sábado, 11 de marzo de 2017

Todos

            Calle Corintios 13, sede del colectivo LGTBI.
El buen tiempo me ha animado y aprieto con fuerza el timbre del portero automático. Mi marido y yo pertenecemos a la nueva generación de mendigos jubilados. Esa élite de desahuciados que a pesar de nuestras bien graduadas gafas y de haber estudiado lo justo fuimos incapaces de entender lo injusto en la letra pequeña de la hipoteca. Que además pariéramos a un hijo al que todo le dimos y que con un aval terminara por arruinarnos supongo que sirvió para que la unión con mi marido se fortaleciera y la represente esa mano de la que vamos juntos a todas partes.
         —Somos Fernando y Miranda, venimos por lo de la junta —anuncio al interfono, señalando lo subrayado en un diario de la semana anterior.
         Tras unos segundos de dudas, la puerta cede al empuje y abre el paso a unas escaleras de madera que ascienden hasta perder el lustre en la oscuridad del primer rellano. Ni rastro de ascensor ni hueco que lo pudiera albergar.
         —Son pruebas a superar, Fernando. Sólo obstáculos. Quien algo quiere, algo le cuesta.
         Fernando resopla ante lo que para su cadera supone el Annapurna.
         Judith, una veinteañera menuda, rapada al estilo orgullo del más chusquero sargento, nos espera en el umbral. Ha escuchado el leve ascenso, la lenta cadencia de nuestros pasos; resuellos. «Ancianos», ha mencionado al interior, creyendo que no la he oído. Acto seguido se presenta. El destinatario de la confidencia es Nacho, el famélico secretario del colectivo, absorto tras un mostrador en ultimar el papeleo para la elección de la nueva junta directiva y quien nos ha dedicado una sonrisa fugaz antes de volver a la tarea. Judith comprende que nos falta el aire, así que nos invita a sentarnos y sin tiempo para preguntas sobre la razón de nuestra visita, el telefonillo la reclama de forma encadenada. A los pocos segundos comienza a entrar toda una troupe, bulliciosa, que parece vivir con el ánimo de un viernes perpetuo.
No recuerdo tanta diversidad y algarabía desde mi primer carnaval. ¡Qué alegría ver tanto beso y complicidad entre los congregados! Todos van pasando a una gran sala y se van acomodando entre cojines, suelo, sillas y paredes, mirando hacia la mesa que al fondo preside la estancia. Fernando y yo nos hemos apretado la mano más fuerte. Las multitudes nos retraen por miedo a ser arrollados y, con el follón, Judith se ha olvidado de nosotros. Comprendo en este instante que nuestra oportunidad de ser atendidos mejora y aprovecho, ahora que las conversaciones de los recién llegados han modulado hacia el murmullo y cierta quietud se consolida en las filas, para achuchar a Fernando y buscar un hueco en la sala, por supuesto, con las sillas a cuestas.
Entiendo la cara de extrañeza de los asistentes. Una vieja pidiendo excusas, pero abriéndose paso con la mano firme a modo de rompehielos, seguido de un achacoso con una silla en cada mano. 
Acabamos en primera fila bien juntitos y escuchamos con atención la orden del día. El preámbulo es impecable, integrador, y los postulados confirman que encajamos en el colectivo. Busco en la disertación el momento adecuado para intervenir, pero es Fernando quien me atreve, pues suelta mi mano, se pone en pie y me anuncia. Tomo la palabra.
—Buenos días. Somos Fernando y Miranda —digo con la voz llena de dudas, pero el silencio creado me anima a continuar—. Vivimos de la caridad, pero para nada en pena. Excluidos por edad y por deudas, cada día desde que perdimos nuestro techo evaluamos cuál es nuestro sitio en el epílogo de la vida. Cuando leímos en la prensa la convocatoria por la renovación de la junta directiva despertasteis nuestro interés e iniciamos un debate versado en dos mejoras: las siglas y nuestra ausencia. Aspectos que resumiré en un único punto y con muy pocos matices para no extenderme demasiado.
 Hago una pausa y dudo si seguir de pie. Fernando me anima a continuar. Siento que la audiencia me compadece, pero respeta mi intervención. Prosigo.
Como quiera que cada año surge la cuestión sobre alguien de la comunidad que no se siente representado, lo que obliga a añadir una nueva letra inicial del adjetivo que mejor le define, Fernando y yo, el otro día, apurando las sopas del comedor social, vaticinamos que a este paso, en dos décadas más o menos, entre los clones, los humanoides, los robots o los animalistas, por poner unos ejemplos locos, no quedaría letra del alfabeto sin encontrar cobijo en la sombra del arcoíris. Por esta absurda pero palmaria razón, hemos creído conveniente comenzar por cambiar el nombre del colectivo, alejarnos de las siglas y emplear uno que represente sin excepción a quienes aquí estamos y a quienes no tardarán en llamar a esta puerta por algún motivo de exclusión, como el que hoy nos ha llevado a presentarnos ante esta junta: queremos dar voz a los seniles. Y como contribución inicial proponemos llamarnos a partir de ahora «Todos». Todos jamás dejaría fuera a nadie. Lleváis toda la vida etiquetados, no hagáis marca de vuestra diferencia sino diluiros entre los demás. Sólo desde la igualdad, desde el tú a tú, sin jerarquías, se logra la ansiada normalidad.
El asombro inicial deja al portavoz de la mesa enmudecido, pero como todas las miradas convergen en la suya parece animarse a opinar. Sin embargo, Fernando vuelve a ponerse de pie, se agarra a mi mano y me releva evitando que nadie intervenga con esa mirada suya tan profunda, y que tanto me enamoró, con la que barre a la audiencia y apaga cualquier conato de chascarrillo.
—Puestos a renovarnos convendría cambiar de lugar la sede. Ignoro el precio de alquiler o si acaso nos la subvencionan, pero para los seniles es todo un castigo tanta escalera. Gracias.
—Voto a favor —digo alzando la mano, que, de inmediato, busca la de mi Fernando. Siempre cálida, acogedora y hoy, presiento, algo victoriosa.