martes, 1 de noviembre de 2016

¿Juegas?


Te lo ruego, no leas el relato del finalista. Sé que el jurado ha relacionado esta advertencia con sus recientes padecimientos y habrá sopesado otorgar la plata a un relato menor, incluso, me consta, anular el concurso. Para aumento de su desgracia ellos desconocen cuál ha sido, de entre todos los que han valorado, el que ha comenzado a arruinar sus vidas. Dará igual la determinación que tomen. Ella, sí ella, será la finalista y su magnífico relato parecerá inocuo, discutible, original, pero será leído, aplaudido, publicado, y he aquí la verdadera intención: obtendrá el alcance suficiente para convertirse en una pandemia. Aún así, si te empeñas en leerlo, quiero advertirte de las consecuencias y de cómo sé que estas se producirán. Comenzaré por el cómo, empezaré por explicarte lo de la vibración. Algo que jamás he confesado y es mi desesperado intento para tratar de convencerte.
Nombré así a un sentido que quizá tú también poseas, ese que en alguna ocasión te ha alertado para que renuncies a continuar con una actividad, permanecer en un sitio o acudir a una cita. Como una especie de corazonada pero explícita para situaciones de peligro. En mi caso descubrí esta capacidad, esta alarma, recién cumplidos los treintaitrés.
Una mañana gris de domingo, tras cumplir con mi turno de noche, regresaba a casa en motocicleta por la costa del Garraf. Dicha carretera serpentea su estrechez entre los riscos y en una de sus primeras curvas —todo un balcón hacia el Mediterráneo—, de un vistazo, se pueden observar tres kilómetros de sinuoso asfalto sobre la vertical del mar. Advertí en la ojeada que, muy a lo lejos, un solitario vehículo se dirigía en mi dirección. ¡Despejado! Nadie por delante. Todo un premio para los cantos de las ruedas pilotar sin que ningún dominguero me interrumpa el ritmo. Negociadas ya unas cuantas curvas fue en la siguiente ciega cuando la vibración me dijo que me ciñera al casi inexistente arcén. No lo dudé. En ese instante, un Audi de carburadores conducido por un anciano invadía mi carril. Sin tiempo para maldecir y por un dedo de separación evité el impacto. De haberse producido imaginé las consecuencias y me vi cayendo al vacío como un escombro.
La segunda vez, quince años después, sentí idéntica la vibración momentos antes de embarcarme para una inmersión en las tranquilas aguas de Lanzarote. Desprecié la advertencia y a treinta metros de profundidad el regulador falló. Sigo vivo gracias a mi acompañante. Una vez más mi eterna gratitud Álvaro.
La tercera surgió cuando leí las bases de este concurso, aunque el aviso se mostró de una forma muy distinta a los dos anteriores.
Me encontraba delante del ordenador imaginando la trama: un cómico que pelea con su sentido del humor para salir airoso de un crimen, y en la ensoñación vi unas manos teclear. Unas manos que no eran las mías. Al principio sí lo parecían, pero en cada pulsación se transformaban en pezuñas de un color terracota, fugaces, algo borrosas, pero indudables patas de un animal desconocido. Extrañado, más bien asustado, me separé del teclado y permanecí inmóvil frente al monitor recreando lo que taché de alucinación, hasta que decidí sacudirme el pensamiento. Y fue entonces cuando el salvapantallas fundió a negro la página del navegador y me devolvió el reflejo de un rostro inesperado.
 Vi a una bestia, vi el horror, y entendí su propósito.
No leas al finalista, no lo hagas. Sumérgete en las lecturas de tu escritorio, las que presiden tu mesilla. Lee pasquines, letreros, facturas, incluso, si te atreves, por aquello de contrarrestar la osadía que te niego, revisa las minúsculas condiciones de tu tarjeta de crédito. No dejes de leer nunca, pero por lo que más quieras, tras mi punto final, si decides leer miedo en el siguiente relato emergerá el tuyo. Se inoculará en tus entrañas por haber sido escrito con la tinta de quien aquieta a los muertos. Como un abrigo imposible de despojar te acompañará durante el día, para que cuando llegue la noche y te rías de esta absurda advertencia, en cuanto concilies el sueño, algo que se acerca y no se deja ver, como una losa invisible, te inmovilizará. Lucharás por despertar, sentirás a la bestia encima de ti, lenta, imparable, buscando llegar a tu cuello, trepando por tu perlesía. Y cuando creas que nada puedes hacer para librarte de ella, reunirás todas tus fuerzas y las emplearás en abrir un párpado, y lo lograrás, ella lo quiere. Y buscarás la más mínima luz, la rendija que te separe de las sombras. Entonces, en ese momento en que pretendas relegar lo vivido al mundo de las pesadillas, despreciar la advertencia, distraerte para olvidar; en resumen, cuando acudas a tu teléfono móvil, porque la bestia sabe que lo harás, lo primero que descubrirás en la pantalla, para tu desdicha, me dará la razón.
Y es que todavía es de noche, te has desvelado, en unas horas tienes que levantarte, te espera una jornada muy dura pero temes volverte a dormir. Aún crees que el relato del finalista no oculta ninguna cábala ni la maldición del Gusano que nunca muere, pero por de pronto tu día comienza fatal. Corre al espejo y mira que ojeras. Es sólo el principio. Ya te lo advertí.

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