─Vamos, muchacho,
deja el móvil y levanta la cabeza. Apuesto el café a que desconoces por dónde
patrullamos.
─Los caimanes,
perdón, ¿los veteranos no celebráis la Navidad? En estas fechas el ajetreo es
demencial en las redes. Hay que estar al quite. Breve, eso sí, más de tres
líneas saturan. Además, es el momento idóneo para recuperar relaciones marchitas
y, por otra parte, atreverse a borrar, por fin, esos contactos que ya no
soportan otro scroll de la agenda.
─Mira
muchacho, no comprendo ni la mitad de lo que me dices, pero lo único cierto es que
a mi lado ya han patrullado más de veinte tipos que se han creído muy listos, y
cuando el servicio se ha torcido me han buscado como el hijo entre el gentío la
mano del padre. Por suerte y por empeño nunca he tenido que lloraros a ninguno.
─Pronto te ofendes, caimán,
pero asumo mi culpa y me abstendré de anglicismos. ¡Ah! Y me apetece ese café. Rodamos
por Goya hacia Velázquez. Fácil, las luces navideñas reflejan su colorido en mi
pantalla. ¿La mejor iluminación?, por si te apetece derivar hoy tu habitual
conversación insulsa, la del tramo entre la Puerta de Alcalá con Cibeles. Aunque
me temo que acabarás, como siempre, repasando quites magistrales de figuras del
toreo o mencionando batallitas por cada esquina que doblemos, donde me
recordarás esas carreras detrás de los roba gallinas de tus comienzos. Puede
que no te des cuenta, pero me paseas por tu particular túnel del tiempo como a
un aborregado turista. Razón por la que no cedes el volante. Sólo te falta el
micro, el acento de un erasmus y descapotar el coche.
─Muchacho,
no desprecies la veteranía por muy licenciado que seas en ciencias infusas y
aprende. Patrullar es algo más que dar vueltas luciendo rótulos, placa,
uniforme y esa vena en los bíceps que os empeñáis en cicatrizar los «viceversas».
Patrullar es detectar a quién incomoda tu presencia, advertir lo extraño donde
el resto asume normalidad, es ver más allá. En definitiva, anticiparse para
actuar con firmeza, decisión y prudencia. Los malos podrán surgir en cualquier
momento, pero nunca sorprendernos. Jamás pierdas la iniciativa, aunque la
fiesta la comiencen otros.
─Lo que usted
diga don firmeza, decisión y prudencia. No seré yo quien contradiga a quien le
resta un día para jubilarse. Por cierto, gran putada cumplir años el mismo día
de navidad. Toda una vida compartiendo fiesta con Santa Claus. Quizá esa sea la
causa de tu mala leche a cuenta de un déficit de regalos. Y quizá del complejo
del secundario surja la razón de tu barriga. ¿Buscas equipararte con tu rival?
¿Vas a dejarte barba?
─De la panza
sale la danza, muchacho, y ya descubrirás la felicidad en los guisos cuando del
ombligo para abajo superes tus obsesiones de jinete. Pero si quieres guerra, como
mangos de paraguas. Así tenéis los jóvenes las cervicales de tanta pantalla. Y
hablando de paraguas. Mi señora se dejó el suyo en el obrador de Pardiñas y me
ha insistido. Voy a parar en la esquina. Bájate y lo recoges, pero asoma el
morro antes de entrar y mira a los ojos como un tahúr a los que estén y sin
despreciar a los que entren después de ti.
─¿Me tomas por un escudero?
Vete tú.
─Si tengo que pagarte un café
al menos gánate la sacarina.
«Buen
chaval, aunque hay que pulirlo», define al muchacho al verle caminar y meterse
en la panadería, otra vez distraído con el móvil. Los andares le recordaron cuando
él tenía esa percha y las manos ocupadas por la absurda gorra de plato y el equipo
de transmisiones, y un uniforme que, quien aprobó su diseñó, estaba convencido,
nunca se lo puso. Zapatos de cordones, corbata, camisa y pantalones de pinza. Ideal
para desfiles y para vaciles de las putas. Vestido de primera comunión no se acude
a los poblados a tratar con yonquis ni se persigue a tironeros.
Cinco minutos
más tarde, la demora del muchacho la evalúa con dos hipótesis. Una, que, a
cuenta de las fechas, hoy atienda la hija del dueño. Toda una preciosidad que hasta
al más pintado donjuán llevaría al tartamudeo. O, dos, que el WhatsApp registre
un pico de imbecilidades y ande media España deseando agradar de inmediato con
el reenvío de un gif ocurrente que
dentro de un cuarto de hora ya se habrá quedado obsoleto.
Lo negaría, pero es cierto. A unas
horas de cumplir los sesenta y cinco se encuentra al día en los avances de un
mundo frívolo y de prisas digitales. Y aunque presume de ignorante, la
curiosidad le ha llevado incluso a visionar los videos del Rubius. Sin manual,
a pelo, dispuesto a estrellar la mentalidad encallecida por los años y aceptar
las consecuencias. Mentalidad, por otra parte, inquieta a cuenta de la atenta
escucha de las inevitables conversaciones en las muchas horas de patrulla junto
a mozos con derecho, también, a usar de diván el estrecho asiento que marginan
Franchi, mampara, emisora y salpicadero.
Sin esperar otro minuto
decide bajarse del coche. La gorra queda en el asiento. Con disimulo prueba el
empuñe del arma aún en la funda. Nunca se sabe si una tercera hipótesis, la
indeseada, aguarda en un interior apacible. Asoma la cabeza. No hay luz. Un cartel
advierte del cierre temprano: Nochebuena. Sin embargo, por ese umbral perdió de
vista la espalda del muchacho. Raro. Alerta. La puerta cede al empuje y al
instante los fluorescentes parpadean antes de fijar la intensidad. Iluminan al
dueño, a su preciosidad y a toda una sonriente congregación de muchos de los
compañeros con los que compartió servicio. Toda una vida de uniforme ahora representada
en tipos de abultadas cinturas y desfasadas chaquetas, coronados con diferentes
grados de alopecia. Todos, copa en mano, alrededor de un roscón culminado por
una vela, escoltada por esposa e hijos, y una lágrima común que asoma al
brindis por la última emboscada.
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