manantial cercano. Pisadas de rumiantes amoldan la orilla. Descubrí en una roca el perfecto asiento. Preside la linde entre un hayedo y un pinar. El sol siempre bajo me circunda y cambia el paisaje de sombras. Ya formo parte de ellas. Escucho trinos hasta entonces ahogados, crujen ramas quebradas por la curiosidad. La confianza atreve y devuelve el ritmo acostumbrado. Mi brusquedad algún aleteo produce, espanta olisqueos, pero son vuelos cortos, estampidas breves.

         Nueva mañana. Me despierta un hombre con calzado de ciudad. Sucio, algo desnutrido, deshilacha sus prendas por codos y rodillas. Me ruega bocado y accedo mientras preparo café. Sus modales contenidos se desbocan con la primera vianda. Lo reconozco, alguna vez lo retraté, en una descripción empañada de lágrimas. Ya no escucho al bosque. Calla cuando el lobo merodea.

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