Mi padre trabaja todas las noches,
incluso en nochebuena, pero esa ausencia tiene algo de especial, porque cuando regresa al
alba trae una cesta repleta de estuches con la que pasamos la tarde jugando a las adivinanzas. Nos sentamos junto a la vela, nos apretamos las
piernas bajo la manta, esperamos a que pase el tren para poder oírnos y
agito los estuches tratando de adivinar el contenido. La más fácil es la
piña, porque apenas se desliza y humedece el cartón. Se complica con los trozos
de polvorones y mantecados, aunque si me equivoco padre nunca me niega el pedazo más
grande. Todos me saben a gloria, ahora bien, el que me apasiona con locura es
el turrón de chocolate en su envoltorio dorado; lo malo es que, según dice mi
padre, es muy delicado, enseguida mengua y se deshace en migajas, así que
cuando me da el estuche abro la boca al cielo y dejo que caigan como una lluvia
de delicias, como acostumbro con los cubos de palomitas que la gente abandona
en los cines.
Siempre dejo ese
dulce aguacero para el final, así, cuando el sueño me vence, con las encías
embadurnadas de cacao, escucho a mi padre soplar la vela y desearme a oscuras
antes de su marcha una feliz Navidad, que sonrío, porque gracias a él siempre lo
es.
No hay comentarios:
Publicar un comentario