De acuerdo con que al principio
viajábamos de aquí para allá, durmiendo en cualquier parte, viviendo de la
caridad, pero eras demasiado chico para darte cuenta de las penurias. Nunca te
faltaron atenciones, esa es la verdad, te dimos todo cuanto pudimos y cuando por
fin logramos establecernos en este barrio, me dejé las manos en el taller para daros sustento a ti y a tu madre, en silencio, soportando las habladurías
sobre nuestro origen.
Jamás te
levanté la voz, ni siquiera con los revuelos que aún formas junto a esa
cuadrilla con la que pasas la semana sin trabajar ni estudiar. Pero hoy, tras
tres días sin saber de ti —dijiste que te ibas de cena—, te presentas medio
desnudo, con mil magulladuras, pero con aires de grandeza, como si me importara
cómo han quedado los otros y las hostias que te quedan por repartir. Y para más
inri me revelas que tienes otro padre y que todo se debe a causa del amor,
mientras tu madre como excusa o refugio me responde llorando por los rincones
como una Magdalena. Lo cierto es que tal y como vienes dos hostias más poco
efecto te causarían, así que he pensado que lo mejor es que te envíe una
temporada con tus abuelos de Nazaret.
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