domingo, 2 de julio de 2017

Banderas


De joven me tragué el orgullo y me empaché de humildad. Ahora llevo una dieta en la que aderezo la vanidad con una pizca de fingida modestia. Voy de la mano de quien me acepta y ofrece la suya. Carne o pescado según temporada. Nunca le puse sexo al afecto. Habría aceptado matrimoniarme con un ángel si el amor nos fundiera. Me gusta sentirme querido, arropado, respetado, pero lo explícito o la efervescencia en público se la dejo a los adolescentes que, por escaso presupuesto y sumidos en la febrícula propia del despertar de la pasión, merecen ocupar las calles donde devorarse a besos. Cierto es que la mayoría de las veces regresarán urgentes al portal que los despide con un abultado o húmedo aplazamiento entre las piernas, antes del toque de queda. Agitarán la bandera blanca ante la cena fría y la mirada severa de quien la cocinó. Monosílabos responderán al interrogatorio. Al filo del castigo, quizá la manecilla se adelante media hora al día siguiente. Dará igual. Conversarán menos; se besarán más. Puede que algunos botones salten con las prisas...
 ¡Qué tiempos! Recuerdo cuando yo ondeé la multicolor por primera vez después de aquellas níveas de rendición. En todas pedí lo mismo: comprensión, pero cuando agité la del arcoíris encontré un gesto y una advertencia inesperadas: el dedo corazón de mi padre golpeando la esfera en su muñeca y el compromiso de mantener el mismo nivel académico. Aquella noche dormí con la misma manta y sábana de siempre, pero más arropado que nunca.