Después del terremoto en el Tíbet papá se olvidó de
nosotros. Le llamaron y se largó. Ni besos ni mirada atrás. Se montó en el
coche y condujo como si las réplicas que sacudían al planeta representaran una
tormenta de verano.
Las mensuales noticias que teníamos
de él nos las proporcionaba el banco. Todo su afecto se había reducido a
financiar nuestras necesidades. Y mientras a mi hermana y a mí el colegio nos refugiaba
del cariño perdido, a mamá se le arrugó el corazón consumida entre las culpas
que se impuso por el abandono. Las coplas que solía entonarnos con su buen
ánimo se convirtieron en suspiros y su melena azabache, en el plazo de dos
años, en un moño de plata.
A la
semana de aquel adiós, cierto mediodía de gripe, un desconocido con acento de
los Urales visitó nuestra casa. Que mamá me cerrara la puerta antes de pasarlo
al salón me sacudió la fiebre y me animó a espiarles. Hablaron de mi padre. Más
bien, él la interrogó por su paradero. Ese mismo mes, por la varicela de mi
hermana, supe de otras tantas parecidas visitas y que todas terminaron con el
mismo ruego de mi madre señalando la puerta: «Por favor, no sé nada y trato de
olvidar.»
A
pesar de que los ingresos seguían llegando con puntualidad, mamá se empleó de
administrativa en una asesoría. Contrato que celebramos durante la cena y que
le devolvió una ligera sonrisa. Mueca que pronto torcimos cuando la radio,
compañera infalible y fondo en los silencios a la mesa, soltó la noticia: Había
que desalojar la Tierra.
Desde que la falla de Altyn Tagh decidió convertir el Himalaya en una
escombrera, los sismólogos pusieron toda su atención en las nuevas cicatrices de
la corteza. De entre todas, una surgió imponente para unir la de San Andrés con
la de Motagua. El noticiario anunciaba la fragilidad, la inminente fractura y
se extendía en detalles sobre el cataclismo que arrasaría con toda forma de
vida.
Sin
embargo, nadie entró en pánico. Los temblores ya formaban parte de nuestro día
a día. No había árbol al que subirse ni puente o puerta que cruzar. No existía
un cobijo ni punto planetario libre de las consecuencias. La gran ola arrasaría
los cinco continentes. La resaca los remataría. La atmósfera irrespirable,
nuevos volcanes, incesantes terremotos, centrales nucleares descontroladas… El fin.
En cambio, la ansiedad sí que cundió entre los inmortales, como así se comenzó
a denominar a los pudientes. Líderes mundiales o simples billonarios con
capacidad o influencia para opositar a un billete en los transbordadores a
Marte. Lanzaderas que los embarcaría en el crucero directo al planeta rojo.
Sesenta millones de inmortales peleando por una de las diez mil plazas que admitía
el Insolitus, mientras siete mil
millones de resignados espectadores de esa fuga quedaríamos condenados a una
muerte segura.
Dos
días después de la noticia, los miembros de los clubes más elitistas del mundo,
desacostumbrados a toda contrariedad, se reunieron de urgencia en Suiza. La
cumbre pretendía organizar la construcción de más cruceros que permitieran salvar a todos los socios. En la tercera y última jornada, la de la
deliberación, cuando ya se había escuchado al comité de expertos sobre la inviabilidad
del proyecto, los reunidos descubrieron lo que ya advirtió Maquiavelo: «Es
mejor ser temido que querido. Pero sólo temido, a largo plazo, genera un odio
de consecuencias imprevisibles.» Ninguno salió vivo del incendio que asoló el
hotel donde se concentraban. En una cuenta atrás incierta, ante un mañana
improbable, el dinero había dejado de servir para comprar lealtades y el odio
había bloqueado las puertas.
La barbacoa alpina precipitó el
despegue de las lanzaderas. La mitad, las que partieron del este, lo
consiguieron. El resto se malograron en la guerra intestina que libraron los
inmortales al tratar de abordarlas. Diezmados, en un mundo sin lacayos, despertaron
de la ensoñación y descubrieron que la única riqueza se encontraba en disfrutar
del tiempo restante.
Si
bien la noticia del fin del mundo supuso un espaldarazo para los agoreros, prelados
y demás profetas, una gran parte de la humanidad, creyente o ausente de fe, asumida
la efímera existencia, decidió sacudirse catecismos y rezos y se dedicó a
dejarse llevar por los placeres a su alcance.
Para muchos
supuso regresar a aquellos lugares donde fueron felices, para otros consumirse
entre drogas y orgías, y para un gran resto emprender un viaje iniciático sin
otra preocupación que saciar el hambre. Para nosotros supuso volver a ver a
nuestro padre en el umbral de la puerta.
Acabo
de cumplir los treinta y hace veinte desde la declaración oficial del fin del
mundo. Desde ese día decidí continuar con la labor oculta que nos confesó mi
padre. Trabajo en el mismo centro de investigación que él y muchos de mis compañeros
son hijos de otros geólogos. Todos juramos guardar el secreto de nuestros
ancestros, dedicarnos, como el resto de científicos implicados, a mejorar la
vida en el planeta y a prevenir catástrofes o pandemias.
La vida del investigador es
discreta, casi oscura, dependiente de subvenciones, del mecenazgo. Se nos
considera pusilánimes, raros, y lo preferimos. Porque en nuestras convenciones,
fuera de agenda, las noches las ocupamos en la captación de nuevos lumbreras
que formen parte de nuestra red. Nunca hemos despertado recelos, pero permanecemos
alerta para cuando el mayor depredador de la historia traspase los límites. En
mi caso, en mi especialidad, esperamos las nuevas señales telúricas para
decidir si ha llegado el momento de exagerarlas e iniciar una nueva purga. La
última fue la del Insolitus. La
primera surgió en el siglo XIV, cuando nuestros fundadores liberaron por los
palacios de media Europa el virus de la Peste. Hemos aprendido de aquel error y
de ignorar genocidas que luego marcaron la historia. Ahora somos más selectos,
más precisos, confeccionamos listas. Somos la conciencia de los
inconscientes, el demonio sobre el hombro del ángel. Nuestra ciencia ya venció
al cáncer, ahora extermina a quien lo es.
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