domingo, 19 de febrero de 2017

Por siempre

Con el paso de los años creí librarme del esclavo recuerdo de la bisoña pureza, de aquel amor verdadero que no quise reconocer por la suma de tu pronta aparición y mi cándida estupidez.
La primera vez que te vi, sentí deshacerme en un rubor tan cerca de las llamas que cuando tuve oportunidad corrí hacia un espejo para comprobar que mis jóvenes rasgos seguían en su sitio.
En aquel agosto del ochenta y siete, en la sierra de Cameros, acordaron señalarme como «toda una mujer» y me vi condicionada a arrinconar la bicicleta, al abandono de la lencería gruesa y al remozado urgente del mundo rosa que hasta entonces decoraba mi cuarto de la casa del pueblo.
Adultas miradas y lisonjas sin edad me ascendieron a un pedestal que me encantó ocupar, y desde aquella frágil cima desatendí la trepidación en el pecho que tu compañía me desataba, como cuando se desbocó ingobernable en la entrega a ojos ciegos del canto donde cincelaste nuestros nombres. Anomalía cardiaca que obligué a sentar en el mismo vagón de novedades veraniegas, donde también acomodé catas a hurtadillas con el vino dulce, verbenas, bailes, licencias horarias, tus continuos regalos y cortesías que convivieron con el arrugado entrecejo de mi padre, censor de piropos y modisto ocasional, que cuestionaba a mi madre la talla de mis faldas y tachaba de presunta la imposibilidad de despuntar los dobladillos.
Llegó septiembre y me separó de todo aquello, de ti, y durante el invierno mis tetas terminaron de crecer como paradójico pertrecho del corazón; dispuesto y a la vez temeroso de latir sincero, de traicionar los impulsos que representaban tu recuerdo. Pero me fastidiaba interrumpir los fuegos artificiales que tanto me prodigaban. Quería experimentar, comparar, y, segura de mis curvas, explorar mi juventud. Me sumergí en un mar de sugerencias donde la espuma de la frivolidad me mantuvo a flote por la simple condición de bella. Y te emplacé para un después que nunca llegó, para un mañana cuando todo terminara de sorprenderme, de encajar.
En ese durante de la madurez me entregué a candidatos incompletos. Acreedores de una ternura que creyeron generar espontánea, cuando yo la abanderaba con el único fin de avivar en ellos algo parecido, si acaso superior, a la que, sin remedio, comparaba con la tuya; deseosa de dejarla de sentir especial, de tacharla de casual atadura, de distorsión lógica por iniciática.  Y con el fin de ganar distancia, de contrariarme, de alejarme de la definitiva ancla que me supondrías, condicioné a mis padres y abogué por pasar los veranos bajo un mismo sol, pero en la costa.  
Al rumor de las olas encadené año tras año una década de ausencias. Me dejé llevar por sonrisas perfectas y caballerosas atenciones y que la brisa peinara mi desmelene. Bailé en tirantes sobre el barniz de las cubiertas y brindé con burbujas a la luz de lunas que despejaban noches calurosas, tan alejadas de la sierra de mi infancia que la recordé como el sueño necesario para avanzar en una realidad perseguida y cerca de lograr.
 Me dediqué a fluir entre la gente, a alejarme de las relaciones serias, a edificarme con estudios, viajes y a montar mi propia empresa. Y aunque durante todo ese tiempo mucho trovador lanzó piedras a mi ventana, el cristal al fin cedió por el reloj de mi vientre.
Me dediqué a parir junto a un hombre correcto y cuando mis pechos comenzaron a formar un triángulo equilátero con el ombligo, cuando la rutina de criar volvió los días idénticos, recapitulé mi vida y me sorprendí visitando furtiva las cajas del desván donde acumulaba un pasado de polvorienta nostalgia. Y entre tanta lejanía y fotos desenfocadas encontré la piedra grabada y aquel libro que me regalaste y que apenas hojeé.
Las siguientes noches, Fermina y Florentino Ariza presidieron mi mesilla. Con la lectura de su desencuentro me entregué al sueño envuelta en el olor de las almendras amargas. Tonto te dije por escribir la dedicatoria al final. Tonta me llamé por descubrirla ahora, tonta me repetí por dudar, por soñar la imposible aprobación del buen hombre que yacía a mi lado bajo una luz mortecina. Y tonta una vez más me titulé por acudir al espejo para admitir la profundidad de mis arrugas. No esperé al amanecer para iniciar un viaje sin maletas. Antes de marcharme besé a los niños, arropé su sueño y desde la puerta del dormitorio acaricié el aura a modo de adiós de mi culpable esposo, culpable de no corresponderle a pesar de elegirle.
Con el ansia absurda de quien busca recuperar el tiempo perdido, taché de malgastado cada minuto que consumí sin averiguar tu paradero. Tuve que regresar a la aldea de nuestros comienzos, a preguntar sin recato a los más viejos por los habitantes de aquella casa junto al lavadero, que rendía ya sus tejas tras la última nevada, y por la que te vi entrar la última vez que nos vimos. Ardua tarea filiar cuando la costumbre serrana titula de primo a todo pariente de temporada. Por fin, con la credencial de ser biznieta de los Arambuena, una anciana de rosario en puño me invitó a su cocina de chapa, me aferró a un café de puchero y me desveló a la pobre luz de aquella tarde de invierno tus apellidos, tu ciudad y tu fallecimiento.  
Hoy, ante tu lápida, me has vuelto a hacer sonreír, pero también lagrimar con la lectura de tu epitafio. He llorado de amarga alegría y parte de mi emoción se ha consumido en reprocharme lo estúpida que fui. La otra aún late pues nunca me había sentido tan amada tras descubrir la misma dedicatoria del libro grabada en tu última voluntad. Idénticas palabras de nuevo sobre mi nombre, aunque, esta vez, bajo el tuyo coronado por un único año: 1987.

Al fin, con tu fin, juntos.

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