En cuanto le
dieron el alto sintió cómo su estómago buscaba desaparecer.
Detuvo el
vehículo, respiró profundo, apagó la radio y se miró en el retrovisor en busca
de la expresión que tantas veces había ensayado en los camerinos de Noche sin tregua.
—Buenas noches.
Su documentación y la del vehículo, por favor.
De la cartera
la una, de la guantera la otra, por la ventanilla entrega ambas y se someten a
la linterna del agente.
—Bien, señor
Fontana, ¿sabe por qué le he parado?
—Porque…
¿puede?
Los destellos
del coche patrulla azulan la sonrisa con la que trata Fontana aderezar la
ocurrencia. Es innato, imposible en un cómico mantenerse serio más de cinco
minutos, incluso ante espectadores tan difíciles como un agente de la autoridad
ejerciéndola. Pero esta vez necesita aparentar naturalidad y su esencia, su
firma, es la chanza. Sabe que los policías de zapatos gastados huelen las mentiras
como los perros el miedo. Mostrarse diplomático, sumiso, deferente, le
resultaba tan forzado que bromear con el cadáver del maletero le parecía más una distracción
que una temeridad.
—Veo que se
considera gracioso.
—Vivo de ello,
más bien de que otros se convenzan —apostilla.
El agente
sospecha del derrotero que pretende Fontana, así que esgrime el bolígrafo, cumplimenta
el boletín y, tras un breve repaso a lo escrito, devuelve las credenciales del
reconocido humorista como antesala a la reglamentaria explicación.
—Invadir la
línea continua. Doscientos euros y cuatro puntos ¿Va a firmar? —pregunta al
tiempo que tiende bolígrafo y libreta.
—Nunca
autógrafos pasadas las doce. Recomendación de mi representante desde que
rubriqué un incunable en la feria del libro. Además, sufro de la vista a partir
del segundo güisqui. Acabaría usted con un emoticono en la muñeca, mi querido
hombre de la ley. Descuide, no he bebido, no, aunque sé que les entrenan el
olfato y dominan el momento exacto de desenfundar el alcoholímetro. Pero no quiero
parecerle impertinente, responderé a su pregunta. Mire, aunque me encanta engrosar
mi lista de seguidores, en este caso presiento que su admiración no es sincera.
Lo siento pero no firmaré.
El agente
niega con la cabeza como mecanismo para evitar que una sonrisa desdibuje la
hierática faz que acostumbra cuando viste el uniforme. Por un instante la
situación le ha recordado una escena de la célebre Annie Hall: el encontronazo
de Allen con un patrullero.
Neutralidad, ni enfados ni alegrías. Primera norma del buen policía. El blindaje perfecto frente a los excesos de la confianza ajena. Devaneo habitual de los infractores no violentos que pretenden en décimas de segundo erigirse en amigos del alma del proponente para revertir las consecuencias, confiados en que una sobreactuada sumisión convencería del grave error que supondría sancionar a un colega. En cambio, en cada intervención, en el rápido e inevitable balance, el policía nunca encuentra afinidad con el transgresor más allá de la siempre vejada nacionalidad, y socorrida cuando pintan bastos.
Neutralidad, ni enfados ni alegrías. Primera norma del buen policía. El blindaje perfecto frente a los excesos de la confianza ajena. Devaneo habitual de los infractores no violentos que pretenden en décimas de segundo erigirse en amigos del alma del proponente para revertir las consecuencias, confiados en que una sobreactuada sumisión convencería del grave error que supondría sancionar a un colega. En cambio, en cada intervención, en el rápido e inevitable balance, el policía nunca encuentra afinidad con el transgresor más allá de la siempre vejada nacionalidad, y socorrida cuando pintan bastos.
El uniformado
anota la renuncia y se abstiene de entregar la copia, pero no de una última
observación.
—Cuando el
cartero le entregue el aviso espero que también se lo tome a broma, y si
volvemos a encontrarnos recuerde: no seré tan indulgente. Le revisaré hasta el
último tornillo. Buenas noches —concluye con un saludo militar al tiempo que le
abre paso con la otra mano.
Durante media
docena de curvas, y ya con los destellos policiales engullidos tras los riscos,
Fontana mantiene al volante el mismo gesto que acostumbra ante el micrófono. Pero
en cuanto se sabe a salvo, el estómago decide desplazarse hacia la boca y le
obliga a detenerse a un paso del mirador donde antaño contempló atardeceres junto
a quien tanto amó como acabó odiando. Y a quien esa misma mañana, tras las
tostadas, prometió brindarle un paseo, acomodándola en la rueda de repuesto, y rematar el viaje con un vuelo nocturno por aquel mismo acantilado, no sin antes haberla dado como
despedida un fuerte abrazo en la tráquea.
Fontana vacía
las entrañas a un palmo de los zapatos. Los lagrimones del esfuerzo, como vidrieras
catedralicias, tornasolan la visión hacia un vivo cian, parpadeante, en progresión;
el cual, para cuando lo quiere restregar ya invade por completo su
estremecimiento.
El foco del
radio-patrulla encuadra la sudorosa palidez del rostro del cómico y la redención frente a lo que debió ser la cena. Fontana renuncia a erguirse y se limita a soportar la ceguera, esperanzado con
que, en ese instante, otra luz, venida del cielo, le eleve hacia un artefacto
con matrícula de un planeta sin convenios de extradición.
—Estoy esperando
algo ingenioso —dijo el agente detrás del foco—. Aunque estimo —añade— que
quizá la gracia resida en la razón que oculta para simular encontrarse en otro lugar.
Dicho esto, la
megafonía del vehículo, tras el molesto acople inicial, amplifica el programa
de radio donde Fontana divierte a la audiencia con su puntual monólogo de los
jueves.
El cómico
acusa el amargor en su garganta producto, a partes iguales, del reciente
tránsito inverso y la angustia del acorralado. Trata de salivar antes de tomar
la palabra. Se enfrenta a la actuación más decisiva de su carrera: doblegar con
la risa a un insobornable policía. Salvo el foco, como reconocido atrezo en sus
tiempos de teatro, el entorno, el rocoso espectador y la proximidad del cadáver
poco ayudan en el ritual.
—Un fulano del
IRA, un tal Brehan —nombra Fontana—, acuñó algo así como que «nunca había visto una situación
tan deplorable que un policía no pudiera empeorar». Pues bien, aquí estamos los
dos: usted para darle la razón y yo para contrariar al irlandés. Así que, venga,
no sea rencoroso y acérqueme ese boletín que se lo dedico. ¿Tiene hijos?
—añade, al tiempo que, a intervalos, mira hacia el cielo.
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