martes, 5 de abril de 2016

El contestador

         Enemigo de los interrogatorios y la conmiseración de escalera, Rufino prefería llegar al vecindario cuando el camión de la basura ya había vaciado los cubos, aunque la espera le obligara a esquivar la escoba del camarero mientras apuraba el último vino.  Con la persiana del bar rugiendo a su espalda y el paso afectado por el alcohol, superado el portal, elegía los peldaños para evitar silencios o preguntas incómodas de algún vecino con mascota de collar y vejiga relajada. Le consumía la paciencia el tiempo que duraba la encerrona en el ascensor hasta la segunda planta. Una vez en el felpudo, Rufino se daba un par de aspiraciones antes de que la llave girara y se abriera al abrigo y al aroma singular del propio domicilio.
         A Rufino le sobrecogía recorrer el pasillo en la penumbra y distinguir las leves rendijas de oscuridad que las puertas de los dormitorios ofrecían como invitación y a la vez reserva. Con sumo cuidado arrimaba la oreja hacia el quicio con la pretensión imposible de escuchar la respiración del descanso ajeno por encima de la suya. Rendido a la imposibilidad, se refugiaba en el salón donde la lámpara de pie alargaba su sombra hacia el sofá, donde sabía que acabaría desplomándose.
Jubilado de los altos hornos por cierre de la fundición, la costumbre de madrugar se había petrificado en su hábito a causa de los muchos años en el primer turno, por lo que, a pesar de las horas, prefería apurar el sueño hasta que éste le venciera casi hacia el desmayo, y, últimamente, le sorprendía vestido en el sofá, acurrucado junto al contestador, con la mano estirada, y el índice vencido de tanto rebobinar el mismo mensaje.
«Hoy nos recoge Mari Carmen, que estrena coche. Tienes la cena en el horno. Beso de los niños». ¡Beep!

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