martes, 9 de agosto de 2016

Órdago


            Cuando llego al piso de Fernando, una segunda planta sin ascensor que se lleva mi resuello, me encuentro la puerta abierta y tras ella escucho su voz grave, que me ruega, desde el fondo del pasillo, ahogada por un grifo abierto, que le espere en la salita mientras termina de afeitarse.

            Las propiedades ajenas, aún las de un amigo, me unen las manos tras la espalda y a caminar con prudencia, como acostumbro en los museos. Y aunque una nueva voz suya me invita al acomodo, decido pasear tras el respaldo del sofá y entretenerme con la lectura en vertical de los volúmenes que arquean los estantes de su biblioteca.

            De gran calidad algunas colecciones, destacan los ejemplares en piel, cuidadosamente alineados, sin margen alguno entre sus lomos que permitan extraerlos sin descolocar los lindantes.

            —Has llegado temprano —observa desde la distancia Fernando, ya sin que el agua corriente acorche su apreciación.
            —El 27, que ahora ataja por Gran Vía a cuenta de la feria repongo. Cierto que pude entretenerme en renovar el bono y llegar puntual, pero hoy atiende Mercedes y nunca disimula su fastidio al tratar con jubilados. ¡Cómo si la edad fuera contagiosa!

            El golpeteo reiterado de la maquinilla contra la pila se convierte en la respuesta de Fernando.

            Decido continuar con mi revisión literaria y mi sonrisa se estira cuando reparo en el más maltratado de todos los libros, pues se arrincona en la balda inferior alejado de toda luz. Se trata del estudio económico y técnico del diseño de un regulador. El único trabajo en común que realizamos los cuatro del mus. Apodo que nos pusieron en la carrera pues, tanto Fernando como yo, y las excelsas Patricia y Mónica, aprovechábamos cualquier receso para ocupar un escalón, pasillo o mesa de la facultad y jugarnos el desayuno.

            —¿A dónde me llevas hoy? —interrumpe Fernando la evocación de aquellos tiempos mozos, de cuando lucía un tupé que peinar. Espero que cerca prosigue. La cadera me reclama asiento cada poco.
            —Toca darse una vuelta por Santa Ana —apunto—. Ofrece morcilla la Casa de Burgos y conviene espabilarse, que en cuanto arome la parrilla forman cola hasta los vegetarianos.

            De nuevo me responde la maquinilla con su repiqueteo y decido asumir que en morse pretende Fernando asentir para evitar enfadarme.

Siempre me molestaron las conversaciones a distancia, y ya no digo si la reciprocidad esperada nunca llega. Me parecen modales de pastor. Silbidos hacia el ganado, miradas al cielo y  refranes manidos en respuesta, o peor aún, silencios.

El leve desaire me anima a librar de la oscuridad la encuadernación universitaria y a sentarme a hojearla.

Siento una especie de anhelo al releer el índice: Memoria, Cálculos, Planos, Pliego de condiciones, Presupuesto económico, Estudio de seguridad y salud, Anexo y bibliografía. Acaricio las primeras hojas y su tacto me transporta a las discusiones que surgieron entre los cuatro hasta que terminamos de parir aquel tomo.

Vuelvo a sonreír. ¡Qué jóvenes éramos y que fácil fue enamorarme de Patricia! Fernando me lo puso fácil, pues nunca mostró interés por ninguna de ellas. A solas me confesaba que sí, que tipazo tenían, pero que nunca nos perdonaban un desayuno, y perder le agriaba tanto el carácter que poco atractivo encontraba en quien le sableaba día sí y día también. Aún así, mis románticas pretensiones se vieron rechazadas de plano en cuanto me declaré aquella tarde en que acudí al refranero para ganar valentía, dada mi fingida desgracia al no conseguir ni un solo amarraco en la última partida.

Desafortunado en el juego, afortunado en el amor, me dije, y con esa misma frase arrinconé a Patricia en los pasillos antes del claustro. Ella me miró con la confianza de un samurái ante un navajero y por respuesta me dio una palmadita en la cabeza y me dedicó una sonrisa, idéntica a la que dan a las mascotas que olisquean a extraños o a los niños cuando los recogen en la guardería.

Ni siquiera me avergoncé cuando al cabo de dos horas me volví a encontrar con ella en compañía de Mónica y de Fernando, quien las sujetaba por los brazos reclamando una revancha.
Volvimos a palmar, pero en esta ocasión vi guiños entre ellas cuando no llevaban ni juego.

Decido devolver el libro a su lugar, pero al cerrarlo descubro una nota que amenaza con desprenderse. En seguida reconozco la pulcra letra de Patricia y ya en la primera línea siento una punzada en el estómago.

Cuando Fernando entra en la salita oliendo a bálsamo, me encuentra tan encarnado como él y aprovecha para bromear sobre unas raíces pasiegas que nos darían crédito gentilicio en la Casa de Burgos. Pero en cuanto repara en el tomo y ve la carta en mis manos, sus piernas claudican a las peticiones de la cadera y toma asiento con tanta atención sobre mi pesar que parece no conocer la distribución de sus muebles y apenas atina con el mullido.

—Debí contártelo.
—Debiste.

Abandono la carta y el libro sobre mi asiento y me dirijo a la puerta, pero advierto que Fernando me sigue, y antes de salir me giro y decido que aquel era el momento oportuno para confesarle una traición que nunca supo.

—En los descartes siempre tiraba reyes y pares. Me encantaba verla ganar.

Para cuando ocupo la calle ya había decidido renunciar al convite burgalés y adelantar mi charla semanal con Patricia. Había llovido un poco la tarde anterior y el viento acostumbraba a arremolinar pétalos ajenos a su mármol. Mientras limpiaba su reposo tendría tiempo de encontrar las palabras adecuadas a su órdago.

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