Cuando llego al
piso de Fernando, una segunda planta sin ascensor que se lleva mi resuello, me encuentro
la puerta abierta y tras ella escucho su voz grave, que me ruega, desde el fondo del pasillo, ahogada por un grifo abierto, que le espere en la salita mientras termina de afeitarse.
Las propiedades
ajenas, aún las de un amigo, me unen las manos tras la espalda y a caminar con
prudencia, como acostumbro en los museos. Y aunque una nueva voz suya me invita
al acomodo, decido pasear tras el respaldo del sofá y entretenerme con la
lectura en vertical de los volúmenes que arquean los estantes de su biblioteca.
De gran calidad
algunas colecciones, destacan los ejemplares en piel, cuidadosamente alineados,
sin margen alguno entre sus lomos que permitan extraerlos sin descolocar los
lindantes.
—Has llegado
temprano —observa desde la distancia Fernando, ya sin que el agua corriente
acorche su apreciación.
—El 27, que ahora
ataja por Gran Vía a cuenta de la feria —repongo—. Cierto que pude entretenerme en renovar el
bono y llegar puntual, pero hoy atiende Mercedes y nunca disimula su fastidio
al tratar con jubilados. ¡Cómo si la edad fuera contagiosa!
El golpeteo
reiterado de la maquinilla contra la pila se convierte en la respuesta de
Fernando.
Decido continuar
con mi revisión literaria y mi sonrisa se estira cuando reparo en el más
maltratado de todos los libros, pues se arrincona en la balda inferior alejado
de toda luz. Se trata del estudio económico y técnico del diseño de un regulador.
El único trabajo en común que realizamos los cuatro del mus. Apodo
que nos pusieron en la carrera pues, tanto Fernando como yo, y las excelsas
Patricia y Mónica, aprovechábamos cualquier receso para ocupar un escalón,
pasillo o mesa de la facultad y jugarnos el desayuno.
—¿A dónde me
llevas hoy? —interrumpe Fernando la evocación de aquellos tiempos mozos, de cuando
lucía un tupé que peinar—. Espero que
cerca —prosigue—. La cadera
me reclama asiento cada poco.
—Toca darse una
vuelta por Santa Ana —apunto—. Ofrece morcilla la Casa de Burgos y conviene
espabilarse, que en cuanto arome la parrilla forman cola hasta los vegetarianos.
De nuevo me
responde la maquinilla con su repiqueteo y decido asumir que en morse pretende
Fernando asentir para evitar enfadarme.
Siempre me molestaron las
conversaciones a distancia, y ya no digo si la reciprocidad esperada nunca
llega. Me parecen modales de pastor. Silbidos hacia el ganado, miradas al
cielo y refranes manidos en respuesta, o peor aún, silencios.
El leve desaire me anima a librar
de la oscuridad la encuadernación universitaria y a sentarme a hojearla.
Siento una especie de anhelo al
releer el índice: Memoria, Cálculos, Planos, Pliego de condiciones, Presupuesto
económico, Estudio de seguridad y salud, Anexo y bibliografía. Acaricio las
primeras hojas y su tacto me transporta a las discusiones que surgieron entre
los cuatro hasta que terminamos de parir aquel tomo.
Vuelvo a sonreír. ¡Qué jóvenes
éramos y que fácil fue enamorarme de Patricia! Fernando me lo puso fácil, pues
nunca mostró interés por ninguna de ellas. A solas me confesaba que sí, que
tipazo tenían, pero que nunca nos perdonaban un desayuno, y perder le agriaba
tanto el carácter que poco atractivo encontraba en quien le sableaba día sí y
día también. Aún así, mis románticas pretensiones se vieron rechazadas de plano
en cuanto me declaré aquella tarde en que acudí al refranero para ganar
valentía, dada mi fingida desgracia al no conseguir ni un solo amarraco en la última
partida.
Desafortunado en el juego,
afortunado en el amor, me dije, y con esa misma frase arrinconé a Patricia en
los pasillos antes del claustro. Ella me miró con la confianza de un samurái
ante un navajero y por respuesta me dio una palmadita en la cabeza y me dedicó
una sonrisa, idéntica a la que dan a las mascotas que olisquean a extraños o a
los niños cuando los recogen en la guardería.
Ni siquiera me avergoncé cuando
al cabo de dos horas me volví a encontrar con ella en compañía de Mónica y de
Fernando, quien las sujetaba por los brazos reclamando una revancha.
Volvimos a palmar, pero en esta
ocasión vi guiños entre ellas cuando no llevaban ni juego.
Decido devolver el libro a su lugar,
pero al cerrarlo descubro una nota que amenaza con desprenderse. En seguida reconozco la pulcra letra de Patricia y ya en la
primera línea siento una punzada en el estómago.
Cuando Fernando entra en la salita
oliendo a bálsamo, me encuentra tan encarnado como él y aprovecha para bromear
sobre unas raíces pasiegas que nos darían crédito gentilicio en la Casa de Burgos.
Pero en cuanto repara en el tomo y ve la carta en mis manos, sus piernas claudican
a las peticiones de la cadera y toma asiento con tanta atención sobre mi pesar
que parece no conocer la distribución de sus muebles y apenas atina con el
mullido.
—Debí contártelo.
—Debiste.
Abandono la carta y el libro sobre mi
asiento y me dirijo a la puerta, pero advierto que Fernando me sigue, y antes
de salir me giro y decido que aquel era el momento oportuno para confesarle
una traición que nunca supo.
—En los descartes siempre tiraba
reyes y pares. Me encantaba verla ganar.
Para cuando ocupo la calle ya
había decidido renunciar al convite burgalés y adelantar mi charla semanal con Patricia. Había llovido un poco la tarde anterior y el viento acostumbraba a arremolinar pétalos ajenos a su mármol. Mientras limpiaba su reposo tendría tiempo de encontrar las palabras adecuadas a su órdago.
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