miércoles, 2 de noviembre de 2016

Directo

En cuanto le dieron el alto sintió cómo su estómago buscaba desaparecer.
Detuvo el vehículo, respiró profundo, apagó la radio y se miró en el retrovisor en busca de la expresión que tantas veces había ensayado en los camerinos de Noche sin tregua.
—Buenas noches. Su documentación y la del vehículo, por favor.
De la cartera la una, de la guantera la otra, por la ventanilla entrega ambas y se someten a la linterna del agente.
—Bien, señor Fontana, ¿sabe por qué le he parado?
—Porque… ¿puede?
Los destellos del coche patrulla azulan la sonrisa con la que trata Fontana aderezar la ocurrencia. Es innato, imposible en un cómico mantenerse serio más de cinco minutos, incluso ante espectadores tan difíciles como un agente de la autoridad ejerciéndola. Pero esta vez necesita aparentar naturalidad y su esencia, su firma, es la chanza. Sabe que los policías de zapatos gastados huelen las mentiras como los perros el miedo. Mostrarse diplomático, sumiso, deferente, le resultaba tan forzado que bromear con el cadáver del maletero le parecía más una distracción que una temeridad.
—Veo que se considera gracioso.
—Vivo de ello, más bien de que otros se convenzan —apostilla.
El agente sospecha del derrotero que pretende Fontana, así que esgrime el bolígrafo, cumplimenta el boletín y, tras un breve repaso a lo escrito, devuelve las credenciales del reconocido humorista como antesala a la reglamentaria explicación.
—Invadir la línea continua. Doscientos euros y cuatro puntos ¿Va a firmar? —pregunta al tiempo que tiende bolígrafo y libreta.
—Nunca autógrafos pasadas las doce. Recomendación de mi representante desde que rubriqué un incunable en la feria del libro. Además, sufro de la vista a partir del segundo güisqui. Acabaría usted con un emoticono en la muñeca, mi querido hombre de la ley. Descuide, no he bebido, no, aunque sé que les entrenan el olfato y dominan el momento exacto de desenfundar el alcoholímetro. Pero no quiero parecerle impertinente, responderé a su pregunta. Mire, aunque me encanta engrosar mi lista de seguidores, en este caso presiento que su admiración no es sincera. Lo siento pero no firmaré.
El agente niega con la cabeza como mecanismo para evitar que una sonrisa desdibuje la hierática faz que acostumbra cuando viste el uniforme. Por un instante la situación le ha recordado una escena de la célebre Annie Hall: el encontronazo de Allen con un patrullero.
       Neutralidad, ni enfados ni alegrías. Primera norma del buen policía. El blindaje perfecto frente a los excesos de la confianza ajena. Devaneo habitual de los infractores no violentos que pretenden en décimas de segundo erigirse en amigos del alma del proponente para revertir las consecuencias, confiados en que una sobreactuada sumisión convencería del grave error que supondría sancionar a un colega.  En cambio, en cada intervención, en el rápido e inevitable balance, el policía nunca encuentra afinidad con el transgresor más allá de la siempre vejada nacionalidad, y socorrida cuando pintan bastos.
El uniformado anota la renuncia y se abstiene de entregar la copia, pero no de una última observación.
—Cuando el cartero le entregue el aviso espero que también se lo tome a broma, y si volvemos a encontrarnos recuerde: no seré tan indulgente. Le revisaré hasta el último tornillo. Buenas noches —concluye con un saludo militar al tiempo que le abre paso con la otra mano.
Durante media docena de curvas, y ya con los destellos policiales engullidos tras los riscos, Fontana mantiene al volante el mismo gesto que acostumbra ante el micrófono. Pero en cuanto se sabe a salvo, el estómago decide desplazarse hacia la boca y le obliga a detenerse a un paso del mirador donde antaño contempló atardeceres junto a quien tanto amó como acabó odiando. Y a quien esa misma mañana, tras las tostadas, prometió brindarle un paseo, acomodándola en la rueda de repuesto, y rematar el viaje con un vuelo nocturno por aquel mismo acantilado, no sin antes haberla dado como despedida un fuerte abrazo en la tráquea.
Fontana vacía las entrañas a un palmo de los zapatos. Los lagrimones del esfuerzo, como vidrieras catedralicias, tornasolan la visión hacia un vivo cian, parpadeante, en progresión; el cual, para cuando lo quiere restregar ya invade por completo su estremecimiento.
El foco del radio-patrulla encuadra la sudorosa palidez del rostro del cómico y la redención frente a lo que debió ser la cena. Fontana renuncia a erguirse y se limita a soportar la ceguera, esperanzado con que, en ese instante, otra luz, venida del cielo, le eleve hacia un artefacto con matrícula de un planeta sin convenios de extradición.
—Estoy esperando algo ingenioso —dijo el agente detrás del foco—. Aunque estimo —añade— que quizá la gracia resida en la razón que oculta para simular encontrarse en otro lugar.
Dicho esto, la megafonía del vehículo, tras el molesto acople inicial, amplifica el programa de radio donde Fontana divierte a la audiencia con su puntual monólogo de los jueves.
El cómico acusa el amargor en su garganta producto, a partes iguales, del reciente tránsito inverso y la angustia del acorralado. Trata de salivar antes de tomar la palabra. Se enfrenta a la actuación más decisiva de su carrera: doblegar con la risa a un insobornable policía. Salvo el foco, como reconocido atrezo en sus tiempos de teatro, el entorno, el rocoso espectador y la proximidad del cadáver poco ayudan en el ritual.
—Un fulano del IRA, un tal Brehan —nombra Fontana—, acuñó algo así como que «nunca había visto una situación tan deplorable que un policía no pudiera empeorar». Pues bien, aquí estamos los dos: usted para darle la razón y yo para contrariar al irlandés. Así que, venga, no sea rencoroso y acérqueme ese boletín que se lo dedico. ¿Tiene hijos? —añade, al tiempo que, a intervalos, mira hacia el cielo.


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