Con el paso de
los años creí librarme del esclavo recuerdo de la bisoña pureza, de aquel amor
verdadero que no quise reconocer por la suma de tu pronta aparición y mi
cándida estupidez.
La primera vez
que te vi, sentí deshacerme en un rubor tan cerca de las llamas que cuando tuve
oportunidad corrí hacia un espejo para comprobar que mis jóvenes rasgos seguían
en su sitio.
En aquel
agosto del ochenta y siete, en la sierra de Cameros, acordaron señalarme como «toda
una mujer» y me vi condicionada a arrinconar la bicicleta, al abandono de la
lencería gruesa y al remozado urgente del mundo rosa que hasta entonces
decoraba mi cuarto de la casa del pueblo.
Adultas miradas
y lisonjas sin edad me ascendieron a un pedestal que me encantó ocupar, y desde
aquella frágil cima desatendí la trepidación en el pecho que tu compañía me
desataba, como cuando se desbocó ingobernable en la entrega a ojos ciegos del
canto donde cincelaste nuestros nombres. Anomalía cardiaca que obligué a sentar
en el mismo vagón de novedades veraniegas, donde también acomodé catas a
hurtadillas con el vino dulce, verbenas, bailes, licencias horarias, tus
continuos regalos y cortesías que convivieron con el arrugado entrecejo de mi
padre, censor de piropos y modisto ocasional, que cuestionaba a mi madre la
talla de mis faldas y tachaba de presunta la imposibilidad de despuntar los
dobladillos.
Llegó septiembre
y me separó de todo aquello, de ti, y durante el invierno mis tetas terminaron
de crecer como paradójico pertrecho del corazón; dispuesto y a la vez temeroso
de latir sincero, de traicionar los impulsos que representaban tu recuerdo. Pero
me fastidiaba interrumpir los fuegos artificiales que tanto me prodigaban. Quería
experimentar, comparar, y, segura de mis curvas, explorar mi juventud. Me
sumergí en un mar de sugerencias donde la espuma de la frivolidad me mantuvo a
flote por la simple condición de bella. Y te emplacé para un después que nunca
llegó, para un mañana cuando todo terminara de sorprenderme, de encajar.
En ese durante
de la madurez me entregué a candidatos incompletos. Acreedores de una ternura
que creyeron generar espontánea, cuando yo la abanderaba con el único fin de
avivar en ellos algo parecido, si acaso superior, a la que, sin remedio,
comparaba con la tuya; deseosa de dejarla de sentir especial, de tacharla de
casual atadura, de distorsión lógica por iniciática. Y con el fin de ganar distancia, de
contrariarme, de alejarme de la definitiva ancla que me supondrías, condicioné
a mis padres y abogué por pasar los veranos bajo un mismo sol, pero en la
costa.
Al rumor de
las olas encadené año tras año una década de ausencias. Me dejé llevar por sonrisas
perfectas y caballerosas atenciones y que la brisa peinara mi desmelene. Bailé
en tirantes sobre el barniz de las cubiertas y brindé con burbujas a la luz de
lunas que despejaban noches calurosas, tan alejadas de la sierra de mi infancia
que la recordé como el sueño necesario para avanzar en una realidad perseguida
y cerca de lograr.
Me dediqué a fluir entre la gente, a alejarme
de las relaciones serias, a edificarme con estudios, viajes y a montar mi
propia empresa. Y aunque durante todo ese tiempo mucho trovador lanzó piedras a
mi ventana, el cristal al fin cedió por el reloj de mi vientre.
Me dediqué a
parir junto a un hombre correcto y cuando mis pechos comenzaron a formar un
triángulo equilátero con el ombligo, cuando la rutina de criar volvió los días
idénticos, recapitulé mi vida y me sorprendí visitando furtiva las cajas del
desván donde acumulaba un pasado de polvorienta nostalgia. Y entre tanta
lejanía y fotos desenfocadas encontré la piedra grabada y aquel libro que me
regalaste y que apenas hojeé.
Las siguientes
noches, Fermina y Florentino Ariza presidieron mi mesilla. Con la lectura de su
desencuentro me entregué al sueño envuelta en el olor de las almendras amargas.
Tonto te dije por escribir la dedicatoria al final. Tonta me llamé por
descubrirla ahora, tonta me repetí por dudar, por soñar la imposible aprobación
del buen hombre que yacía a mi lado bajo una luz mortecina. Y tonta una vez más
me titulé por acudir al espejo para admitir la profundidad de mis arrugas. No
esperé al amanecer para iniciar un viaje sin maletas. Antes de marcharme besé a
los niños, arropé su sueño y desde la puerta del dormitorio acaricié el aura a
modo de adiós de mi culpable esposo, culpable de no corresponderle a pesar de
elegirle.
Con el ansia
absurda de quien busca recuperar el tiempo perdido, taché de malgastado cada
minuto que consumí sin averiguar tu paradero. Tuve que regresar a la aldea de
nuestros comienzos, a preguntar sin recato a los más viejos por los habitantes
de aquella casa junto al lavadero, que rendía ya sus tejas tras la última
nevada, y por la que te vi entrar la última vez que nos vimos. Ardua tarea
filiar cuando la costumbre serrana titula de primo a todo pariente de temporada.
Por fin, con la credencial de ser biznieta de los Arambuena, una anciana de
rosario en puño me invitó a su cocina de chapa, me aferró a un café de puchero
y me desveló a la pobre luz de aquella tarde de invierno tus apellidos, tu
ciudad y tu fallecimiento.
Hoy, ante tu
lápida, me has vuelto a hacer sonreír, pero también lagrimar con la lectura de
tu epitafio. He llorado de amarga alegría y parte de mi emoción se ha consumido
en reprocharme lo estúpida que fui. La otra aún late pues nunca me había
sentido tan amada tras descubrir la misma dedicatoria del libro grabada en tu
última voluntad. Idénticas palabras de nuevo sobre mi nombre, aunque, esta vez,
bajo el tuyo coronado por un único año: 1987.
Al fin, con tu
fin, juntos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario