Nunca fui rico ni aspiré a serlo,
pero reconozco que cuando sueño y me veo reinar en las cimas de la opulencia disfruto
de los lujos con tanta fidelidad como si los poseyera. No obstante, a pesar del
gozo me siento vulnerable. Quizá sea por la falta de costumbre de verme desprovisto
de esa humildad que obliga una vida de anónimo asalariado. Desde hace una década
soy un contable más en el edificio de una firma de diez plantas donde cinco
rotulan mi oficio.
Horario fijo de lunes a sábado,
transporte público, fichar y fichar, y vuelta al autobús. Me recibe un portal
que huele a cocido, un quinto sin ascensor, una puerta sedienta de barniz que
dibuja de tanto rozar media sonrisa en la baldosa, y una gata, Carla, frotando
su lomo en mis perneras rogando su comida. Sé que en mi ausencia se fuga por el
patio, que riega macetas a su manera, asusta a los canarios hasta el desplume y
marca su territorio afilando las uñas en marcos ajenos, para, a media tarde,
retornar calmosa y poblar de pelos el mullido de su cesta hasta que me
presiente en el rellano. Una cena frugal, la mía, un tanto metálico el sabor
del filete, al límite de su caducidad supongo, ni siquiera recuerdo haberlo
comprado, y Carla expectante a los restos. Sé que la odian, sobre todo, Renata,
la portera. Nadie me confiesa abiertamente su hartazgo, pero las miradas
vecinales, la sequedad en los saludos, denotan rabia contenida. Todas las
semanas Renata me busca para largarme la crónica de las tropelías de Carla,
pero omite en la queja sus intentos por darla caza. Termino la ingesta y dejo
medio filete y las ternillas para Carla. Plato y cubiertos al fregadero. Un
agua rápida y el jabón escurriendo por la loza como todo rastro de mi paso por
la cocina. Cepillo dientes, pijama y una novela de lomo tatuado por la
biblioteca que la cede. Lectura ritual, cuatro páginas mínimo antes de
entregarme al sueño. Apago la lámpara de la mesilla y escucho el posterior
tintineo de la cadenita balanceando, ya libre del estirón. Tres roces: ding,
ding, ding. Dentro de un rato vendrá Carla a moldearse un hueco en el edredón,
rara resultaría su demora. Es entonces cuando me entrego al azar del descanso y
éste me franquea el acceso, no siempre, al mundo del lujo y la pompa. Me
complace saber que con suerte despertaré con el regusto casi material de haber
pilotado deportivos que conozco de marquesinas o del aparcamiento para
directivos, o me recrearé con haber caminado por cubiertas de yates anclados en
aguas turquesas al otro lado del mundo. Me veré disfrazado, nunca vestido, con
ropas de vergonzante elegancia. Rodeado por personas de lentos ademanes y
sonrisas perennes, siempre serviciales. Las puertas se abrirán a mi paso, ni un
mal olor, ni una brisa que despeine un solo cabello. Todo estará en su sitio y
todo impecable, aburridamente impecable, permanecerá en mi recuerdo hasta que a
la mañana siguiente entre en el edificio de diez plantas.
Subo el embozo hasta el mentón y
siento que mi sonrisa se estira. Al poco tripulo un Mercedes de alta gama, sin
embargo, lo conduce un chofer de sobria elegancia. El mullido es impecable y el
olor a nuevo, a matices de pino, colma la sensación de estrenar. El silencio se
agradece durante el trayecto, apenas se percibe la rumorosidad del motor alemán
y los anchos neumáticos rodando a un ritmo tranquilo. Silencio que se
interrumpe cuando el vehículo invade una entrada alfombrada por piedras. Como
cuando el mar bravo se retira de una playa de cantos. Imagino la mansión, el
sendero nacarado que finaliza alrededor de una fuente con una escultura de
ángeles trompeteros. Huele a ciprés o puede que a ese seto frondoso y de alta
cota, debidamente podado, que evita la curiosidad plebeya. Algo no encaja,
suelo dirigir mis ensoñaciones y donde esperaba un pórtico con mayordomos
descubro un arco y a su sombra un capellán. De nuevo escucho el motor alemán o
eso creo. Rugidos huecos, son mis tripas y una punzada estomacal, la primera,
que pronto abre el camino a la segunda y que me retuerce y me ovilla. Tiro de
la cadenita y la luz me golpea como una bofetada. Me mareo al incorporarme,
pero mi boca, seca como la cecina, implora agua. Camino por el pasillo apoyado
en las paredes, el dolor abdominal se asemeja al de una quemadura, nueva
punzada. Cerca ya de la cocina tropiezo, luego resbalo y caigo. Veo a Carla,
inmóvil, muerta, junto al vómito que me ha llevado al suelo. Mis ojos se cierran y
vuelve el olor a ciprés por encima del aroma a pino y a mullido nuevo, el que
acolcha mi reposo, y veo al capellán esparciendo agua bendita sobre mi rigidez
y, a su vera, Renata, de luto, compungida, con su manojo de llaves, cual
rosario, apretado al pecho.
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