Debo
centrarme en revivir encuentros con personas queridas, evocar gozos
imborrables. Preciso olvidarme de la inmensidad que me rodea, de esta reciente
finta a la muerte, ignorar este mar de brea que ahora me acuna, bajo este cielo
en huelga de estrellas, mientras mi velero ya descansa en el abismo.
Desde la más absoluta ceguera me abrazo
a los restos que me rodean, pero busco nuevos y, al tacto, exploro su dimensión.
Necesito encontrar el que me albergue, alejarme del agua, del frío y evitar el
azar de los merodeadores. Urgencia que reprimo pues la agitación es la campana,
el triángulo, la llamada a la mesa. Conozco estas aguas y sé que la curiosidad
se satisface a bocados. Mis huesos repugnarían, pero nunca superaría la cata
más leve tan lejos de un cirujano, tan distante del consuelo necesario en los
desvalidos, la del contacto de esa mano que trasmite el deseo de vida a quien
se le va.
Desde esta artificiosa serenidad, sin
descanso, con cautela, mientras busco mi isla entre los pecios, trato de
imaginarte, amor, tal y como convenimos. Acordamos vernos en el pantalán con
las primeras luces del alba. Te sugerí por radio mi regalo del mercadillo de
Santa Eulalia: el vestido de lino blanco, pero me aposté a que tu pamela sería
mi faro en el atraque. Siempre te encantó combinarla con tus inseparables
esparteñas.
Recuerdo aquel verano cuando, asido a
tu cintura, las estrenaste en los escalones de Santorini. Tan lejos de estas sombras, subimos en busca
de los primeros rayos del sol donde pude comparar tu iris con el azul de las
cúpulas de ese privilegiado balcón del Mediterráneo. A causa de las rozaduras
descendiste en mis brazos. Reímos. Tú, descalza dos días, yo con lumbalgia
otros tantos. Y mientras sonrío, violentos chapoteos se suceden a mi espalda
que, aunque de inmediato cesan, congelan mi mueca.
Algo
golpea una de mis piernas. Me convenzo de que otras mandíbulas menos severas
patrullan bajo esta negra tinta. Nada más puedo que seguir buscando a tientas un
refugio quizá inexistente. Mientras tanto, mi mente vuelve a evadirse, esta vez
rememorando nuestro vuelo más singular.
Encaramados a la cesta de un aerostático sobrevolamos
las colosales aristas de Giza. El astro
rey desperezaba sus rayos sobre las más prodigiosas tumbas jamás creadas. Guardaste
silencio y yo te imité. Me enseñaste a que en la admiración de lo sublime se añora
discreta complicidad, si acaso una caricia, un abrazo por la espalda. Y es que las
palabras vertidas en ese momento, aún precisas, sólo consiguen distraernos de
un presente que pretendemos eternizar.
Siento
que mis escalofríos se multiplican y me advierten, más allá de la hipotermia, la
inminencia de un mal irremediable. En ese mismo instante, mi rostro impacta con
algo descomunal, sólido, ¡metálico! No tardo en reconocerlo. Había oído hablar
de su peligro; contenedores extraviados que vagan a merced de las corrientes a
un dedo de la superficie. Masas sometidas al capricho de la deriva, fatales
para las embarcaciones de recreo. La causante de la cicatriz en la carena del Dawn que lo llevó a pique en un
parpadeo. Con su aparición parecía querer redimirse aunque, es probable, que,
durante estas horas, apenas unos metros nos distanciaran.
Lascas
de óxido se pegan a mis palmas y a gatas percibo un áspero y fétido ecosistema adherido
a la errante plataforma. Algo escorada, intuyo su centro de equilibrio, y en él
me siento a doblegar el pánico, a desplazarlo. Y abrazado por un frío distinto revivo
mi ascenso en solitario al Roque de los Muchachos, mi particular Sinaí.
Otro
mar, de nubes, se divisaba infinito una vez llegado al observatorio. El crepúsculo
emergía entre vapores encarnados. Un averno amparado por el más límpido de los
cielos en la cima de un paraje de volcanes rendidos. Suspiré satisfecho ante el
funeral de mi egoísmo. Tamaña y bella inmensidad me recordaron mi rotunda
insignificancia.
Inesperada
cae la lluvia. Leve como un bálsamo refresca mi garganta y atiende la sed por
la tensión distraída, sin embargo, me aterro. Su visita anuncia que las
corrientes me alejan de la ruta y me adentran en la borrasca que planeé
esquivar. Me aferro a que, cuando remita, ofrezca grietas por las que asome
algo de luz. Para entonces confío en que a pesar de las penumbras distinga qué
clase de aletas me circundan. Tal vez pueda
estimar la fortaleza de mi precario refugio y, con suerte, brille Polaris por
algún rincón. Quizá me permita calcular en qué punto de la nada me encuentro.
Esta tenue
mejora de mis esperanzas deprime mi respiración. Recuento, palpo dolores
relegados y, en la evaluación, el cansancio aparece metiendo codos. Deja de
llover aunque no lo advierto. Sueño, sueño con el cielo abierto a las
constelaciones, con el repaso a mis cartas de navegación, calculo mi deriva.
Entonces surges de nuevo. Yacemos abrazados, enredados por sábanas sin
esquinas. La luz de la mañana se centra en tu vestido nupcial, refulge tendido junto
al champán cortesía del Ritz. A su lado, tus esparteñas. Acabaste calzándotelas
tras el baile. Te ayudé en su puesta y, al oído, te anticipé que pronto a la suite
te llevaría. «De la mano», advertí. «Nada de en
volandas», remarqué sonriente. Manos que empleamos en ir ganando
desnudez hasta la alcoba, y, como un reguero de migas, abandonamos nuestra
elegancia por el suelo.
Las horas
restantes hasta el alba dormito sobre un charco, con las piernas recogidas en
un abrazo y mi cabeza rendida entre ellas. Y en idéntica postura despierto, llorando.
Luz,
borrosa claridad, apenas distingo mis lágrimas. Quizá siempre poblaron mis ojos
confundidas por sus mellizas del mar. Entre tanto, manan solaces por culpa de
un alboroto próximo que resuena a melodía.
Describí
vívidas mis postales en los albores que evoqué, sin embargo, ahora, requiero
silencio, atenta escucha, agradecimiento y elegida oscuridad.
Antes
de soltar el grito que reprimo, preciso colmar mis oídos con el revuelo de las
gaviotas saludando desde los riscos al nuevo amanecer.