Durante el otoño terminé de certificar
mi estirón y en uno de esos corrillos que formaba con los amigos del patio me
di cuenta que mi talla me confirmaba como un nuevo miembro en el mundo de los
altos. Para los tímidos destacar, aunque sea en atributos, puede convertirse en
un tormento, máxime cuando aquello que mi madre tanto me repetía, como extensión
de su orgullo, se transformaba de repente, y lo de ser bueno se veía aparcado por
el nuevo título de estar bueno. Porque estar bueno en la adolescencia supone
una carga añadida a los introvertidos. Mi habitual distancia y parquedad verbal
con los extraños o ante cualquier chica, aún conocido su árbol genealógico
desde la infancia, ahora me tachaba de engreído. Ya no sabía interpretar las
miradas ni los apartes ante mi paso. Además, surgieron aires violentos de la
nada por chicas que ni siquiera conocía de chicos que se postulaban para novios
y me consideraban una amenaza por algún chascarrillo o corazón de tiza sin
fundamento. Ya no podía ser bueno por estarlo y para colmo, al final de curso, aquella
palmada de mi padre en la espalda venía con una intención distinta a la
habitual por mis buenas calificaciones. Una orden que echaba por tierra mis
planes para el verano.
—Hijo, ya tienes la presencia necesaria para ayudarme
en el quiosco— dijo tras el achuchón.
La primera vez que recuerdo a mi padre en su puesto
de trabajo fue un día de esos que llaman de médicos y te saltas las clases. Regresaba
por la rambla agarrado de la mano de mi madre, con el brazo todavía algo
dolorido por la vacuna, y nos acercamos por un encargo de una vecina —un número
atrasado de una colección de ganchillo que mi padre nunca terminaba de traer—.
Y allí estaba él, en su quiosco, como un centinela en el ojal de su búnker atrincherado
entre periódicos, libros y revistas. Una cara tras una gafas de media luna con
un ojo en un pasatiempo y el otro al acecho de los descuideros que remoloneaban
entre los turistas. A pesar de que me encantaba leer me parecía su trabajo
frustrante, sobre todo porque la mayor parte de las lecturas de mi interés
venían precintadas sin posibilidad alguna de hojearlas. Así que cuando escuché
la noticia de mi incorporación al negocio no pude menos que recurrir a la
intermediación de mi madre. Conseguí julio y la primera semana de agosto, pero
el resto del mes saldríamos de casa juntos a jornada completa a pesar de mi
apego a las sábanas del amanecer.
Él me indicó su rutina y yo intenté no enfadarle con
mis sugerencias sobre la colocación de las novedades y la relegación de
aquellos artículos que ya amarilleaban de tanto bronceado. Y así transcurrió la
primera semana, viendo pasar gente, reconociendo a los clientes habituales, escuchando la misma presentación orgullosa que mi padre hacía de mí a sus
conocidos, consiguiendo que mi bochorno se confundiera con la cangrejera piel de
los numerosos guiris que curioseaban aquella zona de la ciudad.
Estoy en mi segundo fin de semana en el búnker. Me
encantaría disponer de una MG de bolas de pintura para tintar a un pilluelo que
se ha encaprichado de un comic y ya lleva varias mañanas rondando la ocasión.
La imaginación se dispara cuando el sol aprieta y el flujo de clientes
disminuye. En frente, con el paseo de por medio, se encuentra el quiosco de la
Mireia. Una veterana como mi padre que vende flores frescas y de la que estoy
seguro que hace mucho tiempo que no distingue el aroma de su vergel a causa de
la costumbre de convivir. La supongo como a los forenses o a los basureros ante
el olor penetrante de los restos que manejan a diario. Inmunes a la podredumbre. Me he fijado que hoy la Mireia tiene compañía. Sé que es una chica por las
pulseras y las delicadas manos que le van alargando macetas y floreros desde el
interior. Yo voy apelmazando los diarios en primera línea y los culmino con el
correspondiente pisapapeles, pero no deja de intrigarme la nueva presencia en
el paisaje y me distraigo con vistazos a esas muñecas ajeno a los avisos de mi
padre. Y cuando por fin mi curiosidad se ha dado por vencida, entretenido en
recoger las virutas que el cúter escupe de cada tirante sesgado, escucho a mi
padre iniciar su bochornosa presentación alardeando de lo buen mozo que soy. Sé
que mis mejillas arden más que de costumbre, pero es mi lengua la que me
sorprende balbuceando como un niño que no encuentra palabras y eso que tan solo
debo decir mi nombre, pero no esperaba encontrarme con ella frente a mí, ni
siquiera sabía cómo debía ser o si existía, pero es que en décimas de segundo
la he reconocido como a quien deseaba conocer sin saber que la buscaba. Lo
cierto es que no sé qué acaba de ocurrir. ¿Su sobrina ha dicho? Sé que vuelven
hacia su mostrador y que mi padre se está riendo, pero también sé que una
especie de novedoso coraje trepa por mis entrañas.
Me he refugiado dentro del búnker y me he inventado
una farsa de inventario, para que mi padre asuma mi reclusión como interesante,
pero en realidad estoy maquinando cómo afrontar convertirme en poco tiempo en
un osado conquistador.
Había escuchado algo de los primeros síntomas.
Suspiros, pérdida de apetito. Veo pretendientes por todas partes.
Ya es media tarde y he decidido no pensar. Tengo una
frase preparada: «Mireia, le compro el negocio por hoy porque tengo la
necesidad de acertar». Luego, según sus expresiones, derivaré hacia la
prudencia o hacia el arrojo, como que no quiero comenzar errando con las flores
si las adquiero todas.
Doy el paso. Salgo decidido a atravesar la rambla
mientras escucho un clamor, como un rugido interno, como con los goles del Barça,
pero es un motor, una furgoneta.
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