—Tome
asiento frente a la mesa don Sancho —se escucha la orden por un altavoz—. Y procure mirar hacia la
cámara durante el interrogatorio. Se preguntará si le observan al otro
lado del espejo. La respuesta es sí, sin embargo, no deje que eso le distraiga
y procure concentrarse en las preguntas de mi compañera.
—Veamos
señor Panza —interviene la joven de uniforme sentada frente a él—. Es usted el gerente de un
club de la nacional IV, La ínsula, cerca de Valdepeñas ¿Fue en ese lugar donde
trabó amistad con don Alonso Quijano?
El
interrogado se remueve en su asiento y junta las manos bajo la mesa antes de
responder. El borrón de su bigote suda como una jarra colmada de cerveza.
—Mucho
tiempo ha pasado desde aquel nuestro primer encuentro —responde con la mirada perdida
en el techo—. No recuerdo bien el nombre del lugar, pero fue aquí, en La Mancha,
eso es seguro, cuando él rondaba los cincuenta. Nos unieron los negocios. Yo,
mediocre, quería prosperar y él, caballero de aparentes posibles, de lengua
decidida que disfrazaba su locura, me aceptó de escudero.
—¿De
escudero? Entiendo. Cómplice refiere —escribe la funcionaria con trazo firme y su alta coleta se agita como la pluma de un escribano.
—Sin
duda, algo la vida nos complicamos, sí —asiente con amistosa candidez el
declarante.
—Se
les ha visto por la comarca a lomos de monturas arrogándose, a inquisitivas de
la autoridad, el título de expedicionarios, cuando bien es sabido que son más
nativos que el queso de oveja, que los molinos…
—Mejor
no miente estos últimos, señorita —interrumpe el manchego—, que, incluso de
soslayo, citarlos agita mi pecho hacia el colapso. No pocos sobresaltos me ha
llevado su encuentro. Sólo por evitarlos preferiría haber nacido en las
vascongadas, por mucho que la siembra medre en laderas, casi verticales como sus frontones.
De
inmediato, un hombre entra en la estancia y se inclina al oído de la
interrogadora. Finalizada la confidencia ésta apaga la cámara y mira al recién
llegado.
—Vamos
Sancho —anima el hombre, apoyando sus puños sobre la mesa—,
hicimos la vista gorda con el club a cambio de tu contribución como niñera.
Convenimos que informarías, que racionarías el pienso de las cabalgaduras para evitar
atropellos o revivir episodios pasados, sosegar la agitación que tanto trastorna a comarcas
donde abunda el consanguíneo de fácil alineación. No queríamos imitadores y
descubro que don Quijote vuelve a las andadas. La primera, la semana pasada: recibimos
un aviso de un camionero camino de Ciudad Real. La puesta de sol reveló múltiples taladros en los
cuartos traseros del toro de Osborne. La patrulla descubrió al pie
de la valla una lanza y sus astillas. Rareza para los recién jurados, pero
firma de hidalgos para esta comandancia. En seguida nos temimos la posibilidad de
una recaída. Ya nos advirtió la doctora Alice Gould, que ante la avanzada edad
de su paciente, sumada a la inquietud de Frestón, mano sobre mano desde que su
juguete preferido se mostrara lúcido e ignorara sus citas, la confusión
volvería a manejar la triste figura de don Quijote.
—Me
confié, mi teniente —asume Sancho—. Lo creí capaz cuando avistamos en la
lontananza los molinos y los mencionó con desprecio. Los mismos que antaño
confundiera con gigantes. Los apodó como hijos bastardos de Briareo y tiró de
riendas hacia el este. En mi descargo quisiera referir que la noche anterior fue
agitada en el club y casi al alba retiré el embozo. Para mi desgracia y la del
negocio, se presentó de madrugada la doña del alcalde en busca del electo y
hubo que refugiar a medio ayuntamiento, y también a algún director espiritual. Ya sabe, por
miedo al escándalo, pues el chantaje aquí se paga medido en arrobas, con lindes
y horas de regadío, y a nadie le preocupa mover una estaca o abrir el grifo a
medianoche, pero a más de uno, por repartir cariño, se ha encontrado, no con las
maletas en la puerta, sino con la casa vacía y sin noticias de aquellos a los
que llamó familia. Sin duda, la peor bofetada desconocer el paradero donde poder llorar perdones. Así que a media
mañana, en mi rol de escudero, traté de echar una cabezada en un aprisco
después de dar un par de tragos a la bota. Antes de entregarme a la modorra, vi
a don Alonso despreciando ramas en busca de una nueva lanza que supliera la astillada.
Las pulgas no tardaron en despertarme, pero se me atragantaron los bostezos
cuando, con la mano por visera, distinguí a mi señor cargando a paso de burra
contra un aerogenerador. Cuando pude por fin llegar hasta él, juraba contra la
talla de los nuevos gigantes, inalcanzables los brazos a la acción de su lanza,
y la emprendía a espadazos contra la compuerta que da a los mecanismos, hasta
llegar al chisporroteo. En plena acometida refirió que por el talón doblaría a esa enormidad
como Aquiles rindió su leyenda.
—Esa
es la segunda —confirma el teniente—. Y las eléctricas pagan a letrados,
paradójicamente, muy ajenos a las letras, incluso a la más universal obra de
todas ellas. Jodido lo tiene nuestro querido Quijote, aunque, esta vez, tendrá compañía. Al
sabio Frestón se le procesará por instigador o autor intelectual. Cuestión que
ya dilucidará su señoría, el señor Benengeli. Don Miguel, el decano, le asignó el
caso a pesar de que por guardia le correspondía a Avellaneda. Ojeriza le tiene
al de Tordesillas, no hay duda. En cuanto a usted, don Sancho, supongo que el
fiscal entenderá sus confidencias como leales. Trataré de protegerle.
Con
la mano tendida hacia la puerta, la cortesía cede el paso a la funcionaria, a
quien el buen Sancho sigue de inmediato hasta que la otra mano del teniente se posa en su hombro.
—No se olvide
de dar recuerdos a Dulcinea —susurra—. Quizá me pase esta noche a invitarla a una copa.