sábado, 20 de febrero de 2016

Maripui


            Mi infancia tiene nombre de aldea y huele a verano, a heno, a pedo de lobo, a plasta de vaca y a manzanilla expuesta sobre la fina hoja de un diario. Suena a juegos de plaza, a botas de excursiones, a zumbidos de tábanos, a cencerros y a tardes de tormentas, de apagones. Con ellos se inundaban las estancias del aroma a candelabro, de los cajones surgían los naipes de brisca y tute, y, la leña, la de la cocina, crepitaba en esa estufa de pucheros y rincón de gatos, dominios de ancianas cocineras, guardianas de esa lumbre y también del gallinero y de la huerta, paisaje único de las ventanas al norte.
         Mi infancia recuerda la contemplación de los mayores en cenas donde reinaba la sopa. Se implicaban en tertulias rurales, de cacerías, al humo de Farias y enjuagues con pacharán. En ese tiempo descubrí los aperos, las lindes, las noches estrelladas, el cariño de los perros, las casetas, el empalme, la era, todas las sendas del Cumbrero, las batallas de agua con perforados botes de lejía, las chocolatadas, el zurracapote, el porrón y el botijo; vasija que castigó mis tendones en su acarreo desde la fuente. ¡Ah la fuente!, blanca, simétrica, de doble caño y vaso integrado, a colmar en paciente espera para obtener el ansiado sorbo metálico. La fuente, nuestro  particular “photocall”, de cemento y piedra, con un corchete de dos bancos donde nunca me senté y sí en cualquier otra parte de su cornisa. Allí aplaqué mi sed tras el fútbol de la tarde, que sólo el ocaso interrumpía, y en ella lavé los rasguños de esa inquietud aventurera sin límites, donde mi mayor enemigo fueron las zarzas y las ortigas que cerraron el paso a mi curiosidad.
         En aquella época conocí la amistad pura entre desconocidos. Me rodee de amigos venidos de todas partes, compartimos acentos y experiencias en un lugar donde las noticias las propiciaba el día a día por vivirlo intensamente. Y según si el sol picaba, los mayores te ajustaban viseras con propaganda de maquinaria o de fosfatos, paseabas hasta las pozas de La Mata, curioseabas por la chopera, o te lanzabas con cartones por el resbaladero, sin olvidarme de la reina de la independencia: la bicicleta, que nos llevó a otros pueblos, emocionados por sentirnos absurdos pioneros en tierras hacía tiempo holladas.
Algo más cerca, cruzado el barrio de abajo, tras recorrer un kilómetro de senderos, podías llegar hasta el pantano y, si era año de sequía, tu imaginación volaba sobre la isla que emergía por la vertiente del pinar. En aquel embalse de orillas de lodo y chanclas de hebilla, pude refrescarme con chapuzones subido a un embarcadero apañado con tablas y bidones que los vascos de Trintxerpe fondeaban durante su acampada. Fueron jornadas de caminata, bañador, sol y moscas vencidas con tortilla de patata y agua embotellada.
         De los muchos encantos que tiene Montemediano de Cameros quizá sea la tranquilidad que regala su sencillez y la sonrisa que te produce recordar su existencia. Se ubica cerca de todas partes y se aleja de todos los ruidos. Se mantiene distante de invasores y su nada es su todo. Es la magia de poder presumir de carecer, es el arte de encontrar conversación si la deseas y de hallar paz si la buscas. La abstracción donde otros declaran aburrirse se dispara en la contemplación de lo minúsculo, como en el clavo donde tu abuelo colgaba la gorra. Nuestro Tibet, donde ni el viento cierra las puertas y compartir es más que un verbo.
         Muchas etapas de mi vida se han curtido con disgustos y las asumo como necesarias para mi madurez. Sin embargo, hasta esta semana, mi infancia se mantuvo intocable, nunca hubo un borrón, se blindaba con el brillo del sol de los veranos. A esa temprana edad la felicidad se garantiza si el cariño te abriga, pero cuando alguien se va, alguien que formó parte de aquel idilio con Montemediano, con nuestro jardín de las delicias; cuando alguien, que formó parte de él, muere, el dolor traiciona, se vuelve inesperado, pues mancilla el mejor de los recuerdos, la mejor etapa, la de los juegos, la de la armonía, la de la amistad. Desayunabas con galletas y te acostabas con besos, el resto del día consistía en jugar hasta caer rendido. La felicidad eterna a la que aferrarse cuando las quiebras amenazan.
María del Puy Lor, Piti, Maripui, formaba parte de mi paisaje de inmejorables recuerdos y el cáncer se la ha llevado a sus 41 años con dos críos todavía sin uso de razón. Para mí ha muerto la niña que fue: feliz, vivaracha, pura alegría y con ella se ha ido parte de mi fortaleza. Su marcha me educa y me previene, pues muchos son los recuerdos en peligro de abatirse. Ahora toca apuntalar esta tristeza gracias a que, hoy, en el día de su funeral, un sobrino ha decidido venir al mundo.
Una nueva lección, una nueva advertencia. Gracias Maripui por haber existido. Siento que te debo un abrazo y ésta es mi mejor manera de homenajearte. Verte sentada junto a tu cancela, a la sombra de los chopos, con tus ojos claros iluminando los hierbajos con los que tus manos se entretenían, regalando a Montemediano con tu presencia un recuerdo imborrable.
Hasta siempre.