domingo, 28 de agosto de 2016

Mujercitas

—Mucho has tardado —sanciona Maruja desde la penumbra de su lado de la cama.
Manolo resopla y renuncia a la cautela con la que se había desplazado hasta ese momento por el dormitorio, pero no al esmero con el que dobla su pantalón y camisa sobre el respaldo de la silla, alinea los zapatos, bajo las patas, y se abrocha hasta el último botón del pijama. Por último, guarda la cartera en el cajón de la mesilla.
—Para clavar una sombrilla y plantar una tumbona, tres horas dan para hacerlas de obra —recalca Maruja hacia la rechoncha silueta de un hitchcock cabizbajo.
Manolo suspira sentado en la arista del colchón. Mira de reojo a la espalda y a la celosía de rulos que la corona. Decide tumbarse hacia la ventana abierta.
 Aún no ha perdido el mullido la almohada cuando Maruja vuelve a la carga. Esta vez con exageradas inspiraciones que anuncian el preludio de un exabrupto.
—¡Hueles a garito!
Manolo responde a la afrenta incorporándose, prendiendo la lamparilla y rescatando las gafas de presbicia que arquean las páginas de lecturas donde acostumbra a atrincherarse cuando Maruja desata sus tormentas: novelas de Mclean; pocas faldas.
—¿Quién es la pelandusca con la que charlas? Porque queda claro que hasta ahí llegan tus citas. Con que te escuchen ya te colmas, ¿verdad? —insiste Maruja.
Manolo desiste con Navarone, vuelve a ser funda de las lentes, y mira hacia el aspersor de bilis con quien se casó.
—Cariño, me jubilé como cabo de zapadores. Asumo que nadie guisa y mete codos en el mercado como tú, pero en estrategia de incursiones los comandos me pedían consejo…
—¿Batallas a estas horas, Manolo? —interrumpe Maruja—. Mi padre sí que caló bayonetas en el Rif, no como tú que blandiste cuchillos, pero en las cocinas de Carabanchel Alto. Escobando en la cantina, ahí pusiste la oreja entre quienes calzaban el barro del frente. Batallitas, Manolo, eso cuentas, pero las de otros. Lamparones de marmitaco, eso luciste en la pechera.
La brisa irrumpe y otorga la ligereza de un velo a la vieja cortina, que gana altura hasta acariciar la colcha. Bandera blanca que franquea el paso al rumor de las olas.
Manolo procesa la afrenta. Veterano en tallas grandes de calzón, se toma los recados de Maruja como una suerte, una tregua, un descanso a tanta injuria. Son licencias para silbarle al aire, curiosear sin censura, pasear dando rodeos a modo de pueril desobediencia, aunque siempre retorna puntual a la hora del rancho. Innegable el talento de Maruja entre fogones, cada plato suyo compensa ese carácter sancionador. «De la panza sale la danza», se repite Manolo como terapia, mientras se ríe de prisas y fiambreras ajenas.
—Necesitaba establecer la rutina de los policías —expone Manolo—. Como bien es cierto que no tengo edad para esconderme entre parterres, decidí elegir como atalaya la cervecera. Aunque escaleras abajo, de madrugada, se transforma en karaoke, desde su terraza dominas playa y paseo, aparte de que tiran las cañas que te relames los bigotes. Pues bien, cuatro jarras me vi obligado a tomar hasta que presencié la última requisa de sombrillas. Serían las tres y arramplaron con una docena, entre ellas, la de los Morales, esa de estampados de ballenas que tanto te indigna. Imagínate a Matilda cuando mañana busque la sombra donde hojear su manojo de revistas. ¡Pobre Andrés! Tus desprecios se me antojan melodías en comparación con la bronca que le espera.
Supo que el apunte, incluso el atrevimiento, estiraría la sonrisa de Maruja hasta los implantes, y algo más debió de satisfacerla pues, al poco, retozó la cadera.
—Aproveché el intervalo —prosiguió Manolo—  para plantar tus bártulos donde más te gusta, justo en el rompiente. «Culo seco y callos a remojo», como sueles decir. Mañana tendrás el mejor sitio, te lo garantizo. Incluso he calculado el horario de mareas. A las diez te sentirás como en la proa de un crucero. No habrá mascarón más envidiado en toda la costa.
El ronquido que emerge se lo toma Manolo como un cumplido y devuelve a Mclean a la mesilla, y la cadenita, con el tintineo contra el tallo de la lámpara, suena a retreta. Mañana podrá aletargarse hasta las once, pues, a y media, Maruja espera su refresco y los pertinentes hielos.

La luz de la mañana inunda el dormitorio. En una esquina de la cama el sol gana presencia y las piernas dormidas de Manolo se recogen ante el avance. El portazo no lo despierta y los bufidos de Maruja, previos a un gimoteo, tampoco mellan el sueño de Manolo. Pero cuando su admirada cocinera comienza a abrir armarios, el trajín debió recordarle sonidos parejos de sus tiempos de imaginaria en el cuerpo de zapadores y, al fin, un ojo desprecinta las legañas para descubrir a su señora lanzando sin norma toda suerte de prendas hacia las bocas abiertas de las maletas.
—Te lo garantizo —dijiste—. Pues yo a ti que se acabó el verano y que en este alquiler ya me han visto el pelo. Jamás he pasado tanta vergüenza. La madre que te trajo, Manolo, ¿pagaste?
Maruja se sienta en la cama y se lleva los nudillos a la frente. De nuevo comienza con los ahogos.
Manolo trata de refugiarse en Navarone, pero la presunta congoja de Maruja se transforma en un zarpazo felino, tan veloz, que gafas y libro vuelan hacia el pasillo. Acto seguido, abre el cajón e indaga en la cartera.
—¿Cincuenta euros?
—Resta las cañas… —infiere Manolo, que, sin lectura donde refugiarse, mira la hora como recurso.
—Pagar a una pareja para que custodie mi tumbona. En pelotas me los he encontrado, con mi sombrilla como perchero de un tanga, atrincherados tras un cerco de condones y botellines… —solloza Maruja.
—Entonces, ¿partimos después de comer? —cuestiona Manolo, lívido.
Maruja recoge las gafas y al rato regresa con ellas embutidas en un ajado libro: Mujercitas. Y, lanzándolo al pecho del zapador, concluye:
—¡Y un mes a bocatas, cabo!


Imagen tomada de Pinterest

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