viernes, 27 de mayo de 2016

Postales del albor


Debo centrarme en revivir encuentros con personas queridas, evocar gozos imborrables. Preciso olvidarme de la inmensidad que me rodea, de esta reciente finta a la muerte, ignorar este mar de brea que ahora me acuna, bajo este cielo en huelga de estrellas, mientras mi velero ya descansa en el abismo.

         Desde la más absoluta ceguera me abrazo a los restos que me rodean, pero busco nuevos y, al tacto, exploro su dimensión. Necesito encontrar el que me albergue, alejarme del agua, del frío y evitar el azar de los merodeadores. Urgencia que reprimo pues la agitación es la campana, el triángulo, la llamada a la mesa. Conozco estas aguas y sé que la curiosidad se satisface a bocados. Mis huesos repugnarían, pero nunca superaría la cata más leve tan lejos de un cirujano, tan distante del consuelo necesario en los desvalidos, la del contacto de esa mano que trasmite el deseo de vida a quien se le va.

         Desde esta artificiosa serenidad, sin descanso, con cautela, mientras busco mi isla entre los pecios, trato de imaginarte, amor, tal y como convenimos. Acordamos vernos en el pantalán con las primeras luces del alba. Te sugerí por radio mi regalo del mercadillo de Santa Eulalia: el vestido de lino blanco, pero me aposté a que tu pamela sería mi faro en el atraque. Siempre te encantó combinarla con tus inseparables esparteñas.

         Recuerdo aquel verano cuando, asido a tu cintura, las estrenaste en los escalones de Santorini.  Tan lejos de estas sombras, subimos en busca de los primeros rayos del sol donde pude comparar tu iris con el azul de las cúpulas de ese privilegiado balcón del Mediterráneo. A causa de las rozaduras descendiste en mis brazos. Reímos. Tú, descalza dos días, yo con lumbalgia otros tantos. Y mientras sonrío, violentos chapoteos se suceden a mi espalda que, aunque de inmediato cesan, congelan mi mueca.

Algo golpea una de mis piernas. Me convenzo de que otras mandíbulas menos severas patrullan bajo esta negra tinta. Nada más puedo que seguir buscando a tientas un refugio quizá inexistente. Mientras tanto, mi mente vuelve a evadirse, esta vez rememorando nuestro vuelo más singular.

 Encaramados a la cesta de un aerostático sobrevolamos las colosales aristas de Giza.  El astro rey desperezaba sus rayos sobre las más prodigiosas tumbas jamás creadas. Guardaste silencio y yo te imité. Me enseñaste a que en la admiración de lo sublime se añora discreta complicidad, si acaso una caricia, un abrazo por la espalda. Y es que las palabras vertidas en ese momento, aún precisas, sólo consiguen distraernos de un presente que pretendemos eternizar.

Siento que mis escalofríos se multiplican y me advierten, más allá de la hipotermia, la inminencia de un mal irremediable. En ese mismo instante, mi rostro impacta con algo descomunal, sólido, ¡metálico! No tardo en reconocerlo. Había oído hablar de su peligro; contenedores extraviados que vagan a merced de las corrientes a un dedo de la superficie. Masas sometidas al capricho de la deriva, fatales para las embarcaciones de recreo. La causante de la cicatriz en la carena del Dawn que lo llevó a pique en un parpadeo. Con su aparición parecía querer redimirse aunque, es probable, que, durante estas horas, apenas unos metros nos distanciaran.

Lascas de óxido se pegan a mis palmas y a gatas percibo un áspero y fétido ecosistema adherido a la errante plataforma. Algo escorada, intuyo su centro de equilibrio, y en él me siento a doblegar el pánico, a desplazarlo. Y abrazado por un frío distinto revivo mi ascenso en solitario al Roque de los Muchachos, mi particular Sinaí.

Otro mar, de nubes, se divisaba infinito una vez llegado al observatorio. El crepúsculo emergía entre vapores encarnados. Un averno amparado por el más límpido de los cielos en la cima de un paraje de volcanes rendidos. Suspiré satisfecho ante el funeral de mi egoísmo. Tamaña y bella inmensidad me recordaron mi rotunda insignificancia.

Inesperada cae la lluvia. Leve como un bálsamo refresca mi garganta y atiende la sed por la tensión distraída, sin embargo, me aterro. Su visita anuncia que las corrientes me alejan de la ruta y me adentran en la borrasca que planeé esquivar. Me aferro a que, cuando remita, ofrezca grietas por las que asome algo de luz. Para entonces confío en que a pesar de las penumbras distinga qué clase de aletas me circundan.  Tal vez pueda estimar la fortaleza de mi precario refugio y, con suerte, brille Polaris por algún rincón. Quizá me permita calcular en qué punto de la nada me encuentro.

Esta tenue mejora de mis esperanzas deprime mi respiración. Recuento, palpo dolores relegados y, en la evaluación, el cansancio aparece metiendo codos. Deja de llover aunque no lo advierto. Sueño, sueño con el cielo abierto a las constelaciones, con el repaso a mis cartas de navegación, calculo mi deriva. Entonces surges de nuevo. Yacemos abrazados, enredados por sábanas sin esquinas. La luz de la mañana se centra en tu vestido nupcial, refulge tendido junto al champán cortesía del Ritz. A su lado, tus esparteñas. Acabaste calzándotelas tras el baile. Te ayudé en su puesta y, al oído, te anticipé que pronto a la suite te llevaría. «De la mano», advertí. «Nada de en volandas», remarqué sonriente. Manos que empleamos en ir ganando desnudez hasta la alcoba, y, como un reguero de migas, abandonamos nuestra elegancia por el suelo.

Las horas restantes hasta el alba dormito sobre un charco, con las piernas recogidas en un abrazo y mi cabeza rendida entre ellas. Y en idéntica postura despierto, llorando.

Luz, borrosa claridad, apenas distingo mis lágrimas. Quizá siempre poblaron mis ojos confundidas por sus mellizas del mar. Entre tanto, manan solaces por culpa de un alboroto próximo que resuena a melodía.

Describí vívidas mis postales en los albores que evoqué, sin embargo, ahora, requiero silencio, atenta escucha, agradecimiento y elegida oscuridad.

Antes de soltar el grito que reprimo, preciso colmar mis oídos con el revuelo de las gaviotas saludando desde los riscos al nuevo amanecer.

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