Enemigo
de los interrogatorios y la conmiseración de escalera, Rufino prefería llegar
al vecindario cuando el camión de la basura ya había vaciado los cubos, aunque
la espera le obligara a esquivar la escoba del camarero mientras apuraba el
último vino. Con la persiana del bar
rugiendo a su espalda y el paso afectado por el alcohol, superado el portal,
elegía los peldaños para evitar silencios o preguntas incómodas de algún vecino
con mascota de collar y vejiga relajada. Le consumía la paciencia
el tiempo que duraba la encerrona en el ascensor hasta la segunda planta. Una
vez en el felpudo, Rufino se daba un par de aspiraciones antes de que la llave
girara y se abriera al abrigo y al aroma singular del propio domicilio.
A
Rufino le sobrecogía recorrer el pasillo en la penumbra y distinguir las leves
rendijas de oscuridad que las puertas de los dormitorios ofrecían como invitación
y a la vez reserva. Con sumo cuidado arrimaba la oreja hacia el quicio con la
pretensión imposible de escuchar la respiración del descanso ajeno por encima
de la suya. Rendido a la imposibilidad, se refugiaba en el salón donde la
lámpara de pie alargaba su sombra hacia el sofá, donde sabía que acabaría
desplomándose.
Jubilado de
los altos hornos por cierre de la fundición, la costumbre de madrugar se había petrificado
en su hábito a causa de los muchos años en el primer turno, por lo que, a pesar
de las horas, prefería apurar el sueño hasta que éste le venciera casi hacia el
desmayo, y, últimamente, le sorprendía vestido en el sofá, acurrucado junto al
contestador, con la mano estirada, y el índice vencido de tanto rebobinar el
mismo mensaje.
«Hoy nos
recoge Mari Carmen, que estrena coche. Tienes la cena en el horno. Beso de los
niños». ¡Beep!
Que tristeza... Que soledad!! ��
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