—Sé que te
hierve la sangre, hijo, y que buscas una satisfacción inmediata, pero déjame
antes, mientras el hielo alivia el dolor, que te cuente algo. Llámalo secreto
si lo deseas, pues es bien cierto que reúne todas las características como tal,
aunque nunca quise ocultarlo por intriga, vergüenza o riesgo sino por respeto.
Eso sí, a partir de este momento deberás prometerme que guardarás la debida
discreción y ni siquiera a tu madre podrás revelar parte alguna de lo que
te cuente.
—Lo prometo
—asiente el muchacho con la mano en cazo sobre su maltrecho ojo.
—Mucho antes
de que tú nacieras, un día de nochebuena como el de hoy, me batí en duelo por
la honra de una dama, la más hermosa que jamás conocí. Te ahorraré los detalles
de la esgrima y acudiré al final, cuando con mi rival tendido en la nieve y la
punta de mi sable a un palmo de su garganta vi en sus ojos reflejarse una vieja
rendición de los míos. Le había vencido en buena lid y apenas encontré rastro
en su derrota de aquel odio que le llevó a retarme la tarde anterior. Su mirada
había perdido el velo de la rabia, la mía, la concentración por sobrevivir. Y
en el receso, en las puertas de poner fin a una vida, me vi representado en la
figura de aquel hombre a mi merced, herido en un costado, tiñendo la albura con
la hemorragia que sus manos apenas podían contener. «A primera sangre», me
recordó vacilante su padrino. Pero yo ya no estaba allí, me encontraba en otro
diciembre como el de hoy, en mi infancia, inmerso en una guerra de bolas de
nieve, de agudos gritos, de risas y torpes carreras, de largas bufandas y rodillas
al aire; en concreto, en la batalla en la que una piedra oculta a modo de
escasa gracia rasgó mi frente hasta el aturdimiento y me precipitó al suelo. Y
desde ese reposo vi el plomizo cielo, y cómo los leves copos pretendían unir
mis pestañas. Y vi a una orla de amiguetes, mocosos, sonrosados, jadeando
vapores, agolpados en círculo ante mi descanso, en silencio, asustados por el
hilo de sangre que extendía un rojo cojín tras mi cabeza. Creyeron verme morir
y con lenta ceremonia descubrieron sus cabezas, y yo acepté la fatalidad con el
advenimiento de la primera nebulosa, la de la antesala del desmayo. E imaginé el
traslado a mi casa, y la noticia que con voz desencajada anticiparía la llegada
de mi cadáver, y cómo invadiría ésta los recovecos del portalón, se filtraría
por los goznes, llegaría a las cocinas, sobrevolaría por encima del hervor de
los pucheros, detendría cucharones, alegrías, preparativos; arrugaría mandiles,
enflaquecería rodillas, silenciaría las conversaciones ahumadas de tabaco y
circularía entre la porcelana y las copas de la mesa, dispuesta para una noche
que perdería por siempre con cada aniversario de mi adiós su bondadoso apellido.
Nadie merece morir en Navidad. Incluso en las guerras entre presuntos paganos
se establecen treguas llegada la fecha. Se reparten mendrugos generosos y
circula el licor con un silencio que apenas sí interrumpe el descanso de los
correajes y el acomodo de las armas. Alguien se atreve, apenas en un susurro,
al canto de algún villancico. El resto se anima como una mecha humedecida.
Voces rotas, arenosas, se suman y recorren la trinchera. Las lágrimas de
algunos se abren camino entre la máscara de barro, otorgando a los rostros el
aspecto de un encarcelado a la sombra de los barrotes que lo separan de la luz
intensa de la libertad, de la vida, de los algodonados tiempos donde un abrazo
maternal lo significaba todo. Aquel hombre en la nieve me recordó a mí. Nadie
debería morir en Navidad. Incluso él, que, cegado por los celos, se negó a
aplazar el desafío, o como tú, en este momento, herido en tu orgullo y en manos
del arrebato.
—Sólo pretendo
darle su merecido a ese abusón…
—Ven, hijo,
acerca tus dedos, toca mi cicatriz. Las arrugas ya la confunden, pero aún se
distingue al tacto. Heridas, dientes mellados, fisuras, tabiques torcidos...
Hay una franja en la vida, en la mocedad prevalece, en la que la
experimentación, el desconocimiento de los límites de nuestra natural armadura
nos lleva a osadías que pasan factura y nos sellan de forma indeleble. Muesca,
señal de advertencia, que nos acompañará más allá del último aliento y cuyo
repaso, palparla, evocará el momento preciso de lo que fue un drama por aquel entonces
y que, hoy, se convierte en placentero recuerdo al transportarnos a un pasado
de inquieta emoción como lo es tu actual presente, a pesar de los matones que
aguardan en las esquinas de la vida.
—¿Y qué fue de
aquel hombre? ¿Renunció a una revancha?
—Desde aquel
día, cada año, intenta desquitarse a su manera con tercos silencios o
desplantes. Aquel hombre cenará esta noche con nosotros, como lo viene aceptando
desde que me casé con su hija, la más hermosa dama que jamás conocí.
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