jueves, 5 de abril de 2018

Purgas

                        Después del terremoto en el Tíbet papá se olvidó de nosotros. Le llamaron y se largó. Ni besos ni mirada atrás. Se montó en el coche y condujo como si las réplicas que sacudían al planeta representaran una tormenta de verano.
         Las mensuales noticias que teníamos de él nos las proporcionaba el banco. Todo su afecto se había reducido a financiar nuestras necesidades. Y mientras a mi hermana y a mí el colegio nos refugiaba del cariño perdido, a mamá se le arrugó el corazón consumida entre las culpas que se impuso por el abandono. Las coplas que solía entonarnos con su buen ánimo se convirtieron en suspiros y su melena azabache, en el plazo de dos años, en un moño de plata.
                  A la semana de aquel adiós, cierto mediodía de gripe, un desconocido con acento de los Urales visitó nuestra casa. Que mamá me cerrara la puerta antes de pasarlo al salón me sacudió la fiebre y me animó a espiarles. Hablaron de mi padre. Más bien, él la interrogó por su paradero. Ese mismo mes, por la varicela de mi hermana, supe de otras tantas parecidas visitas y que todas terminaron con el mismo ruego de mi madre señalando la puerta: «Por favor, no sé nada y trato de olvidar.»
                  A pesar de que los ingresos seguían llegando con puntualidad, mamá se empleó de administrativa en una asesoría. Contrato que celebramos durante la cena y que le devolvió una ligera sonrisa. Mueca que pronto torcimos cuando la radio, compañera infalible y fondo en los silencios a la mesa, soltó la noticia: Había que desalojar la Tierra.
         Desde que la falla de Altyn Tagh decidió convertir el Himalaya en una escombrera, los sismólogos pusieron toda su atención en las nuevas cicatrices de la corteza. De entre todas, una surgió imponente para unir la de San Andrés con la de Motagua. El noticiario anunciaba la fragilidad, la inminente fractura y se extendía en detalles sobre el cataclismo que arrasaría con toda forma de vida.
                  Sin embargo, nadie entró en pánico. Los temblores ya formaban parte de nuestro día a día. No había árbol al que subirse ni puente o puerta que cruzar. No existía un cobijo ni punto planetario libre de las consecuencias. La gran ola arrasaría los cinco continentes. La resaca los remataría. La atmósfera irrespirable, nuevos volcanes, incesantes terremotos, centrales nucleares descontroladas… El fin. En cambio, la ansiedad sí que cundió entre los inmortales, como así se comenzó a denominar a los pudientes. Líderes mundiales o simples billonarios con capacidad o influencia para opositar a un billete en los transbordadores a Marte. Lanzaderas que los embarcaría en el crucero directo al planeta rojo. Sesenta millones de inmortales peleando por una de las diez mil plazas que admitía el Insolitus, mientras siete mil millones de resignados espectadores de esa fuga quedaríamos condenados a una muerte segura.
                  Dos días después de la noticia, los miembros de los clubes más elitistas del mundo, desacostumbrados a toda contrariedad, se reunieron de urgencia en Suiza. La cumbre pretendía organizar la construcción de más cruceros que permitieran salvar a todos los socios. En la tercera y última jornada, la de la deliberación, cuando ya se había escuchado al comité de expertos sobre la inviabilidad del proyecto, los reunidos descubrieron lo que ya advirtió Maquiavelo: «Es mejor ser temido que querido. Pero sólo temido, a largo plazo, genera un odio de consecuencias imprevisibles.» Ninguno salió vivo del incendio que asoló el hotel donde se concentraban. En una cuenta atrás incierta, ante un mañana improbable, el dinero había dejado de servir para comprar lealtades y el odio había bloqueado las puertas.
         La barbacoa alpina precipitó el despegue de las lanzaderas. La mitad, las que partieron del este, lo consiguieron. El resto se malograron en la guerra intestina que libraron los inmortales al tratar de abordarlas. Diezmados, en un mundo sin lacayos, despertaron de la ensoñación y descubrieron que la única riqueza se encontraba en disfrutar del tiempo restante.
                  Si bien la noticia del fin del mundo supuso un espaldarazo para los agoreros, prelados y demás profetas, una gran parte de la humanidad, creyente o ausente de fe, asumida la efímera existencia, decidió sacudirse catecismos y rezos y se dedicó a dejarse llevar por los placeres a su alcance.
                  Para muchos supuso regresar a aquellos lugares donde fueron felices, para otros consumirse entre drogas y orgías, y para un gran resto emprender un viaje iniciático sin otra preocupación que saciar el hambre. Para nosotros supuso volver a ver a nuestro padre en el umbral de la puerta.
                  Acabo de cumplir los treinta y hace veinte desde la declaración oficial del fin del mundo. Desde ese día decidí continuar con la labor oculta que nos confesó mi padre. Trabajo en el mismo centro de investigación que él y muchos de mis compañeros son hijos de otros geólogos. Todos juramos guardar el secreto de nuestros ancestros, dedicarnos, como el resto de científicos implicados, a mejorar la vida en el planeta y a prevenir catástrofes o pandemias.
           La vida del investigador es discreta, casi oscura, dependiente de subvenciones, del mecenazgo. Se nos considera pusilánimes, raros, y lo preferimos. Porque en nuestras convenciones, fuera de agenda, las noches las ocupamos en la captación de nuevos lumbreras que formen parte de nuestra red. Nunca hemos despertado recelos, pero permanecemos alerta para cuando el mayor depredador de la historia traspase los límites. En mi caso, en mi especialidad, esperamos las nuevas señales telúricas para decidir si ha llegado el momento de exagerarlas e iniciar una nueva purga. La última fue la del Insolitus. La primera surgió en el siglo XIV, cuando nuestros fundadores liberaron por los palacios de media Europa el virus de la Peste. Hemos aprendido de aquel error y de ignorar genocidas que luego marcaron la historia. Ahora somos más selectos, más precisos, confeccionamos listas. Somos la conciencia de los inconscientes, el demonio sobre el hombro del ángel. Nuestra ciencia ya venció al cáncer, ahora extermina a quien lo es.