Mi
infancia tiene nombre de aldea y huele a verano, a heno, a pedo de lobo, a plasta
de vaca y a manzanilla expuesta sobre la fina hoja de un diario. Suena a juegos
de plaza, a botas de excursiones, a zumbidos de tábanos, a cencerros y a tardes
de tormentas, de apagones. Con ellos se inundaban las estancias del aroma a
candelabro, de los cajones surgían los naipes de brisca y tute, y, la leña, la
de la cocina, crepitaba en esa estufa de pucheros y rincón de gatos, dominios
de ancianas cocineras, guardianas de esa lumbre y también del gallinero y de la
huerta, paisaje único de las ventanas al norte.
Mi
infancia recuerda la contemplación de los mayores en cenas donde reinaba la
sopa. Se implicaban en tertulias rurales, de cacerías, al humo de Farias y enjuagues
con pacharán. En ese tiempo descubrí los aperos, las lindes, las noches
estrelladas, el cariño de los perros, las casetas, el empalme, la era, todas
las sendas del Cumbrero, las batallas de agua con perforados botes de lejía, las
chocolatadas, el zurracapote, el porrón y el botijo; vasija que castigó mis
tendones en su acarreo desde la fuente. ¡Ah la fuente!, blanca, simétrica, de
doble caño y vaso integrado, a colmar en paciente espera para obtener el ansiado
sorbo metálico. La fuente, nuestro
particular “photocall”, de cemento y piedra, con un corchete de dos
bancos donde nunca me senté y sí en cualquier otra parte de su cornisa. Allí
aplaqué mi sed tras el fútbol de la tarde, que sólo el ocaso interrumpía, y en
ella lavé los rasguños de esa inquietud aventurera sin límites, donde mi mayor
enemigo fueron las zarzas y las ortigas que cerraron el paso a mi curiosidad.
En
aquella época conocí la amistad pura entre desconocidos. Me rodee de amigos
venidos de todas partes, compartimos acentos y experiencias en un lugar donde
las noticias las propiciaba el día a día por vivirlo intensamente. Y según si
el sol picaba, los mayores te ajustaban viseras con propaganda de maquinaria o
de fosfatos, paseabas hasta las pozas de La Mata, curioseabas por la chopera, o
te lanzabas con cartones por el resbaladero, sin olvidarme de la reina de la
independencia: la bicicleta, que nos llevó a otros pueblos, emocionados por
sentirnos absurdos pioneros en tierras hacía tiempo holladas.
Algo más cerca,
cruzado el barrio de abajo, tras recorrer un kilómetro de senderos, podías
llegar hasta el pantano y, si era año de sequía, tu imaginación volaba sobre la
isla que emergía por la vertiente del pinar. En aquel embalse de orillas de
lodo y chanclas de hebilla, pude refrescarme con chapuzones subido a un
embarcadero apañado con tablas y bidones que los vascos de Trintxerpe fondeaban
durante su acampada. Fueron jornadas de caminata, bañador, sol y moscas
vencidas con tortilla de patata y agua embotellada.
De
los muchos encantos que tiene Montemediano de Cameros quizá sea la tranquilidad
que regala su sencillez y la sonrisa que te produce recordar su existencia. Se
ubica cerca de todas partes y se aleja de todos los ruidos. Se mantiene
distante de invasores y su nada es su todo. Es la magia de poder presumir de
carecer, es el arte de encontrar conversación si la deseas y de hallar paz si
la buscas. La abstracción donde otros declaran aburrirse se dispara en la
contemplación de lo minúsculo, como en el clavo donde tu abuelo colgaba la gorra.
Nuestro Tibet, donde ni el viento cierra las puertas y compartir es más que un
verbo.
Muchas
etapas de mi vida se han curtido con disgustos y las asumo como necesarias para
mi madurez. Sin embargo, hasta esta semana, mi infancia se mantuvo intocable,
nunca hubo un borrón, se blindaba con el brillo del sol de los veranos. A esa
temprana edad la felicidad se garantiza si el cariño te abriga, pero cuando
alguien se va, alguien que formó parte de aquel idilio con Montemediano, con
nuestro jardín de las delicias; cuando alguien, que formó parte de él, muere, el
dolor traiciona, se vuelve inesperado, pues mancilla el mejor de los recuerdos,
la mejor etapa, la de los juegos, la de la armonía, la de la amistad.
Desayunabas con galletas y te acostabas con besos, el resto del día consistía
en jugar hasta caer rendido. La felicidad eterna a la que aferrarse cuando las
quiebras amenazan.
María del Puy
Lor, Piti, Maripui, formaba parte de
mi paisaje de inmejorables recuerdos y el cáncer se la ha llevado a sus 41 años
con dos críos todavía sin uso de razón. Para mí ha muerto la niña que fue:
feliz, vivaracha, pura alegría y con ella se ha ido parte de mi fortaleza. Su
marcha me educa y me previene, pues muchos son los recuerdos en peligro de abatirse.
Ahora toca apuntalar esta tristeza gracias a que, hoy, en el día de su funeral, un sobrino
ha decidido venir al mundo.
Una nueva
lección, una nueva advertencia. Gracias Maripui por haber existido. Siento que
te debo un abrazo y ésta es mi mejor manera de homenajearte. Verte sentada
junto a tu cancela, a la sombra de los chopos, con tus ojos claros iluminando
los hierbajos con los que tus manos se entretenían, regalando a Montemediano
con tu presencia un recuerdo imborrable.